viernes, 25 de mayo de 2007

El dinero y la elegancia


En este caso voy a empezar por el final: el dinero y la elegancia no suelen ir correlacionados. Perdón por el abusivo empleo de términos estadísticos, pero mi tozudez para aprobar estas asignaturas durante mi periplo como estudiante de Economía me ha dejado secuelas.

Por circunstancias de la vida en mi ámbito de relaciones profesionales y personales me encuentro rodeado de personas con un nivel adquisitivo muy elevado. En contra de lo que ellos piensan yo no tengo mucho dinero, pero generalmente los latinos(*) tenemos tendencia a pensar que los extranjeros son más ricos que nosotros, será por el historial invasor que hemos sufrido desde tiempos inmemoriales. La gran mayoría de estas personas a la que vengo a referirme carecen absolutamente del sentido de la elegancia, es más, existen un número mayor de personas elegantes entre las que conozco de clase menos acomodada.

El dinero, como decía Oscar Wilde no produce la felicidad pero provoca una sensación tan parecida que sólo un experto muy avanzado podría diferenciarla. Claro que esa sensación la puede sentir el más zafio simplemente porque el dinero le genera la oportunidad de adquirir objetos, los cuales en ocasiones sólo sirven para que los demás sepan que hemos podido comprarlos. Como dice Warren Buffet los hombres compran cosas que no necesitan, con dinero que no tienen, para mostrárselas a personas que no les caen bien.

Los adinerados sin elegancia suelen confundir precio con belleza. Prefieren la ropa cara a la ropa que les queda bien y además tienen el descaro que criticar a los que visten mejor que ellos porque no emplean la ostentación como presunto símbolo de elegancia. El adinerado suele vivir pendiente del lujo artificial y vacío, ese que tiene que incorporar diamantes, para ser más caro, lo cual es lógico dado que viven la vida de la comparación, de la cual ya se ha hablado aquí.

Pero lo peor de todo es el absoluto desconocimiento del mundo que tienen todos esos señores con dinero a los que conozco. Todos esos que se creen a pies juntillas las irrefutables opiniones de los que tienen más dinero –y más inteligencia- que ellos. Y todo queda reducido a aquella reflexión goethiana: Lo digo yo, lo dices tu, pero también lo dice aquel, así que al final lo que queda es lo que se ha dicho. ¿Para qué ir más allá si lo que importa es el dinero?.

Viajan para poder decir que lo han hecho y para acumular objetos importados de los templos de lo oficialmente caro. Pero realmente no conocen nada del mundo que les rodea, sobre todo si ese mundo esta lleno de individuos que apenas tienen dinero.


(*)latino, na: (adj.) Natural de los pueblos de Europa y América en que se hablan lenguas derivadas del latín.

sábado, 12 de mayo de 2007

El hombre, la elegancia y la metrosexualidad


En mi anterior artículo, en el cual se levantó cierta polvareda por la comparación entre ambos sexos, afirmaba lo siguiente:”… el hombre es más rudo y, aparentemente, descuida generalmente su imagen…”. Nótese la presencia del adverbio “aparentemente”. El hombre arrastra la fama de descuidado, pero el desaliño masculino, en estos tiempos que corren, resulta en la mayoría de las ocasiones ser fruto de la propia elección. El hombre no es ajeno al continuo bombardeo mediático de la cultura de la imagen, ni mucho menos. Principalmente en el caso de las más jóvenes generaciones de varones adultos, los cuales tienen el esmero de seleccionar qué imagen quieren proyectar y obran en consecuencia.

Así, la imagen aparentemente –insisto- descuidada, no es más que una pose bajo la cual subyace todo una intención de parecer desaliñado. Pero esa no es más que una de las múltiples formas o figuras de las que se nutren los hombres a la hora de querer proyectar una imagen. Los hombres, por tanto, también cuidan su apariencia, lo cual no viene a traducirse en una mayor elegancia, en general, del género.

Históricamente el hombre ha tenido su inclinación hacia el cuidado de su imagen. Desde tiempos inmemoriales así ha sido, desde el Imperio Egipcio hasta el dandismo dieciochesco. Por tanto ese mito de que el hombre es descuidado es algo más reciente, seguramente nacido en la era industrial, con el surgimiento de las clases medias.

En contraposición con el inexistente mito comentado, nace un nuevo “movimiento” tendente a corregir esa situación. Se trata de lo que se denomina “metrosexualidad”, definida algo así como la tendencia de los hombres por el cuidado de su aspecto sin incurrir en el afeminamiento. Nuevamente entramos en el terreno de lo políticamente incorrecto, pero está claro que este blog no lo es y además el propio término es el que introduce la idea de “sexualidad”.

En el fondo este término no es más que un truco comercial más. Pero peligroso. Porque lo que quiere establecer es que existe un nuevo modelo de elegancia masculina, la de los hombres que rinden culto a su cuerpo. Y es que la metrosexualidad no pasa de ahí. No va más allá de la apología del recipiente y de la búsqueda de los últimos inventos de la moda que más muestra ese culto al cuerpo. La elegancia no tiene absolutamente nada que ver con la metrosexualidad y no hay más que ver a sus iconos. La gran masa de la metrosexualidad mediática la forman futbolistas y actores de medio pelo.

Este “invento” posmoderno es una moda pasajera que atormenta los tiernos cerebros de muchos veinteañeros –y treintañeros, qué vergüenza-, pero engorda las arcas de las compañías de cosméticos, los gimnasios y las revistas del género, de cuyo nombre no quiero acordarme. No es sino otro negocio nacido de la puesta en marcha de nuevas líneas de productos exclusivamente para personas que necesitan llenar su vida con la ilusión de parecerse a un tipo que aparece casi a diario en televisión.

El hombre elegante siempre ha cuidado su imagen, por supuesto, pero no ha centrado su vida en tener una imagen determinada y mucho menos en imitar a un ídolo de masas. El cuidado de la imagen puede ser síntoma de una mayor o menor coquetería, de una forma de establecer una determinada individualidad por medio de la vestimenta, nunca el punto de referencia de la elegancia, sino un valor añadido de una actitud hacia la vida.