jueves, 6 de diciembre de 2007

La Navidad y la elegancia



Nos encontramos en los aledaños de la época del año en la que, sin lugar a dudas, los seres humanos nos entregamos con mayor fervor a los pecados capitales que más dañan a nuestra elegancia. Lo que empezó siendo una festividad de carácter religioso, hoy no es más que una prolongación de esa feria de vanidades en la que ha convertido nuestra vida en común. El dinero, el lujo, la moda, la amistad, los viajes, los restaurantes… todo concentrado en unos cuantos días. Aunque, en honor a la verdad, cada día son más, porque desde octubre, en muchos lugares del planeta, se comienzan a decorar las calles y las tiendas en pos de la temporada alta del consumo mundial.

Empecemos hablando de la decoración. Personalmente creo que la misma debe quedar de puertas para adentro. Cualquier símbolo decorativo navideño que trascienda del umbral de la propia vivienda, me parece absolutamente fuera de lugar. Sin ir más lejos tengo dos vecinos que cuelgan de las fachadas de sus adosados todo un corolario de lucecitas navideñas, de esas mismas que los ayuntamientos contratan para recubrir los árboles. Uno vuelve a su casa a determinadas horas de la madrugada y, sinceramente, al ver las luces, llego a pensar que ha regresado al establecimiento del que procedía. Sin hablar de Santa Claus –o como cada cual quiera llamarle- luminoso de dos metros que tengo que ver invariablemente en el balcón de una de las casas de mi barrio.

Otra oportunidad que las festividades navideñas generan es para los que andan ansiosos de demostrar su buen momento económico. Esta época es la más propicia del año para las invitaciones opíparas y ostentosas. Tres años atrás tuve el dudoso honor de acudir a la copa de Navidad que daba un magnate en ciernes del sector inmobiliario español. El servicio de comida impresionante, al igual que la selección de bebidas. Los invitados a cual más variopinto, dentro del intento inequívoco de demostrar lo granado de las amistades del anfitrión. Recuerdo que su esposa se sentía algo así como Isabel Preysler en un anuncio de bombones, solo que con bastante menos glamour.

Ni que decir tiene que la orgía consumista de estas fechas supone para muchos fabricantes y comerciantes el ser o no ser del año. Porque hay productos que, por tradición –y por inercia-, prácticamente sólo se consumen en estas fechas. Desde los juguetes hasta el salmón ahumado, pasando por los sucedáneos del caviar y otras variedades alimenticias exóticas. La masa adocenada no duda en tirar la casa por la ventana y derrochar en comida y regalos. Pasear por las calles con al menos tres bolsas –a ser posible de marcas de renombre- colgadas de la mano casi se ha convertido en una obligación.

Los viajes igualmente se han consolidado como protagonistas ineludibles de la Navidad. Un viaje previo de compras no puede faltar. En Latinoamérica el baño de primer mundo es un clásico de estos días. Miami, la nueva metrópoli, el destino preferido. Porque si uno no dice que va a ir a Miami de comprar navideñas puede ser condenado a la ignominia dentro de los exclusivos círculos de la clase alta criolla. En España no nos quedamos atrás. El puente de la Constitución es la excusa ideal para los viajes de compras navideñas: Paris, Londres, o Nueva York. El Zara de Oxford Street es infinitamente más fashion que el de la vuelta de la esquina, ¡dónde va a parar!.

En definitiva, la Navidad se ha convertido en el período del año más propicio para abandonarnos a la compra compulsiva, a la demostración de poderío económico –u ocultación de su ausencia-, a la falta de elegancia más o menos evidente. En esta ocasión no podemos culpar a los grandes almacenes del invento navideño, ellos sólo han protagonizado su tránsito hacia la exaltación del gasto.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Los hijos y la elegancia


En este trasiego a cuenta de lo que es y lo que no es la elegancia, no podemos olvidar que de lo que hablamos en el fondo es de nuestro espacio en el mundo y, por ende, en la sociedad a la cual pertenecemos. Este lugar algunos no lo ocupan en solitario, sino que lo hacen acompañados de una familia: cónyuge e hijos. De la familia de mayor grado prefiero no ocuparme, en tanto que a uno le viene dada. La familia creada por el ser humano es una suerte de extensión de la propia persona, aunque nos encontramos con los casos extremos entre los que rechazan tal vínculo y los que lo convierten en una proyección de sí mismos.

En mayor o menor medida hoy las personas pretenden trasladar su vida y su circunstancia a la de sus hijos, lo cual, como siempre, llevado al exceso se convierte en un grave peligro. ¿Y qué tiene que ver esta disertación pseudo-metafísica con la elegancia, se preguntara el amable lector?. Pues mucho. Porque todos esos males, que ya hemos citado aquí en relación a los comportamientos poco elegantes, se ven reflejados en la proyección que no pocos padres realizan sobre las vidas de sus hijos. Creo que los ejemplos verídicos que a continuación detallo servirán para demostrar mi tesis.

Hace un par de años coincidí con una pareja de felices y jóvenes futuros padres que estaban a punto de recibir a su primer retoño. Esa tarde habían pasado por un exclusivo centro comercial a comprar ropa para su futuro vástago. El padre, orgulloso, mostraba las fotos de las adquisiciones en su flamante teléfono móvil último modelo. Mientras, la madre, igualmente llena de satisfacción, narraba las imágenes. Peleles de Dior, pijamas de Ralph Laurent Lafayette y vestidos de Burberry eran lo mínimo que los papás estaban dispuestos a adquirir para su bebé. Todo un ejemplo de elegancia… antes de nacer.

En el lugar en el que yo vivo algunas madres tienen la costumbre de hablar del colegio de sus hijos refiriéndose al nombre del mismo. Porque no es lo mismo ir al colegio -así, sin apellido- que acudir a una institución de rancio abolengo y/o alta cuota mensual. Mayormente lo segundo. Entonces las oye uno decir: “Es que mañana Luisito tiene fiesta en (colóquese el nombre del colegio caro)”. Así no quedan dudas. El niño va a una escuela exclusiva, lujosa, vedada a una élite. Esa es la señal más clara del éxito de los padres.

Sobre este mismo tema en el Blog de Uma leíamos que Elena de Borbón, a la sazón cuasi-exesposa de Jaime Marichalar, abrió una guardería. Evidentemente el éxito comercial del centro fue rotundo. Las madres y los padres se dan codazos porque su vástago sea incluido entre los elegidos a formar parte de la clase de semejante celebridad. La educación que vaya a recibir el niño es un asunto menor si lo comparamos con el placer que produce en esa madre poder vociferar en el barrio: “Es que mi Pedrito está en la guardería de la infanta”.

Los niños son seres con poca capacidad de decisión. Los padres tienen la tarea de orientarlos, de ayudarlos, de cuidarlos en definitiva. Pero hay padres que sienten la tentación de utilizarlos para demostrar el posible éxito que han podido tener en la vida. Padres que proyectan en sus hijos sus propias debilidades, sus miedos, sus envidias. Así se empieza a forjar la absoluta falta de elegancia. Perdón por la gravedad.

jueves, 22 de noviembre de 2007

El glamour y la elegancia


Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), glamour –así se escribe esta palabra de origen anglosajón y de tradición más bien francesa- significa “Encanto sensual que fascina”. De tan abstracta definición podemos interpretar que lo glamoroso o glamuroso –aquí el DRAE aniquila la francesada- es algo que perturba por su atractivo. No estoy seguro, la verdad, sobre si eso es lo que todos interpretamos o entendemos por glamour. Lo que sí creo que es importante es no confundir lo glamuroso con lo elegante.

El glamour, al menos así lo entiendo yo, es una característica que otorgamos a aquellos seres humanos que despiertan en nosotros cierto nivel de atracción. Una atracción que procede generalmente de la fama y el prestigio que los medios de comunicación conceden a determinados individuos. Cabe destacar que los media otorgan prestigio y fama no en base a un sistema de méritos personales o profesionales, sino por el nivel de interés que pueda despertar una persona y, por ende, por los niveles de audiencia que llegue a generar aquella. Por poner un ejemplo, el recientemente fallecido Fernando Fernán-Gómez era mucho menos famoso de lo que era Carmina Ordóñez, las muertes de uno y otro van a producir un volumen muy diferente de minutos de televisión o de páginas de prensa. Sin embargo, Fernán-Gómez fue un actor genial y la Ordóñez no era más que una vividora.

El glamour es una característica adquirida externamente, otorgada por los demás. La prensa, los críticos, los líderes de opinión, el resto de las personas, en definitiva, son las que generan el glamour. Por el contrario la elegancia es algo de lo que uno es absolutamente dueño. A mi no me hacen elegante los demás, pero sí me convierto en glamuroso con la venia de los otros. Si hiciésemos una encuesta entre los lectores de esta bitácora estoy convencido de que más del ochenta por ciento considerarían que Kate Moss es una persona con mucho glamour, pero ¿es elegante esta joven drogadicta?. No seré yo quien gaste la huella de mis dedos en juzgar al personaje.

Algo similar podríamos cuestionarnos sobre figuras a las que estamos tan habituados a ver desfilar por las alfombras rojas o delante de escenarios llenos de logotipos. Jennifer López, Christina Aguilera o Cate Blanchett son algunos ejemplos de personas que convierten en glamurosa una fiesta benéfica o una entrega de premios, pero esa categoría ha sido entregada previamente por los medios. A estas tres señoras las han hecho figuras de relumbrón, que vienen a ser algo así como piezas cotizadas para los reporteros, sus asesores de imagen y en relaciones públicas. Estos gremios son hoy día los chamanes posmodernos. Su trabajo consiste en lograr convencer al mundo entero de que una actriz de origen latino más o menos agraciada es un símbolo de elegancia universal. Será para quién se trague lo que dicen las revistas.

No podemos dejar de lado ese glamour menos mediático y más cercano. Ese glamour al que nos referimos para definir un evento local, un establecimiento comercial concreto o a una persona más o menos de nuestro entorno. Incluso he escuchado a algunas madres hablar de “colegios con glamour”. Mal empiezan algunos niños gracias a estas madres tan pretenciosas. Porque se empieza asistiendo a colegios glamurosos y se termina acudiendo a centros de rehabilitación no tan codiciados.

El caso es que este glamour cercano, además de ser fruto del juicio de los demás, resulta ser algo que se puede comprar, con un cierto nivel adquisitivo, claro está. Se puede llevar a los niños a un colegio glamuroso, conseguir entradas para una fiesta o un club glamuroso y comprar en las tiendas más glamurosas de la ciudad. Lo que no vamos a poder comprar nunca con dinero es la elegancia. Esa es la gran diferencia entre elegancia y glamour.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Los caminos de la elegancia


Me piden que escriba algo sobre lo que sí es la elegancia y que abandone, puntualmente supongo, el continuo negativismo -el cual realmente se convierte en positivismo al comprender que lo contrario de lo que se viene vilipendiando en este blog es el modelo a seguir- de estos pasajes sobre lo divino y lo humano. Haciendo un esfuerzo sobrehumano intentaré explicar mi criterio acerca de lo que sí es elegante. Sin embargo, lo haré por medio de la exposición de los diferentes modelos de lo que podríamos denominar “elegancia”. En otras palabras, no hablaremos del detalle que tanto nos ha ocupado, sino de la generalidad y el fondo de la cuestión.

Existe un primer camino hacia la elegancia que consiste en acatar y seguir una serie de normas mínimas de comportamiento, firmemente asentadas en el sentido común, que conllevan un cierto grado de discreción y sencillez, acompañados por el buen gusto universal. Me refiero al camino tedioso, pero impecable, de la normalidad. Así como el sentido común es el menos común de los sentidos, la normalidad es el menos habitual de los comportamientos sociales. Al ser humano le apasiona huir de la homogeneidad –no en lo social, claro está- lo cual no es perjudicial en sí, lo malo llega cuando para salir de aquella se cae, de forma flagrante, en la vulgaridad.

Lo normal es bello, es elegante, en tanto que no cae en lo vulgar. Claro que es muy probable que muchos piensen que lo normal es seguir la corriente de la moda del momento, desde los caballeros con pantalón pirata hasta el chándal –o buzo- en el supermercado, pasando por los “crocs” de plástico amarillo. Tremendo error. La normalidad implica disciplina, sobre todo para no caer en la trampa de la “tendencia del mes”. Así se rompe con la homogeneidad: eliminando de nuestro armario, de nuestro comportamiento público y de nuestro estilo de vida cualquier síntoma de seguidismo social.

Pero existe otro camino hacia la elegancia, un sendero que se bifurca en dos, como veremos más adelante, y que significa, fundamentalmente, romper con la mediocridad. Este es un camino mucho más complejo, inhóspito, peligroso y generalmente cargado de sentimientos encontrados. Es lo absolutamente opuesto a la vulgaridad, pero igualmente la antitesis de la normalidad.

La complejidad de esta senda elegante radica en el difícil equilibrio que debe alcanzarse para sobresalir sin caer en lo ridículo, destacar sin entrar en lo ostentoso, brillar sin parecer una figura de relumbrón. Convendrán conmigo en que es realmente difícil.

La carretera se vuelve inhóspita cuando se levantan envidias. Cuando se rompen los moldes y la sociedad rechaza lo elegante porque no lo comprende. Lo cual llega a ser peligroso, como lo fue para los grandes iconoclastas de la Historia. Esos grandes hombres y mujeres al los cuales sólo el tiempo ha puesto en su lugar: Oscar Wilde, Wallis Simpson (y Eduardo VIII), Ramón María del Valle-Inclán… Ellos fueron acreedores de los sentimientos encontrados que proceden de los demás. De la admiración a la envidia. De la aceptación a la ridiculización.

Como digo este camino tiene a su vez dos ramales bien diferentes. El primero es el que siguen aquellos que conocen y siguen los dictados de la moda, adaptándolos a su propia individualidad. Intentando lucir espléndidos, pero sin estridencias, sin caer en los infinitos peligros que encierra la imitación y el gregarismo. El otro sendero es el de la ruptura absoluta con las modas y los convencionalismos: el dandismo. Sobre el cual hablaremos largo y tendido.

martes, 13 de noviembre de 2007

Los nombres y la elegancia


Aunque ya se ha hablado aquí acerca del origen de la elegancia, sobre si esta es cuestión de nacimiento o de formación, lo cierto es que algunas personas, una vez que nacen, tienen que soportar durante toda su vida el obstáculo impuesto por sus progenitores y portar un nombre de pila digamos peculiar.

En España, allá por los ochenta, empezaron a hacer furor los Vanessa, Jessica, Jonathan y similares, nombres de origen diverso y escritura variada. Muchos de sus propietarios tenían que aguantar a diario ciertas burlas y, por otro lado, se veían obligados a deletrearlos si querían verlos correctamente escritos en cualquier documento oficial. Pero eso no era más que la punta del iceberg, después llegaron los Kevin, Brian, Jennifer o Samantha, habitualmente de origen anglosajón. Como ven ninguno tiene desperdicio, máxime cuando le sumamos el apellido español: Kevin Huertas o Samantha Pérez. Sublime, ¿verdad?.

Esta costumbre que ahora en España se ha propagado como la mala hierba, tiene una larga tradición en Latinoamérica, gracias a la devastadora influencia estadounidense en la región. Walter, Priscilla o Roger son ya nombres de lo más habitual en personas de cierta edad en casi todo el continente. Pero la importación, cuando no la invención, de nombres de pila alcanza dimensiones insospechadas, no sólo en este lado del Atlántico, sino en toda la cultura latina. Los de origen francés como Jacquelline, o con modificaciones, Anneth, alcanzan ya estatus de clásicos. Así como los italianos Isabella –que está batiendo records entre los neonatos de toda América- o Renato, con innovaciones tan curiosas como la que sufre Giovanni –Juan en castellano-, nombre que en su travesía atlántica ha pasado a denominarse Geovanny o Geoveanny, o cualquier variante que se le ocurra al feliz padre cuando va al registro civil.

La lista sería interminable, porque la imaginación a veces es casi tan peligrosa como la propia televisión, pila bautismal sin duda de la inmensa mayoría de los nombres importados. Pero lo importante es ver su combinación junto con el apellido, porque llamarse Piero Scala no es lo mismo que ser Haydée Sánchez. En otras palabras, lo que resulta a todas luces poco elegante o totalmente chocante es tener un nombre de pila hindú y un apellido originario de Soria, por poner un ejemplo que cualquiera puede entender. Una antología de este tipo de nombres la pueden encontrar entre los recién titulados de los posgrados de la Universidad de Costa Rica.

En el exitoso libro Freakonomics, Levitt y Dubner, sus autores, explican con todo lujo de detalles y datos estadísticos cómo en los EE UU tener un nombre exótico supone una dificultad adicional a la hora de encontrar trabajo. La idea es que a la hora de seleccionar currículos el tiempo y el número de invitados a entrevistar es limitado, así que el subconsciente del encargado de tal tarea, en igualdad de condiciones, tiende a desechar a los que cuentan con nombres que denotan una procedencia extraña. Suena bastante políticamente incorrecto, pero las estadísticas así lo demuestran.

Lo que está claro es que una joven que se llame Yorleny Morales tiene que esforzarse en su búsqueda de la elegancia mucho más que otra de nombre Luisa Guzmán, dada la hilaridad que -irremediablemente- provoca escuchar el nombre de la primera. Por muy impecables que sean los modales de Yorleny, por muy extraordinaria que sea su educación y por muy refinado que sea su estilo, lo cierto es que la primera impresión va a quedar por un buen rato hasta que verdaderamente nos quitemos la pelusa de semejante nombre.

Evidentemente con lo anterior no pretendo decir que aquellos cuyos padres tuvieron la ocurrencia de ponerles un nombre diferente sean mejores o peores personas. Espero que nadie me malinterprete.

martes, 30 de octubre de 2007

Halloween y la elegancia



En esta sociedad moderna que nos ha tocado vivir, los grandes imperios comerciales, aquellos que tan sabiamente han aprovechado la “cultura de las masas”, han creado una serie de celebraciones a lo largo del año con el noble objetivo de que los seres humanos tengamos más elementos de encuentro. Confío en que el lector no piense, de forma mezquina, que la creación y universalización de estas celebraciones no son más que un intento de los comerciantes por aumentar las ventas. Nada más lejos de la realidad, ¡por Dios!. Fíjense cómo estos “días tan especiales” suelen estar desinteresadamente colocados en fechas anodinas en medio del calendario. Sin ir más lejos tenemos el Día de los Enamorados, en ciertos lugares conocido como el Día de la Amistad o el Día del Cariño, con la sana intención de que la celebración se extienda a los amigos, el cual se celebra en febrero, el mes de menores ingresos de los centros comerciales.

Imagino que no tengo que advertir al lector de que la celebración de este tipo de días es un ataque directo a la elegancia desde todo punto de vista. Pero el que particularmente encierra en sí casi todos los ataques a este valor en extinción que es la elegancia es el día de Halloween. Esta celebración de origen céltico -y tradición estadounidense- viene a ser como la “Víspera del Día de los Santos”, sin tradición alguna en el mundo católico en el cual se rinde tributo a los difuntos siendo feriado el primero de noviembre. Hoy en día ya ir a visitar a los abuelos al camposanto es una costumbre en desuso. Lo que está “in” es disfrazar a los niños la noche del 31 de octubre y que vayan a pedir caramelos a los vecinos. Algunos adultos incluso organizan fiestas de disfraces, a las cuales invitan a muchos amigos, en claro síntoma de su inserción en el mundo globalizado.

Como ocurre muchas veces se emplea a los hijos como excusa perfecta para demostrar al público en general, y a los conocidos en particular, lo elegantes que somos. Entonces en Halloween lo que hacen algunos padres es gastar una fortuna en el disfraz del niño, habitualmente el último “malo” de la factoría Disney. Llegando al colmo de la celebración de este “tradicional” día de los muertos, amparándose en la falsa solidaridad, incluso han nacido fiestas benéficas de Halloween.

La semana pasada una vecina mía, en un acto ilimitado de contrición, explicaba que una amiga suya –por supuesto con apellido rimbombante- organizaba todos los años una fiesta de Halloween a favor de una asociación de “teens” –adolescentes en cristiano- embarazadas. La entrada cuesta sólo veinte dólares, según aclaró. Cabe añadir muy poco al comentario.

Nótese que celebrar Halloween de forma ostentosa nos acerca de forma precipitada a todos los síntomas de falta de elegancia que hemos venido relatando desde esta atalaya. Para empezar nos permite usar el idioma inglés con profusión, porque todos estos personajes amantes de Halloween enseñan a sus hijos a decir "trick or treat", en lugar de “truco o dulce”. A continuación nos posibilita subirnos al carro de la caridad momentánea, consistente en acudir a una fiesta a favor de “teens” embarazadas –por ejemplo- y de camino poder saludar a fulanita de tal y que nuestros hijos, por el módico precio de veinte dólares, se codeen con los de alta alcurnia.

Atrás quedaron las que empezaban a ser tradicionales fiestas en el barrio. En las que los niños acompañaban a sus vecinos en el “puerta a puerta” en pos del caramelo. Eso ya quedó en el pasado. Ahora lo que se lleva es el festejo multitudinario, la fiesta de recaudación de fondos, el acto social con tintes faranduleros, si es posible con foto para la revista de turno.

La cuadratura del círculo se obtiene cuando los progenitores varones de los disfrazados retoños acuden prestos a la invitación de la habitual casa de lenocinio, la cual no permanece ajena a tan insólito festejo, para acompañar a las meretrices enfundadas en escasos trajes de diablesas o brujitas. Toda una muestra de elegancia… perdida.

miércoles, 24 de octubre de 2007

La amistad y la elegancia


Ya lo dijo nada más y nada menos que San Isidro: “Incierta es la amistad nacida de la próspera fortuna”. Pocos lo ven así, menos aún los que entienden la amistad como un valor comercial, fruto inequívoco de su posición social o del nivel de éxito económico que han alcanzado en su vida. A todos estos es muy fácil reconocerlos. Si te invitan a una fiesta de cumpleaños es probable que el aparcamiento de su casa esté lleno de coches lujosos, incluso algunos chóferes. Tirar la casa por la ventana para demostrar lo que se tiene es el síntoma inequívoco de lo que algunos “disfrutan” de la amistad.

La amistad es un valor personal, intransferible y, sobre todo, absolutamente espiritual. Pero hoy lo vienen convirtiendo en un símbolo más del vil mercantilismo en el que se encuentran inmersas las sociedades “avanzadas”. Tener muchos amigos se ha transformado en un ascenso en el estatus social. En una forma de expresar al mundo el grado de aceptación que tenemos. Seguro que cualquiera conoce a alguien que no para de hablar de sus innumerables amistades, todas ellas muy selectas y reputadas, por supuesto. Algunos incluso los nombran con apellido incluido, que supongo que es la forma de demostrar el rancio abolengo del citado.

Pero la realidad última es que tener muchos “amigos” no es un síntoma de elegancia, dado que a la hora de la verdad los “amigos” suelen ser “conocidos” y a veces ni eso. Recuerdo el día en que un compañero de trabajo, muy aficionado a nombrar a sus distinguidos amigos –por el apellido, claro está-, dijo ser amigo del director general de un banco, con tal mala suerte que a las pocas semanas el “amigo” banquero vino a reunirse conmigo y ni siquiera lo reconoció.

Otros organizan grandes fiestas para demostrar su poder económico a los “amigos”. Ocurre en determinados círculos en los que se invita a cualquiera que ha conversado más de cinco minutos seguidos con el anfitrión durante los últimos dos meses: “Vente a mi casa el viernes que doy una fiesta con unos amigos”. Por supuesto los “amigos” son una colección de verdaderos desconocidos, los cuales a su vez aprovechan la invitación para contar que han estado en la fiesta y así hacer ver lo selecto de sus amistades.

El colmo de la falta de elegancia aplicada a la amistad es la necesidad imperiosa de algunos por adquirir bienes de lujo para mostrárselos a los “amigos”. El coche último modelo no es tan bonito si los de mis “amigos” son mejores. El apartamento en la playa cobra verdadero sentido cuando los “amigos” saben que lo tengo e incluso vienen a visitarme. Así se convierten en irrefutables nuestros logros materiales, en el preciso momento en el que los lucimos ante las amistades, por superficiales que sean estas.

La amistad, para desgracia de muchos, no se puede medir en números absoluto, ni tan siquiera relativos. Los “amigos” de hoy seguramente lo son al calor de la bonanza que nos sonríe, como decía San Isidro. Los que nos buscan para compartir nuestros días de vino y rosas. Los amigos de verdad están cuando luce un sol espléndido, pero también cuando el cielo se torna nublado. Cuando las nubes del horizonte apenas se vislumbran y cuando nos alcanzan de forma súbita. Cuando la abundancia se convierte en frugalidad y la compartimos mirándonos a los ojos.

sábado, 22 de septiembre de 2007

La comodidad y la elegancia


Imagino que ya los amables lectores habrán podido percibir que comodidad y elegancia son dos términos que, sin ser absolutamente opuestos, suelen caminar por caminos paralelos, y que la intersección entre ambos suele dar como resultado la absoluta pérdida del segundo. Dicho de otro modo, la elegancia y la comodidad son términos irreconciliables en la inmensa mayoría de los casos.

La persona elegante es consciente de que dicho valor requiere, según de quién hablemos, al menos algún tipo de esfuerzo personal. Para muchas personas ese esfuerzo resulta ímprobo, así que tienden a desistir rápidamente de sus pretensiones de elegancia o se precipitan por el camino fácil de la supuesta elegancia a través de los símbolos externos que la mercadotecnia nos impone. El esfuerzo que requiere la elegancia no es muy superior al que requiere la vida en sociedad, generalmente denominado “urbanidad”, pero sí que tiene sus particulares exigencias.

Por poner ejemplos entre la diferencia entre la urbanidad generalizada y la elegancia podríamos referirnos a lo comentado en El deporte y la elegancia. Ir vestido con un equipamiento completo para la práctica de la equitación para ir a comprar al supermercado, no rompe ninguna de las reglas de urbanidad conocidas, pero no es nada elegante. Ahí entra en juego el concepto de “comodidad”. Seguramente para el individuo que me encontré ayer en el referido establecimiento comercial con la indumentaria propia del deporte de los amantes de los équidos, lo más cómodo es ir a comprar después de practicar su especialidad hípica. Para este señor resultaba de lo más incómodo ir a su casa, ducharse y cambiarse de ropa para, a continuación, proceder con su laboriosa tarea. Pero por el camino de esta comodidad personal nos hizo a todos partícipes de una estampa cuando menos pintoresca y, por tanto, quedó señalado de por vida como persona falta de elegancia.

Históricamente los señores que han vestido con los denominados “zapatos de rejilla” han sido desterrados de ser catalogados siquiera como personas normales, pero ellos han continuado luciendo sus cómodos e indecorosos zapatos, confiados en que las normas de urbanidad les permitían emplear tan esperpéntica prenda. Hoy los zapatos de rejilla viven un nuevo esplendor por medio de una suerte de zuecos de plástico con agujeros en su parte superior, denominados popularmente por el nombre de la marca que los ha popularizado allá en el imperio del mal gusto: los “crocs”. Este otro caso mucho más extendido de la diferencia entre elegancia y comodidad, ya que el uso de este calzado resulta absolutamente inadecuado para cualquier actividad que requiera salir fuera de la casa de uno. Exceptuaremos aquí las excursiones al río, con inmersión pedestre incluida.

Un par de semanas atrás me crucé en un centro comercial a un reputado aunque joven doctor el cual lucía en sus pies unos de estos zuecos plásticos. No lograba salir de mi asombro. Tampoco es que yo tuviera un alto concepto de la elegancia del interfecto, pero me sorprendió terriblemente ver con esa pinta al insigne doctor, el cual seguramente no fue consciente de que estaba poniendo en serio peligro su reputación técnica. ¿Qué fiabilidad puede tener un médico que utiliza unas crocs para pasear?. Es muy probable que algunos de sus clientes –en este caso el nominativo “paciente” creo que no es de aplicación- pensarán al verlo que el uso de este tipo de calzado no implica una pérdida de confianza, sino que más bien se trata de un síntoma de capacidad económica, dado que los zapatitos de marras sólo los venden en los EE UU.

Los crocs, como los pantalones de pirata o la ropa deportiva pueden resultar muy cómodos. Incluso podemos pensar que no rompen con ninguna norma de urbanidad. El problema llega cuando intentamos superponer el valor de la comodidad al de la elegancia. Pero resulta ser que la comodidad no es más que un acto egoísta para ahorrarnos cualquier tipo de esfuerzo personal que se derive de la vida en sociedad. Si todos y cada uno de nosotros decidiésemos optar por estar lo más cómodos posible, entonces nos encontraríamos con que la vecina sale a la calle en pijama o que nuestro médico de cabecera lleva pantalón de deporte a la consulta. Claro que a lo peor resulta que ya nos los estamos encontrando.

viernes, 14 de septiembre de 2007

La solidaridad y la elegancia



Se ha comentado mucho aquí sobre la existencia de determinados principios y valores que marcan la elegancia de las personas, por encima del dinero, la ropa o los complementos de lujo. Ya en otro artículo hablábamos de la afición que los oficialmente elegantes del planeta por dedicar parte de su tiempo a las denominadas “causas justas”. Muy probablemente, la inmensa mayoría de los seguidores de este tipo de “celebridades” –nombrecito que se les otorga en este lado del Atlántico a los que salen más de dos veces en televisión a lo largo de un mes-, piensan que sus actos de caridad televisados son producto de la conciencia social e incluso que se trata de comportamientos “elegantes”. Nada más lejos de la realidad.

En un elevadísimo porcentaje de los casos los actores, cantantes, directores y demás personajes del mundo del espectáculo se matricula en este tipo de actividades “solidarias” para conseguir publicidad. Una publicidad gratuita y normalmente patrocinada por alguna ONG, que genera muy buenos resultados, dado que en los períodos entre películas o entre discos, las ventas caen, o no los llaman para ofrecerles guiones. Entonces los programas de televisión del ramo y las revistas del género los sacan rodeados de niños somalíes con la barriga hinchada.

Lo primero que uno tiene que plantearse ante esta situación es lo siguiente. Si son tan “solidarios”, ¿por qué necesitan hacerse acompañar de cámaras de televisión y fotógrafos en sus giras por el Tercer Mundo?. Algún amable lector pensará que es parte del beneficio que generan los famosos cuando visitan una tribu en Zimbabwe, en cuya aldea por supuesto no pernoctan, sino que lo hacen en algún lujoso hotel de la capital, Harare. Porque las personas anónimas, cuando ven a Jennifer López –perfectamente vestida para la ocasión- saludando a los niñitos desnutridos y mugrientos, sienten el irrefrenable deseo de hacer una donación a Oxfam o a Médicos Sin Fronteras.

Ahora muchos famosos han logrado evitar las tediosas visitas a países pobres, a pesar de que algunos siguen considerándolo muy exótico. La última moda en esto de la “solidaridad” es el cambio climático. Al candidato fracasado a la presidencia de los EE UU, Al Gore, este tema le está dando más publicidad que cuando era el segundo de a bordo de Clinton. Este nuevo producto permite sustituir las giras al África Subsahariana por encantadoras veladas de recaudación de fondos en algún auditorio en Los Ángeles o Nueva York. Pero el gran problema de las galas solidarias es que impersonalizan a los protagonistas. Al ser multitudinarias el artista de turno tiene que compartir fotografías y tomas de televisión con otros, de modo que su “solidaridad” no es tan reconocida.

Sin embargo, el medioambiente siempre fue una de las grandes preocupaciones de futbolistas, actores, diseñadores, modelos y demás faranduleros. En su justa medida, claro está. Porque los mismos que posan para una ONG comprometida con la causa de la deforestación del Amazonas, no dudan en embolsarse sustanciosas sumas por ser la imagen de determinadas marcas e incentivar el consumo masivo de productos que poco o nada tienen de ecológicos.

Tenemos igualmente estrellas que continúan realizando largos viajes a países como Vietnam, Bostwana, Zaire o Etiopía. Algunos de ellos, como ya se ha dicho aquí, tienen la “solidaria” costumbre de adoptar a un niño de cada país al que viajan. Es el caso de los Pitt Jolie o como quiera que se llamen en realidad. Adoptar a un niño es una operación extremadamente larga, burocrática y compleja para cualquiera de nosotros, pero las estrellas de cine sólo tienen que señalar al infante que más se adapta a sus necesidades o gustos personales y subirlo a un avión, generalmente, privado. Esta actividad es la que más publicidad reporta a los famosos, porque cada vez que salen con el souvenir en brazos recuerdan al público lo preocupados que están por el bienestar de los menos favorecidos. Claro que en este caso el beneficiado es sólo uno, el cual pasa de pelear con sus hermanos o compañeros de orfanato por unos granos de arroz a vivir en el lujo extremo de Rodeo Drive. Es evidente que la Humanidad se ve tremendamente beneficiada con actos tan auténticamente “solidarios”.

La ONU es muy culpable de esta situación. El reparto de lo que podríamos denominar “embajadas VIP para famosos” se torna un tanto ridículo cuando resulta que son simples excusas publicitarias. Es lógico pensar que puede tratarse de una simbiosis positiva para las partes: para los organismos de la ONU se consigue visibilidad y para el conocido de turno la propaganda “solidaria” del momento. Pero la realidad es que esa visibilidad de la ONU es de consumo interno, en otras palabras, para que el secretario general de turno se haga la foto con Nicole Kidman y poco más.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Se nos fue el maestro


Muy humildemente. Desde esta ignominia bitacoriana. Dedico unas líneas al que fue, sin duda, mi más admirado maestro en esto de la unión comprensible de palabras, Francisco Umbral. Fallecido la semana pasada.

Se nos fue el mejor. Murió la fuente inagotable de hispana prosa en estado puro. Aunque nos queda su hálito en forma de novela. Perdimos al úlitmo de los dandies. Una baja irreparable.

Nunca lo admitieron en la Real Academia. Señal inequívoca de que los títulos sirven para algo: hacen que la leyenda sea más grande aún. Además todos sabemos que ya no se admite el dandismo en la sociedad oficializada.

Su prosa unívoca. Su poesía finamente hilada en prosa. Su verbo directo, febril y diáfano. Su Madrid eterno. Vivirá por siempre entre nosotros.

La elegancia se perdió un poco más. Adios, maestro.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Las vacaciones y la elegancia


La semana pasada la compañía aérea Air Comet me premió con la pérdida de nueve horas de mi vida en dos aeropuertos, seis de ellas en Madrid-Barajas. Esa enorme cantidad de tiempo ocioso me permitió fijarme en las personas que viajaban en pleno mes de agosto, época vacacional por antonomasia en España. Para mi los viajes en avión siempre han sido un trámite, a veces demasiado engorroso, que me permite trasladarme con cierta rapidez de un lugar a otro. Claro que no todo el mundo lo ve así y ese traslado se convierte en parte de las vacaciones o del místico proceso de disfrute de las mismas.

En mi estancia aeroportuaria forzada noté como hay muchas personas que ya salen de casa con el uniforme vacacional de turno, esto es, vestidos como si una vez que pisan fuera de la puerta de su casa ya estuvieran en una excursión por la selva o en uno de esos hoteles todo-incluido del trópico. Este hecho no sé si se debe a la confusión, tremenda, entre desplazarse y estar en el destino, o más bien es una forma de proclamar a los cuatro vientos que nos dirigimos a un paraje vacacional exótico al cual, suponemos, que el común de los mortales no pueden acceder.

La cuestión es que resulta un tanto curioso ver a un señor, el cual seguramente es un honorable y respetado profesional en su campo laboral, vestido con una camisa de color caqui y unos pantalones del mismo tono –con una leve diferencia- y que lleva colgada una especie de morral al más puro estilo Indiana Jones. Imagino que la tarde anterior el señor estuvo en Coronel Tapioca, que es en el lugar en el que se uniforman los viajeros de aventura que se precian. Sin embargo, en ese momento se encontraba en el aeropuerto Madrid-Barajas, lugar al que la gente acude a tomar un vuelo y en el cual difícilmente los colores de camuflaje le servían de mucho.

No menos extraño es ver toda una marea de personas que parece que de un momento a otro se van a quitar la camiseta y se van a poner a tomar el sol en medio del pasillo de la terminal del aeropuerto. Algunos varones tendrían que desprenderse igualmente de sus pantalones pirata, otro de los signos de identidad inequívocos de los turistas de playa, para disfrutar de las maravillas del aire acondicionado de la sala de espera para embarcar. Ahí es donde se nota que la mayoría de los viajeros que se disfrazan de bañistas para montarse en el avión no han volado demasiado en su vida: en los aviones ponen el aire acondicionado, habitualmente muy frío. Entonces se pasan el vuelo tiritando y envueltos en la ridícula mantita de la compañía aérea de turno.

Sobre el viaje de vuelta mejor ni hablar. Porque la inmensa mayoría de los que de ida van disfrazados, de vuelta vienen peor aún. No han aprendido nada y además se obstinan en querer seguir de vacaciones, o bien quieren seguir proclamando a los cuatro vientos que han estado en Kenia de safari o en Punta Cana tirados en la playa. Para colmo vienen cargados de signos de identidad propios del destino, desde la camiseta o la gorra grabada con letras bien grandes: Cancún, hasta las trenzitas rasta que luego lucirán durante un mes orgullosas, incluso en la oficina.

En definitiva pasar unas horas contemplando al resto de viajeros en un aeropuerto puede ser todo un espectáculo, lamentable, sin duda, pero colorido y pintoresco al fin y al cabo.

lunes, 27 de agosto de 2007

Premio por hacer reflexionar


Mi estimado amigo virtual Ramón Villaplana me premia con el denominado Thinking Blogger Award, el premio de los blogueros pensantes o algo así. Se lo agradezco mucho, más por el detalle que por el premio en sí el cual no he logrado encontrar como tal en los buscadores. Lo digo por si existe alguna dotación económica, que lo dudo.

Para obsequiar de igual modo a los blogueros cuyas bitácoras frecuento y me gusta leer por su contenido altamente instructivo, paso el "premio" a Dean Córnito, por su perspicacia y su capacidad de expresar lo que muchos pensamos; a Eve Castro, por la singularidad y la belleza de su trabajo; a Fallitas, por traernos un trozo de San José al mundo virtual; a Rigo, por su perseverancia y su capacidad de estudio para difundir su visión del liberalismo; y a Gonsaulo, por expresar lo que piensa y siente de forma tan meridiana. Hay infinidad de amigos cuyas bitácoras leo con asiduidad y me hacen pensar, así que quiero que se sientan todos premiados por el esfuerzo, por eso los tengo vinculados en mi distintas bitácoras.

Para estos cindo premiados, permanezcan válidas las bases del concurso:

1.- Sí, y solo si, alguien te da el premio escribe un post con los 5 blogs que te hacen pensar.

2.- Enlaza el post original para que la gente pueda encontrar el origen del premio.

3.- Opcional, enseña el botón del premio enlazando el post que has escrito dando tu premio.

viernes, 17 de agosto de 2007

Un baño de "Primer Mundo"


Un amigo mío español y residente en Miami desde hace 25 años me comentó, en mi primera visita a esa ciudad estadounidense, que existen dos clases sociales en Latinoamérica: los que tienen apartamento en Miami y los que no lo tienen. Por aquel entonces yo estaba recién aterrizado en esta parte del Atlántico, así que me pareció un tanto exagerada la afirmación de mi amigo. Luego, el tiempo de residencia en las antiguas colonias españolas y el conocimiento de sus gentes, me han hecho ver que aquella reflexión era muy cierta, aunque con ciertos matices.

Sin llegar al extremo de tener una casa en Miami, aunque no son pocos los tenedores de una, lo cierto es que cualquier latinoamericano de posición acomodada que se precie viaja al menos una vez al año a lo que algunos han llegado a denominar como “la sucursal del cielo”. Porque la ciudad de la Florida es a Latinoamérica lo que era antaño en España la capital al pueblo. Recuerdo como en mi tierna infancia los viajes a la capital de la provincia eran todo un acontecimiento.

Porque para los latinoamericanos con cierto poder adquisitivo sus países son aburridos, monótonos. Siempre las mismas caras, las mismas tiendas, los mismos restaurantes. De ahí que tengan que ir a Miami a meterse en un centro comercial tres o cuatro días consecutivos durante doce horas seguidas. Así, embutidos entre carteles luminosos y rodeados de otros latinoamericanos, ya sean inmigrantes o visitantes pueblerinos como ellos, sienten que forman parte de ese maravilloso y anónimo espectáculo que es el consumismo del “Primer Mundo”. Los ciudadanos pudientes de estas latitudes se transforman, por el módico precio de un billete de avión y varias noches de hotel, amén del insustituible coche de alquiler, en verdaderos miembros de la clase media de un país desarrollado. ¿Qué país desarrollado?. Del más desarrollado de los países del mundo.

Esa experiencia no tiene precio para todos estos miles de latinoamericanos que ya, una vez recibido el baño de “Primer Mundo”, sienten que forman parte de él, aunque sea de forma fugaz. Pero la experiencia se prolonga, porque con la costumbre del viaje anual –mínimo- conocen en profundidad cómo es Miami, el nombre de sus centros comerciales, sus avenidas, sus carreteras, así como las tiendas y los restaurantes. Entonces llegan a sus países de origen y pueden hablar con sus familiares y amigos con propiedad: “Estuvimos en Cheesecake Factory y tuvimos que esperar una hora hasta que nos dieron mesa”. Lo cual es bastante lógico porque todos los latinoamericanos que andaban en ese centro comercial fueron a comer allí.

Ese gran conocimiento de la ciudad de Miami se viene abajo si uno se atreve a preguntarles dónde queda el Museo de Vizcaya, dado que tan insigne lugar no tiene tiendas y además no queda en el camino del “mall” al hotel. En cualquier caso, ¿cómo van a ir a Miami a visitar un museo si ni siquiera han visitado un museo en sus propio país?.

Otra de las ventajas de darse el baño de “Primer Mundo” es que se practica el inglés. Pero el inglés de verdad, no ese que hablan en la cafetería con las amigas muchas latinoamericanas con pretensiones de estrella de Hollywood. Entonces uno asiste a los diálogos absurdos entre hispanohablantes que se producen en Miami. No hay nada más ridículo que dos latinoamericanos hablando en inglés, porque al final acaban sin entenderse y tienen que recurrir a la lengua materna, entonces es cuando el visitante piensa: ¡Ahora sí soy cosmopolita!.

miércoles, 25 de julio de 2007

Los clones y la elegancia


Uno de los fenómenos más curiosos y que más ha calado entre el público en general es el de la presencia de determinados arquetipos sociales, impuestos por los medios de comunicación masiva, que son imitados invariablemente por miles de individuos en todo el planeta. A estos imitadores nos referiremos como “clones”. Los clones imitan no sólo una forma de vestir o de llevar el pelo, sino un perfil social completo con el que se identifican y pretenden establecer su rol en un determinado momento de su vida. Digo un determinado momento porque los arquetipos imitados suelen ser pasajeros, a no ser que el clon, debido a su corta capacidad de expresarse como persona individual en el mundo, decida continuar durante toda su vida siendo una imitación de tal o cual personaje.

Esta característica peculiar de la vida en sociedad tuvo su eclosión en los años 80, cuando por el mundo pululaban millones de jóvenes identificados con determinados movimientos, generalmente musicales: mods, punkies, heavies, rockers, etc. Como apreciará el lector ya la invasión lingüística comenzaba a causar estragos entre la población civil. Sin embargo, el fenómeno venía de más atrás, pero no era tan variopinto, ni tenía tantos adeptos. Además estos fenómenos eran una especie de rebeldía hacia la sociedad en general, como el movimiento hippie, en los 60 y 70. Por otra parte sus seguidores, aunque dentro de una línea concreta, venían a realizar variaciones sobre el patrón marcado y adoptaban sus propias particularidades, siempre sin contravenir al “movimiento” en lo fundamental.

El clon moderno es muy diferente. En primer lugar porque no tiene conciencia de grupo como tal, ya que no imita o comulga con un conjunto de personas, sino que es algo mucho más individualista. Ahora se imita a personas concretas o a tipologías determinadas de gente. Con lo cual nada de sentimientos grupales. Además el clon de hoy seguramente no es conscientemente un imitador, es más piensa que en la imitación está su propia individualidad. Incluso hay clones que piensan que son personas totalmente apartadas de los estándares que impone la sociedad del consumo.

Expondré un ejemplo claro. Desde la ventana de mi oficina puede observarse a un grupo de jóvenes en el entorno de los 25 años que trabajan en una agencia de publicidad. Salen a fumar a la terraza de su oficina. Hay un par de ellos que son clones típicos. Llevan el pelo algo largo, peinado como con una cresta, pantalón vaquero raído, camiseta por fuera y gafas con montura de pasta oscura. Como su trabajo es del ramo creativo los tipos adoptan tal pose y ese aspecto desenfadado y pasota les hace más cercanos a su ideal, seguramente alguien así como Gael García Bernal. El otro día por motivos laborales tuve que acudir a una reunión en una agencia de publicidad, una de las más grandes, así que me interné en las oficinas de la firma y pude comprobar que mis sospechas eran ciertas. No sólo comprobé que la tipología de mis vecinos es pura imitación, sino que en aquel espacio abierto había un ejército de clones con el mismo pelo encrestado, los mismos vaqueros mugrientos y la misma camiseta desaliñada. Eso sí, las gafas eran diferentes, me imagino que el grosor de la montura será el que determine el nivel de “creatividad” del individuo y su estatus dentro de la agencia.

Otra cosa peculiar de los clones es que los hay en todos los segmentos de población y clases sociales. Desde los imitadores del rey del reggaetón –o reguetón, que será como entre por la puerta falsa en el Diccionario de la Real Academia, al tiempo-, Daddy Yankee, hasta las imitadoras de Paris Hilton o Victoria de Beckham , pasando por los clones de García Bernal, tan alternativos ellos. El otro día por cierto me crucé en un restaurante con un clon de la mujer del futbolista de turno, solo que unos 20 kilos más gorda y con el pelo menos quemado. La señora iba muy en su papel de estrella, incluidas las gafas de sol de ventisca, las cuales no se quitó ni para comer, hasta que empezó a vociferar cuando la llamaron al teléfono celular, que tenía puesta la melodía de una serie de televisión, ahí acabó la imitación y nos dimos de bruces con la cruda realidad.

martes, 17 de julio de 2007

La tecnologia y la elegancia



Andaba yo leyendo a un filósofo francés –aunque pueda parecer una contradicción en sí misma: francés y filósofo- cuando se me reveló la siguiente frase: “La tecnología nace para liberar al hombre de las limitaciones impuestas por la naturaleza”. Si uno piensa que la tecnología nació en el paleolítico verá que esa frase cobra toda su vigencia. El hombre, como ser más desvalido desde el punto de vista físico de la Creación, tiene que emplear su intelecto para vencer esas carencias y así aparecen los avances tecnológicos. Pero hace demasiado tiempo que ya el hombre superó casi todos los obstáculos que, por su débil naturaleza, le ponía el entorno natural. Así, hoy la tecnología está más orientada a hacernos la vida más cómoda, cuando no a generarnos nuevas servidumbres. Con lo cual el ciclo se invierte, lo que era una liberación ahora puede ser una esclavitud.

La vida sin tecnología de última generación ya no es vida para el común de los mortales. Máxime cuando se nos bombardea desde todos lados transmitiendo la idea de lo necesario que es tener el último invento diseñado para el consumo en masa. Incluso hay personas que hacen de la tecnología su modo de vida. No porque sean diseñadores de teléfonos celulares o de reproductores de música digital, no sino porque se dedican a comprar todos los artilugios que salen al mercado para demostrar a sus semejantes su papel en la vida.

Seguramente muchos han podido compartir vuelo con un individuo que no deja de sacar aparatejos electrónicos de su maleta. Empiezan con el teléfono de última generación con el que leen el correo electrónico o las noticias –porque han dejado de recibir el periódico en casa, si es que alguna vez en su vida han tocado un periódico salvo en la consulta del médico- hasta que la azafata le pide que lo desconecte. Luego sacan el reproductor de video portátil, pero nunca ven una película entera, suelen ir al cine y después se compran la misma película y la pasan al formato de su reproductor o la descargan por Internet. Entonces echan mano de la consola de videojuegos personal, pero se aburren muy rápido y cambian de juego tres o cuatro veces. Si el viaje es largo lo pasan pegados al ordenador portátil. Indefectiblemente, en cuanto el avión llega a su destino, son los primeros en conectar el móvil y llamar, habitualmente con un tono de voz muy alto. ¿Les resulta familiar?.

Pero este mundo tecnológico además nos pone a nuestra disposición una amplia gama de complementos pretendidamente elegantes, pero que realmente son todo lo contrario. ¿Cuántas personas van caminando por su oficina o por la calle y llevan colgado de la oreja un aparatito brillante?. No, no son sordos. No, no es un implante. Y no, no van hablando solos. Es el auricular inalámbrico del teléfono celular. Pero en ocasiones estos artefactos se emplean en circunstancias absolutamente surrealistas. Sin ir más lejos unas semanas atrás pude ver a un señor jugando al golf con uno de esos puesto, imagino que el tipo creía que iba de lo más “conectado” pero realmente la imagen era patética.

Los teléfonos móviles quizá sean el mayor exponente de este fenómeno por el cual las personas nos sentimos más elegantes si llevamos el aparato de comunicación más moderno y sofisticado. No son uno ni dos los que piensan que tener un celular recién salido al mercado les hace parecer más elegantes. Esto provoca que haya infelices que gastan la mitad de su sueldo en engendros que no utilizan más que para lucir frente a sus amistades.

Otro fenómeno de la tecnología es que modifica la forma de comunicarnos. No sólo porque hay gente por ahí diciendo una hilera de palabras que la mayoría de la población desconocemos, como por ejemplo: “el otro día cambié el hosting de mi site por uno que me da treinta gigas de bandwidth y me permite hacer pruning”. Sino porque se crean nuevos estilos de escritura, como los mensajes de texto y la mensajería instantánea. Estos han generado métodos abreviados de escritura que algunos piensan que son válidos para todo, incluso piensan que así son más “cool”. Esto nos lleva a recibir correos electrónicos profesionales con frases como: “T dije q la cía no puede hacerlo pq x el momento no está en el ppto”, y se quedan tan a gusto.

Al principio decía que probablemente en la prehistoria la tecnología liberó al ser humano de las limitaciones que la naturaleza imponía, pero hoy creo que cada día somos más esclavos de ella.

martes, 10 de julio de 2007

El cine y la elegancia


Los que me conocen saben que no soy un gran amante de las salas de proyección. Acudir a un cine rodeado de decenas de desconocidos para ver, a oscuras, una producción cinematográfica no se encuentra entre mis preferencias a la hora de elegir en qué invertir mi tiempo libre. Creo que quedé un tanto traumatizado hace muchos años cuando estuve viendo una película y aquello parecía el circo. La gente aplaudía, reía a carcajadas y vociferaba. Hace mucho tiempo que no hace falta meterse en un salón oscuro, rodeado de personas a las que si fueran mis vecinos ni siquiera saludaría, que dijera Mallarmé, para ver un buen largometraje. La intimidad del hogar, propio o ajeno, es mil veces mejor para apreciar eso que, de manera tan cursi, llaman “séptimo arte”.

Empero no voy a insistir en este tema de la asistencia masiva a los cines. Al fin y al cabo es una forma de ocupar el tiempo como otra cualquiera, con el matiz de que son esos comportamientos, entre lo público de la multitud y lo anónimo de la luz apagada, los que marcan la diferencia entre un acto anodino y la absoluta falta de elegancia. A lo que yo me quiero referir es al cine en sí mismo. El cine como fenómeno social y de masas.

El cine se convirtió a mediados del siglo pasado en un referente para las personas de todas las edades y condiciones sociales. Antes de la aparición de la televisión, el cine exponía los modelos sociales a seguir, siempre desde la distancia que posibilita el poder idealizar los contextos, las situaciones y los personajes. El cine representaba un mundo de ilusión y fantasía, mezclado con un toque de realidad, que transportaba a los espectadores a momentos únicos e irrealizables. La conversión de la fantasía en realidad se obraba por medio de los protagonistas de las películas. Me refiero al Hollywood clásico, dado que el cine en el resto del planeta simplemente ha sido una suerte de imitación de lo que sucedía en los estudios de la particular Meca de este espectáculo.

Los protagonistas del cine, los actores, se convirtieron en la referencia a seguir por millones de personas. Eran la representación viva de lo que sucedía en el celuloide. Imponían los cánones de la elegancia. Humprey Bogart, Fred Astaire, Rock Hudson, Ingrid Bergman, Olivia de Havilland o Bette Davis son algunos de los ejemplos de los personajes, reales y de ficción, que han representado la elegancia durante décadas. Todos ellos dentro y fuera de la gran pantalla mantenían un estilo único de serenidad, belleza y carisma. Si miramos a nuestro alrededor, el nuevo “lujo” es una reedición de todo aquel mundo del cine clásico de los 50 y 60, incluido el blanco y negro de aquellos momentos irrepetibles del “séptimo arte”.

Aquella época dorada del cine nos dejó inigualables estampas que hoy se reeditan una y otra vez, en esta ocasión para vender ropa, bebidas o apartamentos de lujo. Porque aquellos actores, con sus díscolos incluidos, destacaban por su elegancia a un lado y a otro de la cámara. La elegancia trascendía a los personajes y a los atuendos impuestos en los platós, llegaba al ámbito privado. Así, nunca vimos a Cary Grant vestir con andrajos, ni tampoco lo detenían todos los meses por conducir ebrio.

A gran diferencia de los modelos que hoy imponen los protagonistas de la industria del celuloide, los grandes actores del cine clásico venían a ser los máximos exponentes de la elegancia de la época. ¡Qué pocos quedan ahora en medio de tanta bazofia cinematográfica!. Salvo contadas excepciones hoy los actores más famosos, entre los que hemos de contar a no pocas rutilantes estrellas que nunca han logrado brillar más que en alguna serie de televisión, no son el ejemplo a seguir cuando de elegancia hablamos.

Los más “glamourosos” en la pantalla gigante parecen piltrafas humanas en su vida diaria. Vestidos como indigentes, habitualmente, o ataviados con esperpénticos modelos, cuando pisan la alfombra roja –por cierto que “alfombra” no es lo mismo que “carpeta”-. Sin hablar de sus nada elegantes comportamientos, entre los que destaca la ingesta abusiva de sustancias estupefacientes, principalmente alcohol y cocaína, o la manía de visitar países subdesarrollados, no para realizar safaris aunque vayan ataviados para la ocasión, sino para traer como recuerdo y en adopción algún pequeño nativo.

Desgraciadamente la influencia del cine en la sociedad va en aumento y sus personajes son productos de consumo masivo para millones de personas. Ya se ha dicho aquí que muchos de estos alcohólicos redomados –nunca redimidos- que pueblan las pantallas vienen a ser como los ejemplos a seguir por jóvenes y mayores, que ven en ellos esa vida de vino y rosas –sobre todo vino- que todos ansían dentro de una sociedad sin principios.

No entro en consideraciones acerca de la calidad de los largometrajes que se producen hoy, ni soy crítico de cine, ni tengo elementos de juicio para valorar la maestría de directores y actores en el desempeño de su profesión. Sobre el cine español me remito a http://eleganciaperdida.blogspot.com/2007/01/la-elegancia-pisoteada-en-los-goya.html.

martes, 26 de junio de 2007

Las marcas y la elegancia


Son muchos los denominados “inventos del siglo”, en referencia a los múltiples avances tecnológicos que el ser humano ha realizado a lo largo de la pasada centuria. En mi opinión, sin embargo, el invento más importante de todos ha sido uno absolutamente intangible: la marca.

Mediaba el siglo pasado cuando en los países industrializados la oferta de bienes y servicios empezaba a superar a la demanda, es decir, era más lo que estaba disponible para ser consumido que las personas dispuestas a comprar. Así nace la necesidad de vender, frente a la costumbre de “despachar”, la cual aún sigue vigente en algunos países, pero eso es harina de otro costal.

Para vender sus productos los fabricantes empezaron a idear diferentes estrategias, pero la que triunfó por encima de todas y revolucionó la forma de vender fue la denominada “diferenciación”, consistente en hacer pensar al comprador que los productos que fabricamos son diferentes de los demás. Así nacieron las marcas, para que el cliente pudiera asociar las diferencias entre distintos productores dentro de un mismo bien de consumo. En estos primeros compases las marcas se asociaron a los niveles de calidad que cada productor ofrecía. Utilizar una marca X otorgaba ciertas características al producto en cuanto a su durabilidad, tecnología, confort o seguridad, entre otras muchas cualidades que podían ponerse en juego a la hora de seleccionar un bien o servicio.

Con el paso del tiempo y el desarrollo tecnológico se fueron agregando valores al empleo de las marcas. La calidad en sí de los productos era fácilmente imitable y se recurrió al diseño, fundamentalmente, como elemento diferenciador. Adicionalmente se descubrió el influjo sobre la masa del empleo de personajes mediáticos y así las figuras del cine, el deporte o la música empezaron a convertirse en la imagen de las marcas.

Hoy todo es mucho más sofisticado. Las marcas ya no representan un nivel de calidad o tecnología, los departamentos de marketing de las empresas llegan mucho más lejos, las marcas pretenden representar estilos de vida. La intención última es establecer una relación entre el uso de una marca y las cualidades, no del producto, sino de la persona misma que lo utiliza. De este modo, si una persona emplea tal o cual marca de ropa resulta que entonces es una persona activa o amante del medio ambiente, por poner un ejemplo.

Ni que decir tiene que las marcas se designan a sí mismas herederas de la elegancia porque es ese el valor más perseguido por todas ellas. Así que las personas piensan que compran ese valor cuando adquieren un producto cuya marca se pretende asociar con la elegancia. Los individuos nos embutimos en los ropajes más espantosos porque la marca del que los fabrica nos ha convencido de lo elegantes que luciremos. O conducimos en plena ciudad unos coches diseñados para rodar sobre la arena del desierto y pensamos que así nos convertimos en el Lawrence de Arabia del siglo XXI, cuando en realidad lo normal es que sea un conductor de la marina el más apropiado para tales tareas.

La verdad es que esta nueva concepción de las marcas tiene sus ventajas. A muchos les sirve para no tener que pensar si tal o cual artículo es idóneo para su persona, la marca piensa por ellos. Si un fabricante de teléfonos nos dice que usar su nuevo modelo de móvil nos hará parecer un sofisticado agente de la CIA nos faltará tiempo para correr a la tienda más cercana a comprarlo. A renglón seguido intentaremos lucirlo en la oficina o con los amigos, los cuales, indefectiblemente apreciarán en nosotros las cualidades inequívocas del más valeroso servidor de la patria de George W. Bush.

Gracias a la generación de sus particulares estilos de vida, las marcas cobran su plena utilidad para todas las personas que quieren aparentar ser poseedores del valor de la elegancia cuando carecen absolutamente de él, por eso se rodean de todo tipo de objetos cuyas marcas se autoproclaman “elegantes”. Claro que dentro de esa pretendida elegancia, las marcas han sabido jugar muy bien sus cartas y hacen distinciones, sobre todo a la hora de poner los precios, pero también cuando conducen a sus clientes hacia el tipo de vida que se supone que deben llevar los que usan sus productos. Además, las marcas nos proporcionan la increíble capacidad de mostrar al resto de los mortales el nivel de éxito que hemos tenido en la vida. Entendiendo por “éxito” la habilidad para acumular riquezas, aunque las entidades financieras nos pueden “ayudar” muchísimo a conseguir ese “éxito”, con una pequeña contrapartida: pagar intereses a final de mes.

La sociedad en la que vivimos ha generado la posibilidad de que este fenómeno, que no es más que un ardid comercial, esté sustituyendo la capacidad de raciocinio de las personas por la búsqueda de aquellas marcas que reflejen nuestra verdadera personalidad. En el fondo es como la ceremonia de cortejo de los gorilas que enseñan sus dientes blancos y se golpean fuerte en el pecho, asustando así al resto de los machos de la manada, que tienen dientes más pequeños y no pegan en sus pectorales con tanta fuerza. Nosotros los humanos actuamos igual: mostramos nuestras marcas para amedrentar a los que osen poner en tela de juicio nuestra superioridad.

Insisto en las ventajas de todo esto. Sólo tenemos que comprar en una tienda todos los componentes de lo que pretendemos ser para hacer creer a los demás lo que no somos. ¡Vivan las marcas!.

miércoles, 20 de junio de 2007

Los idiomas y la elegancia



No seré yo el que transite por los procelosos caminos de las definiciones de lo políticamente correcto o incorrecto en materia lingüística. Ahora bien, una vez más hemos de señalar aquellos comportamientos que, por más generalmente aceptados que parezcan, se alejan por completo del concepto de la elegancia. En este caso en materia de usos y costumbres en el vocabulario cotidiano y la utilización de idiomas.

Mi más tierna infancia laboral me dejó marcado por el empleo de determinados términos en inglés. Algo propio de la pertenencia al vasto ejército de una multinacional de origen estadounidense, pero es algo consustancial con el mundo de las finanzas. Hoy determinadas palabras dejan de tener sentido como tales –cuando no, carecen de una traducción decente- si no se escriben o pronuncian en inglés. “Leasing”, “factoring”, “confirming”, referidos a la banca, o “email”, “blog”, “post”, en esto del mundo virtual, son términos que prácticamente no tienen un equivalente en nuestra lengua materna. En algunas latitudes se empeñan en la traducción más o menos literal, con resultados bastante pobres. Cuando escuché por primera vez la literalidad “mercadeo”, en referencia a “marketing”, mi mente me transportó a esos zocos modernos en los que hay infinidad de puestos cuyos propietarios viajan de una localidad a otra, pensando un poco me di cuenta de que estaban hablando de otra cosa.

Pero esas traducciones literales tienen su razón cultural. Lo que no tiene justificación ninguna es el empleo de palabras o expresiones en inglés sin que exista una causa evidente y menos aún teniendo nuestro idioma una riqueza tan sólida como para tener que cambiar “lleno” por “full”. Mucho menos comprensible es encontrarse a dos personas cuya lengua materna es el español y viven en un país de habla hispana conversando total o parcialmente en inglés. Eso definitivamente no es nada elegante. Imagino que detrás de ese tipo de comportamientos no hay más que un fútil afán de demostrar la habilidad para comunicarse en otro idioma, lo cual no es más que síntoma de falta de seguridad y de cursilería. Ese debe ser el motivo por el que muchas veces uno tiene que escuchar una retahíla absurda en medio de una conversación en español: que los demás vean lo cosmopolita que es uno porque puede hilar una sentencia completa en otro idioma.

A mi no me interesa lo más mínimo si mi interlocutor es capaz de comunicarse a la perfección con cualquier hijo de la Gran Bretaña. Lo que pretendo es entenderlo y que me entienda en el idioma que heredamos de nuestros antepasados, incluyendo todas las aportaciones, más o menos afortunadas, que hemos recibido de la cultura anglosajona. Claro que yo puedo estar totalmente confundido y es mucho más elegante soltar cuatro palabras en inglés de vez en cuando, porque de ahí se desprende que el que las pronuncia tiene una vasta cultura internacional. Me alegro por los que así piensan, en el fondo no son más que víctimas de su propia ignorancia, es decir, ufanos en su comportamiento “bilingüe”.

Lo de hablar en inglés sin venir a cuento es una costumbre muy propia de los que quieren sentirse “personas de mundo”, sobre todo cuando en la televisión todos hablan en ese idioma y no necesitamos leer los subtítulos. En ocasiones la costumbre se vuelve obsesión y los hay que afirman sentirse “cómodos” empleando el lenguaje propio de la Commonwealth. A mi me ocurrió en cierta ocasión que un señor se dirigió a mi en inglés estando ambos en Costa Rica, porque seguramente pensó que, por mi aspecto, no debía ser yo hispanohablante. No salí de mi asombro. Aunque en el fondo lo que creo es que este tipo de personas están deseando practicar su “comodidad”, esto es, el idioma en el que se siente “cómodos”. ¡Qué poco tiene que ver la comodidad con la elegancia!.

A mi no me cabe la menor duda que, en muchas ocasiones, este tipo de cosmopolitas “espanglis” hablantes en realidad ocultan serias carencias para comunicarse en su propio idioma con cierto nivel. Estoy convencido de que los “elegantes” bilingües no son capaces de escribir más de cuatro líneas en español sin cometer una falta de ortografía. Ejemplos no me faltan, pero no quiero herir más sensibilidades.

martes, 12 de junio de 2007

Los restaurantes y la elegancia



Quiero empezar a tratar este delicado tema con una premisa, en mi opinión, fundamental. Cuando hablamos de restaurantes nos referimos a los lugares a los que las personas normales se dirigen para disfrutar de una comida agradable. Quedan, por tanto, excluidos de esta categoría los refectorios en los que se agolpan las masas para alimentarse, generalmente en horario de almuerzo. Esos lugares son denominados restaurantes por el mero hecho de servir comida, pero en los supermercados y algunas gasolineras también pueden adquirirse alimentos y no por ello los llamamos restaurantes.

Efectivamente uno acude a un restaurante básicamente por la calidad de su comida y por el servicio que recibe. Aunque resulta que algunas personas lo hacen porque piensan que ir a un restaurante es un acto elegante en sí, por eso, a la hora de seleccionar el local lo hacen en función de los precios que aparecen en la carta. Cuanto más caro, más elegante, suelen pensar aquellos cuya motivación para entrar en un restaurante es confiar en encontrarse a algún conocido para saludarlo efusivamente, de esta forma ambos saben que pueden permitirse pagar la cuenta. Todo un acontecimiento en la triste vida de algunos.

He asistido a no pocas ceremonias del saludo de este tipo de personas en un restaurante, a cual de ellas más patética. Para empezar en un restaurante no se levanta la voz, ni siquiera si nos encontramos a nuestro compañero de pupitre del colegio, el cual se marchó a Sudán como misionero y no lo vemos desde hace veinte años. Claro que yo no creo que este tipo de personas tengan amigos misioneros, por muy de moda que esté entre las estrellas de cine adoptar niños africanos. Los saludos mejor de lejos y si uno se acerca a la mesa de un amigo debe tener cuidado de que los comensales no estén en plena degustación del plato principal. Si no quedase más remedio, por favor, sea breve, si es posible fugaz.

Y es que a un restaurante, insisto, se va a disfrutar de la comida y del servicio y, si me apuran, a compartir un momento agradable con las personas que nos acompañan voluntariamente. Decía el gran poeta Stéphane Mallarmé que él no iba al teatro porque no le apetecía desperdiciar dos horas de su vida rodeado de personas a las que no trataría si fuesen sus vecinos. Pues más o menos eso ocurre en los restaurantes, porque se puede elegir con quién se almuerza en la misma mesa, pero el resto de los comensales los asigna sólo el azar. Esto es algo que debemos tener muy presente cuando vamos a un restaurante: a los que están en las demás mesas no los hemos invitado.

La mayoría de los propietarios de los restaurantes tienen una mentalidad muy de “corto plazo”, es decir, sólo piensan en que se les llene esa noche el local. De ahí que se permita entrar a cualquier individuo por desafortunada que sea su indumentaria. Sin ir más lejos el otro día permitieron el acceso al restaurante en el que me encontraba a dos señores que venían de practicar golf. No es que lo fueran gritando a los cuatro vientos, sino que venían ataviados con la indumentaria propia para la práctica de dicho deporte. Como era un lugar de los que suelen atraer a muchos de los que confunden elegancia con precio, seguramente casi nadie reparó en el detalle, de hecho varias personas los saludaron efusivamente. En ese instante el restaurante perdió parte de su clientela, porque me niego a ingerir alimentos tan cerca de personas con tan poco respeto por los demás. Supongo que no fui el único en tomar esa oportuna decisión.

Pero sobre este asunto imagino que casi todos tenemos anécdotas que contar, porque la gente, animados por el afán recaudador de los propietarios de restaurantes, no entiende que está entrando a un lugar en el que hay muchas otras personas y hay que seguir cierta etiqueta. Si la palabra “etiqueta” le parece demasiado subida de tono, entonces limítese a no acudir más que a locales en los que la comida se sirve en bandejas de plástico, las cuales luego se vacían en grandes cajas de madera.

Algo fundamental que cualquier persona debe saber es que en un restaurante no hay por qué comportarse de forma diferente a cómo uno lo haría en su propia casa. ¿Almuerza Ud. con las gafas de sol puestas en su casa?. Si la respuesta es negativa, aunque hayamos visto a Paris Hilton hacerlo por televisión, entonces no hay motivos para tal falta de educación. Hay excepciones, pensará algún lector. Sin duda, pero no hay justificación para hacerlo en el interior de un recinto cerrado, a no ser que sea Ud. Jack Nicholson, lo cual sinceramente dudo.

Una excepción a la no-diferencia entre la casa y el restaurante es el uso del celular. En la casa de cada cual se puede estar almorzando y contestando el teléfono. Sorbiendo la sopa y vendiendo o comprando cualquier tipo de mercancía. Cortando el filete y recibiendo las quejas de un cliente. Yo no lo hago, pero respeto que haya personas que entiendan que ingerir alimentos no es más que un trámite diario, como ducharse o afeitarse. En un restaurante no es de recibo que un móvil suene, peor aún si el que lo usa lo contesta profiriendo gritos y dando instrucciones como si se encontrara en la bolsa de valores de Tokio, la más escandalosa del mundo. Eso son tics absolutamente faltos de elegancia y de respeto.

En general acudir aun restaurante es una actividad común y corriente para cualquier ser humano medianamente elegante. En este sentido el comportamiento en estos establecimientos debe ir acompañado de cierto grado de discreción, evitando en todo caso las estridencias y teniendo muy presente que no estamos en una feria de ganado.

jueves, 7 de junio de 2007

La elegancia ¿nace o se hace?


Esta pregunta aparentemente sencilla ha estado flotando en el ambiente desde que este blog empezó a dar sus primeros pasos virtuales. Su respuesta es mucho más compleja que su formulación, como seguramente los que se dignan a leer alguno de estos artículos completos habrá imaginado.

Se puede nacer en una muy buena cuna y ser muy agraciado por la diosa Afrodita, pero no por ello llegar a ser una persona elegante. Del mismo modo aquellos nacidos en un hogar humilde –o pobre- y además con un físico poco favorecedor no tienen cerradas las puertas de la elegancia. Existen más probabilidades de que la elegancia sea un atributo de los primeros, pero no es exclusivo de ellos ni tampoco un coto vedado para los segundos.

El ser elegante es aquel que en su vida ha recibido la suficiente cantidad de estímulos para serlo. Aquel que tiene la educación y la disciplina suficientes para que la elegancia sea una de sus virtudes. Aquel que entiende su concepto de persona por encima de las modas y de la opinión de los demás.

La elegancia puede venir casi por defecto en aquellos que nacen rodeados de todos esos estímulos, en los que tienen una fina y elegante estampa, pero es algo que debe cultivarse, aunque se tenga la suerte de nacer con todos los “espartos” para ser elegante. Porque se puede ser elegante siendo pobre, rico, alto, bajo, gordo o excesivamente delgado.

Puede que lo esté simplificando todo, pero así lo creo. La elegancia se hace. La configuran las costumbres que cada individuo ha aprendido y ha querido seguir, los modelos de comportamiento que le han inculcado desde la más tierna infancia y las oportunidades que la vida le ha confiado, claro que siempre estas últimas se pueden tomar o dejar pasar. Pero por encima de todo la elegancia está compuesta de principios, que son superiores a los valores y que suponen los mapas que el individuo elige seguir a lo largo de su existencia. Si los mapas están equivocados, entonces el ser humano sigue un camino erróneo.

Por eso hemos de pensar que hay muchas personas que no han tenido la oportunidad de conocer cuáles son los principios básicos de la elegancia del ser, porque no han conocido más que los modelos corruptos que la sociedad y los medios de comunicación nos transmiten a diario. De ahí que estas líneas traten, sin mayor pretensión, iluminar el camino de los que aún pueden acceder a los mapas correctos.

viernes, 1 de junio de 2007

El deporte y la elegancia


Sin entrar en disquisiciones sobre las presuntas bondades del ejercicio físico sobre el organismo, en mi humilde opinión practicar deporte es una de las actividades menos elegantes que puede realizar el ser humano. Esta esclarecedora sentencia que emito no significa que se haya de proscribir o perseguir a los que practican deporte, ni mucho menos. Tampoco quiero decir con ello que debamos condenar a la ignominia a los que se ganan la vida corriendo sin un motivo aparente, más que el de llegar antes que los otros que lo acompañan, o golpeando un objeto esférico, con la mano, con el pie o con algún artilugio inventado al efecto. Ser deportista es una profesión tan digna –pero no más- que cualquier otra.

Salvando el caso de la profesionalidad, los demás seres humanos caen en desgracia cuando exhiben públicamente su condición de practicantes del ejercicio físico recreativo. Porque el problema, en la mayoría de las ocasiones, es que las personas, no conformes con realizar deporte, lo van divulgando como si de algo digno de orgullo se tratase. Para empezar uno suda cuando hace deporte y eso no suele generar buenas sensaciones, sobre todo alrededor del que transpira. Convendrán conmigo en que el sudor no es precisamente una de las virtudes del ser humano, más bien al contrario.

Por otra parte los atuendos diseñados para la práctica del deporte no son los más adecuados para destacar, salvo muy honrosas excepciones, las cualidades de la elegancia. El otro día sin ir más lejos tuve una desafortunada experiencia sobre este mismo particular. Andaba yo accediendo a un edificio hospitalario cuando me crucé con una conocida que vestía una equipo completo para la práctica del tenis. Por supuesto al principio no la reconocí ataviada de esa forma, pero como me llamó la atención que una persona aparentemente normal vistiese así para acudir a un hospital la miré y la saludé sin detenerme. Seguramente sea la última vez que la salude. Ni a María Sharapova, a la que le queda tan bien la vestimenta propia del deporte que le permite ganarse la vida, se le ocurre ir a un hospital, salvo accidente laboral, así ataviada.

Como comento más arriba no es que yo pretenda que los seres humanos dejen de practicar ejercicio físico recreativo, pero sí creo que esta práctica no debe mezclarse con el resto de las actividades cotidianas de las personas. Ir ataviado con un chándal (buzo en Costa Rica) es de muy mal gusto, sea un hombre o una mujer la que lo luzca. A no ser que su uso se limite al momento en que se está haciendo deporte o en el trayecto de la casa de cada uno al establecimiento pertinente destinado a la práctica del deporte correspondiente. En mi caso particular yo intento que ese trayecto sea lo más rápido y anónimo posible.

Para mi no existe distinción entre los jóvenes que van ataviados con zapatillas deportivas y camiseta de su equipo de fútbol y las señoras que pasean por el supermercado con la ropa del gimnasio. Es más, seguramente los primeros ni siquiera han sudado.

viernes, 25 de mayo de 2007

El dinero y la elegancia


En este caso voy a empezar por el final: el dinero y la elegancia no suelen ir correlacionados. Perdón por el abusivo empleo de términos estadísticos, pero mi tozudez para aprobar estas asignaturas durante mi periplo como estudiante de Economía me ha dejado secuelas.

Por circunstancias de la vida en mi ámbito de relaciones profesionales y personales me encuentro rodeado de personas con un nivel adquisitivo muy elevado. En contra de lo que ellos piensan yo no tengo mucho dinero, pero generalmente los latinos(*) tenemos tendencia a pensar que los extranjeros son más ricos que nosotros, será por el historial invasor que hemos sufrido desde tiempos inmemoriales. La gran mayoría de estas personas a la que vengo a referirme carecen absolutamente del sentido de la elegancia, es más, existen un número mayor de personas elegantes entre las que conozco de clase menos acomodada.

El dinero, como decía Oscar Wilde no produce la felicidad pero provoca una sensación tan parecida que sólo un experto muy avanzado podría diferenciarla. Claro que esa sensación la puede sentir el más zafio simplemente porque el dinero le genera la oportunidad de adquirir objetos, los cuales en ocasiones sólo sirven para que los demás sepan que hemos podido comprarlos. Como dice Warren Buffet los hombres compran cosas que no necesitan, con dinero que no tienen, para mostrárselas a personas que no les caen bien.

Los adinerados sin elegancia suelen confundir precio con belleza. Prefieren la ropa cara a la ropa que les queda bien y además tienen el descaro que criticar a los que visten mejor que ellos porque no emplean la ostentación como presunto símbolo de elegancia. El adinerado suele vivir pendiente del lujo artificial y vacío, ese que tiene que incorporar diamantes, para ser más caro, lo cual es lógico dado que viven la vida de la comparación, de la cual ya se ha hablado aquí.

Pero lo peor de todo es el absoluto desconocimiento del mundo que tienen todos esos señores con dinero a los que conozco. Todos esos que se creen a pies juntillas las irrefutables opiniones de los que tienen más dinero –y más inteligencia- que ellos. Y todo queda reducido a aquella reflexión goethiana: Lo digo yo, lo dices tu, pero también lo dice aquel, así que al final lo que queda es lo que se ha dicho. ¿Para qué ir más allá si lo que importa es el dinero?.

Viajan para poder decir que lo han hecho y para acumular objetos importados de los templos de lo oficialmente caro. Pero realmente no conocen nada del mundo que les rodea, sobre todo si ese mundo esta lleno de individuos que apenas tienen dinero.


(*)latino, na: (adj.) Natural de los pueblos de Europa y América en que se hablan lenguas derivadas del latín.

sábado, 12 de mayo de 2007

El hombre, la elegancia y la metrosexualidad


En mi anterior artículo, en el cual se levantó cierta polvareda por la comparación entre ambos sexos, afirmaba lo siguiente:”… el hombre es más rudo y, aparentemente, descuida generalmente su imagen…”. Nótese la presencia del adverbio “aparentemente”. El hombre arrastra la fama de descuidado, pero el desaliño masculino, en estos tiempos que corren, resulta en la mayoría de las ocasiones ser fruto de la propia elección. El hombre no es ajeno al continuo bombardeo mediático de la cultura de la imagen, ni mucho menos. Principalmente en el caso de las más jóvenes generaciones de varones adultos, los cuales tienen el esmero de seleccionar qué imagen quieren proyectar y obran en consecuencia.

Así, la imagen aparentemente –insisto- descuidada, no es más que una pose bajo la cual subyace todo una intención de parecer desaliñado. Pero esa no es más que una de las múltiples formas o figuras de las que se nutren los hombres a la hora de querer proyectar una imagen. Los hombres, por tanto, también cuidan su apariencia, lo cual no viene a traducirse en una mayor elegancia, en general, del género.

Históricamente el hombre ha tenido su inclinación hacia el cuidado de su imagen. Desde tiempos inmemoriales así ha sido, desde el Imperio Egipcio hasta el dandismo dieciochesco. Por tanto ese mito de que el hombre es descuidado es algo más reciente, seguramente nacido en la era industrial, con el surgimiento de las clases medias.

En contraposición con el inexistente mito comentado, nace un nuevo “movimiento” tendente a corregir esa situación. Se trata de lo que se denomina “metrosexualidad”, definida algo así como la tendencia de los hombres por el cuidado de su aspecto sin incurrir en el afeminamiento. Nuevamente entramos en el terreno de lo políticamente incorrecto, pero está claro que este blog no lo es y además el propio término es el que introduce la idea de “sexualidad”.

En el fondo este término no es más que un truco comercial más. Pero peligroso. Porque lo que quiere establecer es que existe un nuevo modelo de elegancia masculina, la de los hombres que rinden culto a su cuerpo. Y es que la metrosexualidad no pasa de ahí. No va más allá de la apología del recipiente y de la búsqueda de los últimos inventos de la moda que más muestra ese culto al cuerpo. La elegancia no tiene absolutamente nada que ver con la metrosexualidad y no hay más que ver a sus iconos. La gran masa de la metrosexualidad mediática la forman futbolistas y actores de medio pelo.

Este “invento” posmoderno es una moda pasajera que atormenta los tiernos cerebros de muchos veinteañeros –y treintañeros, qué vergüenza-, pero engorda las arcas de las compañías de cosméticos, los gimnasios y las revistas del género, de cuyo nombre no quiero acordarme. No es sino otro negocio nacido de la puesta en marcha de nuevas líneas de productos exclusivamente para personas que necesitan llenar su vida con la ilusión de parecerse a un tipo que aparece casi a diario en televisión.

El hombre elegante siempre ha cuidado su imagen, por supuesto, pero no ha centrado su vida en tener una imagen determinada y mucho menos en imitar a un ídolo de masas. El cuidado de la imagen puede ser síntoma de una mayor o menor coquetería, de una forma de establecer una determinada individualidad por medio de la vestimenta, nunca el punto de referencia de la elegancia, sino un valor añadido de una actitud hacia la vida.