lunes, 9 de enero de 2023

No sin mi logo

He pecado, lo reconozco. Lejos han quedado aquellos tiempos en los que huía de la utilización de productos que lucieran el logotipo de la marca. Yo mismo lo denunciaba hace la friolera de catorce años en este artículo. Me he dejado llevar, lo admito. A mi alrededor todo el mundo lleva una calavera en la camisa, unos palos de golf en el jersey, dos haches superlativas en el chubasquero o un lagarto en las omnipresentes sneakers. Por cierto que la primera vez que vi a alguien con un chaquetón Helly Hansen amarillo y ese tamaño de logo, pensé que era empleado de una constructora sueca. Yo no iba a ser menos y ya tengo alguna sudadera con dos raquetas más grandes que las reales en la espalda y un chaquetón con el cuello serigrafiado con un logotipo de una marca de ropa, será la crisis de la mediana edad. Hace unos días algo me hizo ver que éste no era el camino, que los logos son para el que los necesita, como decíamos en 2008, para ser parte de la tribu o para demostrar que tienen capacidad económica, incluida la posibilidad de endeudamiento.

Las marcas han visto el filón claro por medio de una sociedad de consumo hiperinfluida gracias a las redes sociales. Desde la más anónima difusora de fotos en Instagram con pretensiones de estrella de cine, hasta el común de los artistas de la denominada música urbana -léase regaetton y sus variantes-, pasando por deportistas de diverso pelaje, todos usan visiblemente el logotipo de alguna marca, les paguen por ello o no, en todas y cada una de sus prendas. Las marcas más caras, autodenominadas exclusivas, son las más apegadas a esta horterada masiva en la que nos sumergimos. Así, Balenciaga ha pasado de ser el nombre de un fallecido diseñador español a convertirse en una palabra fetiche que designa el alto precio de los productos que se venden bajo su nombre. Y lo peor es que nos parece normal, incluso cool. 

La sociedad ha adoptado la estética Kardashian sin el menor empacho. Ser un nuevo rico nunca estuvo tan bien visto. Claro que no hay que confundir nuevo rico con clase media alta con pretensiones, que somos al final la mayoría de los que deambulamos por el mercadona de suburbio caro. Hemos alcanzado el paroxismo en esta renovada y agresiva utilización de los logotipos como manifestación de nosotros mismos como personas. Ahora vestir sin logo no es vestir sino subsistir. 

Pero todo tiene un límite y recapacitar o rectificar es de sabios. La vida es un péndulo y el fin del logismo está próximo. Pronto empezaremos a mirar por encima del hombro a los que se empeñan en lucir sus sudaderas con letras grandes en el pecho, sus zapatillas con logo pantagruélico, sus gafas de sol hasta con los cristales marcados con la tipografía que demuestre el precio de la cosa. Lo lujoso ya no será lo que tenga el escudo más grande o la repetición infinita de unas siglas usadas hasta la saciedad por ídolos del estilo de  Omar Montes o Kim Kardashian, sino usar la ropa y los complementos que a uno le queden bien y transmitan una estética de normalidad y buen gusto, sin exabruptos. Es cuestión de tiempo.

martes, 26 de octubre de 2021

Señoronas de la izquierda caviar


A la izquierda española siempre le han gustado las divas, las señoronas de cliché recién peinadas, maquilladas, vestiditas en plan niñas bien, pero gritonas, reivindicativas, feministas de postal y femeninas como la que más. Ahora estrenan nueva musa, transmutada en portada de revista, pero no de Mundo obrero -el pasquín de su partido-, sino del Vogue. La izquierda española siempre ha sido muy de señoras bien vestidas, con clase, pero no clase obrera, claro. Lo decía siempre Umbral, el falso comunista que nunca levantó un dedo contra el franquismo, hasta que murió Franco, tan aficionado a las marquesas que reunían en casa a los intelectuales y los curas rojillos allá por los setenta. Cenas por todo lo alto con servicio uniformado, pero muy de izquierdas, claro.

 

Ya con José Luís Rodríguez tuvimos una nutrida representación de este espécimen, encabeza por María Tersa Fernández de la Vega, que se hizo un extreme make over, nada más poner un pie fuera de la Moncloa. Posaron en el Vogue para celebrar el gabinete del 50 por ciento, que suena a descuento, pero las rebajas llegaron después y con violencia: 8 años de crisis económica. Luego vendría la diva/tía del Harper´s Bazaar, transmutada en ministra de algo por exigencia del líder espiritual de la cosa, hoy juguete roto de una época que dejará mucha miseria en España.

 


Todas estas señoronas ya se han bajado de la pancarta, apalancadas en el poder, no salen a la calle desde aquel siniestro 8 de marzo de 2020, cuando se pusieron a repartir carnés de feminismo y Covid por las calles de Madrid. Eso sí, con los chóferes y los guardaespaldas oficiales esperando para llevarlas al ágape de turno o al pisazo en el barrio Salamanca, ni hablar del chalé en Galapagar. 

 

La cuestión es que la izquierda ha descubierto una musa nueva, Yolanda Díaz. Quién la ha visto y quién la ve. Una señorona que ya se muda a Madrid, en vista de que esto de la reivindicación social a favor de los menesterosos -pero lejos de ellos-, da para un ático céntrico y colegio de pago para el niño, no vaya a ser que se mezcle con la canalla de extrarradio, ni siquiera a Irene se le ocurriría. Ahora a capitalizar portadas a costa del peluquero y el maquillador del ministerio, amén de las facturas en vestuario a cuenta del erario público, eso da para Harper´s Bazaar, porque los reportajes en páginas interiores de El País Semanal no interesan si no hay elecciones cerca. ¡Qué tiempos aquellos en los que íbamos a las rebajas de Lefties


 

Esta izquierda caviar que acuñó el término cayetanos en referencia a Cayetana Álvarez de Toledo, para ningunear los modos elegantes y directos de la desfenestrada política de derechas, ahora se deshace en elogios con la nueva y rutilante estrella del bando bueno, con su pelo teñido, sus vestidos de Uterque y sin dar un paso por Madrid sin que la lleve el chófer. La diferencia es que los yolandos no llevan pulseras con la bandera de España, sino pegatinas de la republicana.

viernes, 24 de julio de 2020

Coronavirus, estupidez y elegancia

A los que les gusta el tono apocalíptico, esos que no se quitan la nueva normalidad de la boca, afirman que la pandemia generada por el coronavirus va a cambiar el mundo. En realidad la Humanidad ya estaba cambiando, siempre cambia, se mueve. Somos seres que avanzan, muchas veces sin rumbo, pero no sabemos estar quietos, y menos ahora, obligados por un virus. Por eso yo pienso que los cambios ya estaban ahí, latentes, presentes, escondidos o apenas enseñando la patita, el -la, los, las- Covid-19 sólo llegó para acelerarlos.



Nuestra dependencia digital se ha vuelto exponencial y, con ella, sus consecuencias, no todas positivas. Bertrand Russell afirmó que “con un poco de agilidad mental y un par de lecturas de segunda mano, cualquier hombre encuentra pruebas de aquello en lo que necesita creer”. Considerando que Russell murió en 1970, esa búsqueda debía ser de lecturas físicas, es decir, libros, periódicos, revistas, etc. ¿Se imagina el amable lector lo que significa esta afirmación hoy con la cantidad de acceso que tenemos a información?
 



Si alguien cree que la pandemia es una conspiración de algún maquiavélico magnate, sólo tiene que hacer la búsqueda correspondiente en Internet. Si llegó a la conclusión de que el virus nació en un laboratorio chino, hay miles de artículos que lo demuestran de forma fehaciente. Si opina que la mascarilla es el bálsamo de fierabrás, hay decenas de papers -ojo, antes los papers estaban vedados a los científicos y gente con muchos estudios- que así lo indican. Si piensa que no sirven para nada, también hay estudios que lo afirman con rotundidad.

 

La cuestión es que nos hemos vuelto cómodos, livianos, estúpidos, si se me permite. Sólo hay que agarrar una idea, una creencia, un trending topic y hacerlo propio, defenderlo a capa y espada, al final hay “lecturas” que nos apoyan, incluso videos, aunque sean de Playground. Acceso a más información no significa más criterio para tomar decisiones, porque la información requiere reflexión y análisis antes de convertise en opinión. El problema es ese: confundimos opinión con información. La inmensa mayoría de las lecturas contienen ya el análisis, la reflexión, las conclusiones, así que las tomamos porque era justo lo que estábamos buscando, pero son opiniones de terceros que refuerzan la nuestra.

 

Pero el ser humano ha renunciado ya al raciocinio superior que le fue otorgado. Ha dado por extinto el criterio propio. Prefiere sumarse al que gracil, dócil y asequible le ofrecen las lecturas de segunda mano. Y, juramentados tras una infinita capa de prejuicios, vamos tomando, cual Eva en el Paraíso, las manzanas que nos hacen más tupida la cota de malla de nuestras creencias, convertidas en verdades.