martes, 27 de enero de 2009

Las redes sociales y la elegancia



El mundo de la tecnología no deja de sorprendernos. Hace unos años hicieron su aparición las denominadas “redes sociales”, que son una forma de comunicación grupal muy curiosa por medio del Internet y que tienen cierta utilidad para el ser humano. Digo “cierta utilidad” porque la misma depende del uso que les da el individuo a las mismas, de lo cual nos ocuparemos a continuación. La cuestión es que hoy hacen furor entre el personal y parece poco elegante no estar suscrito a una de estas redes.

Creo que la primera de ellas con cierto éxito fue jaifaiv o Hi5, esto es “choca esos cinco”, para los que no entienden idiomas. Consiste en que uno tiene su página y en ella pone fotos, música y cualquier tontería que se le pase por la cabeza, incluido un blog. Luego se van uniendo a esa página “amigos”, que son personas a las que, aunque las estés viendo todo el día en la oficina y apenas si los saludas, incorporas a una lista cada uno con su foto. De lo que se trata es de tener muchos amigos. El jaifaiv es una especie de competencia a ver quién tiene más amigos y qué perfiles son los más visitados.

Existe un contador número de visitas del perfil de Hi5 que, como puede observarse, es directamente proporcional al grado de alicientes sexuales que tenga la foto del perfil interfecto. En otras palabras, las macizas del jaifaiv son las más visitadas, por lógica elemental. Veamos, si cualquier usuario varón al perfil de un “amigo” tuyo, a saber: “Jonathan. 353 amigos”, bajo los cuales aparecen las fotos de los mismos y una de ellas es una señorita con bastante poca ropa, ¿qué hace el “amigo” ante la posibilidad de ampliar tal imagen o incluso ver muchas otras?. La pregunta entra, sin lugar a dudas en el campo de la retórica.

Luego llegó arrasando el feisbook o Facebook, cuya traducción libre sería algo así como “libro de caras”, salvo mejor criterio de cualquiera que domine los idiomas mejor que un servidor, lo cual no debe ser nada complicado. Mucho más completo y algo más privado que su antecesor, dado que no se puede acceder a los perfiles si no se es “amigo” del sujeto, igualmente tiene un componente de competencia a ver quién tiene más amigos.

En el feisbook a uno le preguntan siempre “¿Qué estás haciendo ahora?”, como si realmente le importase a los "amigos" lo que hace o deja de hacer uno, menos aún al propio programita. La cuestión es que si uno rellena ese campo luego a todos los “amigos” les aparece en su página de inicio “Pakithor está tocándose las pelotas”, con perdón y por poner un ejemplo que se ajusta plenamente a la realidad de cualquiera que esté utilizando la “red social”. La fras siempre aparece en tercera persona del singular. Así que hay que tener mucho cuidado al conjugar el verbo, no vaya a ser que uno escriba “tocándome las pelotas” y luego aparezca “Pakithor está tocándome las pelotas”. Nada más lejos de la realidad, como habrá podido advertir el amable lector, yo no me dedico a tocarle las pelotas a nadie.

Luego los supuestos “amigos” pueden comentar ese “estado”, que es como se viene a denominar la cosa, siendo, evidentemente, de gran interés el tipo de comentarios que suelen hacerse. Hay gente que pasa el día actualizando su estado. Lo cual es síntoma inequívoco de lo útil que es el feisbook para la Humanidad. Por ejemplo hay personas que se dedican a poner los días de la semana. Sí, sí, como lo leen: “Pablo está de lunes, empezando la semana”, “Pablo está vaya semanita que tengo por delante y todavía es martes”, y así hasta llegar al “Pablo está por fin viernes!!!” y el consiguiente “Pablo está de fin de semana!!!”. Nótese que el personal que se dedica a esto sólo pone signos de interrogación y exclamación al final, lo cual es mucho más internacional cuando de redes sociales se trata.

Esta historia de ir contando lo que hace uno como si al resto le importase llega al paroxismo con el denominado tuiter o Twitter, que viene a significar “parloteo”. El tuiter es otra suerte de red social que consiste en que uno puede pasarse el día diciéndole a sus fologüers o followers o seguidores lo que está haciendo desde el propio teléfono móvil. El mismísimo Obama se dedica a “tuitear”: “Barack is making pis at the oval office”, y cosas así de mucho interés para el público en particular, más aún para los negros wannabe que tanto lo apoyan.

Todos estos engendros sociales tienen su versión mobile de forma que los adeptos a la tecnología, de los cuales ya hemos hablado aquí, tenga mucho con qué rellenar su vida en cualquier momento, lugar o situación.

En definitiva, como vemos, las redes sociales sirven para muchas cosas, desde ver fotos de señoritas o caballeros con poca ropa, hasta para informar a la Humanidad acerca del día de la semana que es. Lo que no cabe duda es que estos inventos llenan el tiempo de no pocos seres aburridos.

martes, 20 de enero de 2009

La crisis y la elegancia


Imagino que ya muchos de los amables lectores esperaban que este título iba a ver la luz más pronto que tarde. La verdad es que es una reflexión casi necesaria en estos tiempos revueltos que vivimos. Aunque la denominada “crisis” es un estado de la mente colectiva, que para algunos, generalmente lectores de El País, simplemente no coincide con la realidad de la calle, se trata del tema obligado en toda conversación a lo largo de los últimos meses en España.

Hablar de la crisis no es ni elegante ni no-elegante, sino todo lo contrario. Algunos prefieren pasar el tema de puntillas, por aquello de la negación del mismo, mientras que otros son amantes de enfangarse en los datos más pesimistas, como si les diese alegría: cuanta más crisis mejor, parece ser la idea encubierta. Los extremos, como siempre, pueden parecernos faltos de toda elegancia, más aún porque de lo económico se pasa a lo político, algo inevitable dada la enorme presencia de lo público en el ámbito económico.

Pero más allá de la palabrería y de la charla de cafetín, sin la cual la vida no tendría sentido, parafraseando al gran Nietzsche. Creo haber observado ciertos cambios en el comportamiento de la mayoría de los que transitan por las calles de España conscientes de la que está cayendo y lo que todavía queda por diluviar. El personal se lo piensa bastante antes de dedicarse al despilfarro efímero y a lucir oropel con tal de impresionar al resto de los mortales.

Esto de la crisis parece estar teniendo sus efectos positivos. Dado que ahora, aunque sea con la excusa de los recortes presupuestarios propios de la época de vacas flacas, los consumidores están dejando un poco de lado esa vertiente entre el consumismo y el nuevoriquismo absurdo propio de los años dorados del ladrillo.

La gente empieza a hablar de “básicos” y de “fondo de armario”, en lo que a ropa se refiere, sin que ello signifique un avance directo hacia la elegancia; a sustituir el gran reserva por el crianza y el ribera por el rioja, el cual quedó desplazado en las cartas de los restaurantes “exclusivos” –exclusivamente para nuevos ricos, quiero decir-; y a cambiar las cigalas por langostinos cocidos medianos.

Todo esto no significa que al personal, a santo de tanta caída de los ingresos, le vaya a entrar un ataque de elegancia –si es que eso existe-. Tampoco es que la austeridad sea señal inequívoca de elegancia. Yo mismo reniego de la frugalidad por encima de todas las cosas y entiendo que la misma, salvo casos patológicos diagnosticados, que los hay, es una actitud de lo menos elegante. Lo que creo es que vamos a ver un poco menos acentuados algunos de los comportamientos denunciados desde este espacio.

Ahondando en esto, cabe la posibilidad de que los mega-adictos al fashionismo no puedan vencer su dependencia a lucir las últimas ocurrencias de las firmas que aparecen en las revistas y demás medios. De forma que se vean obligados, no ya a deambular por los montones de prendas de las tiendas de ropa rápida como hasta ahora, sino a comprar en los mercadillos o en el top manta de los complementos, si es que no lo hacían ya.

Y es que habrá que apretarse el zapato, aunque no sea Louboutin ni Jimmy Choo. Habrá que hacer de tripas corazón y buscar en Cortefiel los cortes de Hackett, otro que ha disfrutado de los parabienes del ladrillazo. Por estos lares tendrán que aprovechar más el bolso Coach y el Tous de rigor y conformarse con estrenar algún Kenneth Cole de saldo. Una tragedia.

Claro que hay minorías que están por encima de todo eso. Como la señora que, con unos calzoncillos rojos en la mano en vísperas de Nochevieja, le comentaba a una amiga en una tienda que en unos meses “todo va a estar mucho peor”. Así, resignada, afirmaba que “nos tendremos que preparar para escuchar a la gente llorando”. Señal inequívoca de que la sopa boba del salario público o cuasi-público, ilumina su cuenta corriente y lo hará aunque todos los que le pagan el sueldo a ella estén pasándolas canutas.

miércoles, 14 de enero de 2009

El pasajero


Tras un periplo de más de 60 horas de aviones, aeropuertos y hoteles involuntarios, he caído en la cuenta de que cada vez que uno se aproxima al mostrador de facturación de una línea aérea, en ese preciso momento en el que a le emiten su tarjeta de embarque, deja de formar parte de la raza humana normal para pasar a convertirse en un nuevo ente: un pasajero.

El pasajero es un ser que habita dentro del intricando mundo de los aeropuertos y las líneas aéreas. Enajenado de su propia vida, de su tiempo y su espacio, la vida del pasajero está regida por toda una serie de precisas e inconexas normas que le indican qué, cómo y dónde tiene que estar, con unos estrechos márgenes de movimiento, a lo largo de las próximas horas… o días.

El pasajero sólo tiene un derecho: que lo lleven a su destino, lo demás son todo deberes y obligaciones establecidos por un complejo sistema de normativas entre lo público y lo privado que le van indicando lo que tiene que hacer en cada momento. Y si decide salir de su estatus de pasajero pierde el único derecho que tiene. Tremenda pérdida si tenemos en cuenta que el pasajero paga por adelantado el servicio que va a recibir, sin que nadie le asegure si esta prestación será exactamente como él la contrató. Ni horarios, ni itinerarios, ni fechas, ni lugares están ya al alcance de ser modificados por el pasajero. Ahora todo está en manos del sistema, al cual debe obedecer ciegamente a riesgo de perder su dinero sin que, en ningún caso, tenga derecho a solicitar la devolución.

Al pasajero se le indica a qué hora debe embarcar, aunque eso no significa que vaya a hacerlo, dado que nadie tiene la obligación de cumplir con los horarios, salvo el propio pasajero, claro está. Si su vuelo no sale entonces le dicen que tiene que quedarse a dormir en esa ciudad. Por supuesto lo ubican en un hotel determinado y le indican cómo debe llegar al mismo, así cómo a qué hora lo llevaran de vuelta al aeropuerto. Igualmente se le ofrece comida, la cual no puede verse modificada, sino que tiene que ser exactamente la que el sistema ha establecido, salvo que sea el pasajero el que la pague por su cuenta.

El pasajero tiene que cumplir estrictamente con la resignada espera en todas las colas a las que el sistema le obliga. Para recibir su cambio de vuelo, para que le den de comer, para subirse al autobús que lo llevará al hotel, para entrar en el hotel, para presentar una inútil reclamación… De esta forma, el pasajero va quemando su tiempo esperando que los funcionarios del sistema le entreguen nuevos documentos o le pongan un sello en la tarjeta de embarque para poder degustar el rancho aeroportuario establecido.

Por supuesto el pasajero no puede mostrar su descontento o enfado, dado que su autoridad es nula y cualquiera de los implacables funcionarios del sistema podrían causarle aún más daño. Incluso podrían sacarlo del sistema, con lo cual perdería su único y restringido derecho: el de llegar algún día a su destino. Los agentes de la autoridad pública velan porque el cauce normal y surrealista del sistema siga su curso sin alteración y porque cualquier pasajero que ose resistirse al mismo o mostrar su disconformidad sea puntualmente llamado al orden y a la “cordura”.

Porque el pasajero no es un ser humano convencional. Su vida no le importa al sistema que gobierna su existencia durante horas. Si viaja con bebés, si tiene que estar en su destino para no ser despedido o si ha perdido un familiar y por eso se ve en la obligación de convertirse en un simple pasajero. A ninguno de los esforzados y grises participantes en todo el proceso, los cuales son remunerados por el propio pasajero, les interesa lo más mínimo la circunstancia de éste. Al fin y al cabo las horas de la vida del pasajero dejan de tener valor una vez que accede al sistema. Su tiempo, señor pasajero del vuelo IB6312, no vale nada, aquí usted es un número y su equipaje también.