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sábado, 19 de noviembre de 2016

Disfrazarse nunca fue una moda

Ya se ha glosado aquí sobre la pequeña línea que separa lo sublime de lo ridículo. Una línea que últimamente se traspasa con demasiada frecuencia. Sobre todo por estos lares mesoamericanos que me albergan. Las pasarelas criollas se llenan de esperpentos que buscan una extraña mezcla entre lo moderno y la tradición post-colombina. Disfraces, al fin y al cabo.

Como siempre sucede con estas supuestas tendencias, el apoyo endogámico es brutal. ¿Cómo no dar like y comentar la ocurrencia de la egoblogger de turno que mezcla unos zapatos dorados con una bufanda con los vivos colores de los manteles que venden en los mercadillos de Antigua Guatemala?. ¿Cómo no se le ocurrió antes a Tom Ford semejante genialidad?.

Seamos sinceros, a nadie se le ocurre salir a la calle un día cualquiera con semejantes disfraces.
Esos outfit no son para ir a la oficina o a tomar un café en la boulangerie orgánica de la esquina. Estos modelitos son propios para grandes eventos, como la fashion week de turno. Quizá esta proliferación de las fashion week de barrio sea la culpable de esta avalancha de creadores, egobloggers y fologüers en general, que buscan en ellas el refugio de la excusa para el exhibicionismo. Porque al final este invento de hacer un desfile anual en cada barrio -para sacar dinero- fuerza el surgimiento de la creatividad mal enfocada.

Alguien tiene que parar esta oleada de esperpentos en forma de vestimentas. La otra alternativa es centrar este tipo de acontecimientos en fechas más propicias: carnavales y jalogüin. Ahí, entre la confusión de las festividades, todos esos outfits pueden encontrar su sentido. En el entorno adecuado y sin causar la hilaridad del público en general. El problema es que en esas fechas tan señaladas, con el timeline de instagram lleno de selfies de disfraces, la creatividad pueda quedar en un segundo plano.

sábado, 7 de julio de 2012

Los frutos del desconocimiento


En ocasiones, de las conversaciones más insustanciales se aprende más que de los sesudos monólogos. En realidad casi siempre. El desconocimiento a veces nos entrega las más bondadosas lecciones, mayormente cuando aparece taimado en esas charlas inocuas y vanas. Así es como vengo yo descubriendo el vacío de elegancia que sufre nuestra sociedad.

Bajo un atuendo más o menos correcto, desfavorecedor en cualquier caso, a buen seguro víctima de alguna tienda de ropa rápida, sino de alguna boutique de esas que en pleno siglo XXI continúan con esa imagen tan de los ochenta, hay jóvenes que nos revelan lo limitado de su conocimiento social.  Personas que desconocen la posibilidad de que un hombre vista zapatos sin calcetín, o que use calcetines ejecutivos, como dirían en el lenguaje de los fáciles de impresionar, son legión.

Llegados a ese punto uno empieza a divagar acerca de la vestimenta masculina por estos lares del planeta. Que si las chaquetas con dos cortes atrás, que si los dos botones, que si el entallado. Sin necesidad de llegar a las profundidades del uso de la camisa, uno va sintiendo cómo la legión va desconectando. No interesa. Están en otra cosa.

Recuerdo cómo antes de cumplir los veinte ya me había leído cualquier manual de buenas maneras, cómo engullía cada línea de la sección de estilo de la revista Dinero, cómo me preocupé por cultivar el conocimiento de las formas y los modales. Luego descubrí, como ya se ha contado aquí, que el dandismo consiste en conocer las normas para poder romperlas.

Ahora con veintitantos años la inmensa mayoría de las personas, subidas en los pep toes de saldo o en las cómodas zapatillas con aspecto de zapato, difícilmente distinguen entre un mocasín y un náutico; ni saben que las camisas se pueden hacer a medida. De lo contrario el único día al año que usan corbata no llevarían ese cuello flojo tan espantoso. Ahora el dandismo lo representan personajes del estilo de Jennifer López y Justin Timberlake, los cuales tampoco dan la impresión de conocer mucho de normas de urbanidad.

A partir de ahí, ¿qué podemos pedirles a estas generaciones que avanzan en la vida social?. ¿Qué pongan la mesa de forma adecuada?. ¿Qué dejen de usar camisas en tonos malva para ir a una boda?. No, simple y sencillamente lo que podemos esperar es que imiten todo lo que van viendo en la televisión, las revistas y las amistades. Todo mezclado con un poco de ese acervo de tradición que quizá la familia les ha ido heredando. Una tradición probablemente ya en desuso, cuando no anclada en parámetros antediluvianos.

Con este creciente desinterés por la urbanidad, por las buenas maneras y por las normas del buen vestir, yo diría que nuestra sociedad poco a poco se va consumiendo en un mar de mediocridad. Baste decir que los vaqueros se han convertido, súbitamente, en una prenda aceptada incluso en actos de cierta categoría por imperativo legal de alguna diseñadora de imagen imitable.

martes, 11 de noviembre de 2008

Esa delgada línea que separa lo elegante de lo ridículo


Estoy convencido de que muchos de los que leen estas líneas son habituales visitantes de Scott Schuman, el ideólogo de The Sartorialist y omnipresente ideólogo del denominado estrit estail –o street style para los iniciados-. Yo lo visito de tarde en tarde, dado que me empacha un poco ver tanta gente cool en tan corto espacio. Debe ser envidia.

La cuestión es que después de pasear por las calles de Nueva York y, más concretamente, del SoHo, el barrio fashion por antonomasia y centro del universo sartorialista, uno se da cuenta de que el trabajo de Schuman no es tan complicado. El tramo de la calle Broadway que cruza el neoyorquino vecindario chic está abarrotado de personal que busca llamar la atención a toda costa. Cientos de personas orientadas a ser furtiva o descaradamente revisadas por las miradas del resto de los transeúntes. Decenas de gentes dispuestas a dejarse retratar por la cámara del momento.

Sin entrar a valorar lo complejo o sencillo del negocio de este señor, creo que vale la pena reflexionar acerca de ese comportamiento en cierta medida exhibicionista tan absolutamente aceptado, pero no por ello necesariamente elegante. Llamar la atención en cuanto a la forma de vestir no es en sí algo que pudiéramos considerar elegante o no. El hecho aquí es que no todo vale con tal de ser objeto de las miradas del resto de los mortales.

Fijémonos por un momento en el joven de la fotografía adjunta. El peinado, aunque un tanto rebuscado, podríamos decir que es original. La chaqueta bien cortada, ajustada y con un toque de distinción elegante como es el pañuelo en el bolsillo. La camisa, sin valorar el color, abrochada hasta arriba puede ser un guiño al origen albano-kosovar –puede que armenio, puede que siciliano- del interfecto. El reloj al más puro estilo Giovanni Agnelli todo un síntoma de dandismo.

Hasta ahí todo más o menos bien. Un cuasi-dandy posmoderno paseando por las calles de Nueva York con su bolsa del chino de la esquina. Pero llegamos abajo y nos encontramos ese esperpento estilístico: el calcetín por encima del pantalón, evocando claramente a los comuneros o regantes que antaño poblaban los regadíos de las vegas agrícolas de España.

Ahí es cuando el sujeto traspasa la delgada línea que va del dandismo al ridículo, de lo elegante a lo chabacano, del buen vestir al exhibicionismo barato. Porque se puede llamar la atención sin tener que merodear por la extravagancia de saldo. Se puede ser admirado sin necesidad de que chirríe la vista ajena. Incluso creo firmemente en el individualismo, que no es lo mismo que la excentricidad gratuita.

Puede que ir de esa guisa tenga mucho predicamento entre los blogueros de estrit estail, ansiosos por fotografiar a cualquiera que tenga los arrestos necesarios para ir disfrazado en pleno mes de noviembre –los carnavales son en febrero y jalogüen el 31 de octubre-. Pero, seamos sinceros, la elegancia la dejamos enterrada en beneficio de la exhibición pública. Por mucho que digan en los comentarios del blog de turno.

lunes, 28 de enero de 2008

El dandismo, ese gran desconocido.


Aunque estas líneas han dormitado en el fondo de mi mente durante meses, no pensaba darlas a luz por el momento. Sin embargo, dos hechos han provocado que el parto sea prematuro. Lo cual no significa que vaya a ser un artículo precipitado o apresurado, sino una reflexión de urgencias. Que no es lo mismo.

Los dos acontecimientos han sido la conversación que mantuve con una amiga en días pasados sobre lo que es y lo que no es el dandismo; así como la reaparición estelar de un torero sevillano que está dando mucho que hablar no sólo en los círculos taurinos, sino en el papel cuché de aparición semanal y que tanto vende en mi país. Hablaremos de ello.

El término dandy –o dandi, según el DRAE, y que yo me niego a utilizar- se define en los diccionarios como “el hombre que se distingue por su extrema elegancia”. Tengo que discrepar. Primero porque no creo que la mujer deba ser desterrada así, sin más reflexión, de la posibilidad del dandismo. Segundo porque no me parece que deba banalizarse de esa manera la palabra “elegancia”. Claro que resulta que, por otro lado, coincido mucho con la definición. Primero porque no conozco ninguna mujer que haya atravesado la solitaria travesía del dandismo. Segundo porque, para mi, el dandismo es la elegancia en estado puro.

Dandy es aquel que conoce las reglas y las rompe, porque sabe cómo hacerlo. Ni más ni menos. El dandy sabe que hay que desabotonar el último botón del chaleco, por eso, si le da la gana, deja dos sin abrochar. El dandy se permite usar pañuelo de bolsillo a rayas con camisa a cuadros, pero jamás se pondría una corbata a rayas con esa misma camisa. A no ser que el efecto sea absolutamente sublime, lo cual es complicado.

El dandismo, por tanto, tiene dos requisitos imprescindibles. El dandy conoce las normas de urbanidad, el código inflexible del buen vestir y el saber estar. El otro requisito es que las rompe, invariablemente. Esa es la gran diferencia entre el dandy y el hombre elegante a secas. Esa la ruptura está perfectamente estudiada, finamente hilada, con el objetivo último de no dejar indiferente al espectador. Porque el dandy no puede dejar indiferente, su vanidad no se lo permite. Claro que estos personajes nunca siguen los dictados de la moda. Van por delante o quedaron irreversiblemente por detrás de las imposiciones que marcan las pasarelas y el prêt-à-porter . De ahí que el dandismo haya sido desterrado de la sociedad opulenta que nos acoge desde el último cuarto del siglo XX.

Hoy algunos ven dandismo o se etiquetan de dandies confundiendo absolutamente su significado. Los buscadores de tendencias persiguen últimamente la imposición de un look estereotipado al que denominan neo-dandismo –o algo parecido-. Pero lo que se estereotipa no puede dar lugar al dandismo, porque al final de lo que hablamos es de una moda, de una imagen homogénea con más abalorios de la cuenta. Sobre todo porque el dandismo, por encima de todo, es una forma de vida en sí, no sólo un estilo en el vestir.

Como síntoma de lo anterior hemos de decir que no puede considerarse dandismo al exhibicionismo barato. Por eso lo de Morante de la Puebla no es dandismo, sino espectáculo circense un tanto paleto y con ciertos tintes de nuevo rico. Usar bombín y zapatos de piqué no es ser un dandy, eso ya lo inventó Ramón María del Valle-Inclán. Fumar cohíbas en el paseillo no es un síntoma de dandismo. Menos aún decir: “Yo sólo fumo cohíbas”. Este profesional de los ruedos lo que quiere es llamar la atención con una indumentaria llamativa y un par de detalles estrafalarios. Y punto.

Los grandes dandies de la historia no siguieron modas, sino que las crearon. Tampoco se convirtieron en esperpentos para llamar la atención, sino que fueron admirados y envidiados por partes iguales, dada su capacidad para establecer un estilo propio que pronto era imitado por otros. Tal fue el caso de Eduardo VIII del Reino Unido, conocido como el Duque de Windsor, el cual renunció a la corona para dedicar su vida al deleite de los placeres y a dar a la Humanidad todo un imaginario de estilo en el vestir y en el saber estar. Aunque luego resultó ser amigo de Hitler y vivió una decadencia sórdida gracias a la pensión que su sobrina le pagaba religiosamente.

Podría dedicar muchas más líneas a este tema, pero creo que mis amables lectores tienen ahora la palabra.


Editado el 8 de febrero para corregir el error señalado por Anonimo: Cambiar Enrique VIII por Eduardo VIII. Gracias y disculpas.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Los caminos de la elegancia


Me piden que escriba algo sobre lo que sí es la elegancia y que abandone, puntualmente supongo, el continuo negativismo -el cual realmente se convierte en positivismo al comprender que lo contrario de lo que se viene vilipendiando en este blog es el modelo a seguir- de estos pasajes sobre lo divino y lo humano. Haciendo un esfuerzo sobrehumano intentaré explicar mi criterio acerca de lo que sí es elegante. Sin embargo, lo haré por medio de la exposición de los diferentes modelos de lo que podríamos denominar “elegancia”. En otras palabras, no hablaremos del detalle que tanto nos ha ocupado, sino de la generalidad y el fondo de la cuestión.

Existe un primer camino hacia la elegancia que consiste en acatar y seguir una serie de normas mínimas de comportamiento, firmemente asentadas en el sentido común, que conllevan un cierto grado de discreción y sencillez, acompañados por el buen gusto universal. Me refiero al camino tedioso, pero impecable, de la normalidad. Así como el sentido común es el menos común de los sentidos, la normalidad es el menos habitual de los comportamientos sociales. Al ser humano le apasiona huir de la homogeneidad –no en lo social, claro está- lo cual no es perjudicial en sí, lo malo llega cuando para salir de aquella se cae, de forma flagrante, en la vulgaridad.

Lo normal es bello, es elegante, en tanto que no cae en lo vulgar. Claro que es muy probable que muchos piensen que lo normal es seguir la corriente de la moda del momento, desde los caballeros con pantalón pirata hasta el chándal –o buzo- en el supermercado, pasando por los “crocs” de plástico amarillo. Tremendo error. La normalidad implica disciplina, sobre todo para no caer en la trampa de la “tendencia del mes”. Así se rompe con la homogeneidad: eliminando de nuestro armario, de nuestro comportamiento público y de nuestro estilo de vida cualquier síntoma de seguidismo social.

Pero existe otro camino hacia la elegancia, un sendero que se bifurca en dos, como veremos más adelante, y que significa, fundamentalmente, romper con la mediocridad. Este es un camino mucho más complejo, inhóspito, peligroso y generalmente cargado de sentimientos encontrados. Es lo absolutamente opuesto a la vulgaridad, pero igualmente la antitesis de la normalidad.

La complejidad de esta senda elegante radica en el difícil equilibrio que debe alcanzarse para sobresalir sin caer en lo ridículo, destacar sin entrar en lo ostentoso, brillar sin parecer una figura de relumbrón. Convendrán conmigo en que es realmente difícil.

La carretera se vuelve inhóspita cuando se levantan envidias. Cuando se rompen los moldes y la sociedad rechaza lo elegante porque no lo comprende. Lo cual llega a ser peligroso, como lo fue para los grandes iconoclastas de la Historia. Esos grandes hombres y mujeres al los cuales sólo el tiempo ha puesto en su lugar: Oscar Wilde, Wallis Simpson (y Eduardo VIII), Ramón María del Valle-Inclán… Ellos fueron acreedores de los sentimientos encontrados que proceden de los demás. De la admiración a la envidia. De la aceptación a la ridiculización.

Como digo este camino tiene a su vez dos ramales bien diferentes. El primero es el que siguen aquellos que conocen y siguen los dictados de la moda, adaptándolos a su propia individualidad. Intentando lucir espléndidos, pero sin estridencias, sin caer en los infinitos peligros que encierra la imitación y el gregarismo. El otro sendero es el de la ruptura absoluta con las modas y los convencionalismos: el dandismo. Sobre el cual hablaremos largo y tendido.

jueves, 7 de junio de 2007

La elegancia ¿nace o se hace?


Esta pregunta aparentemente sencilla ha estado flotando en el ambiente desde que este blog empezó a dar sus primeros pasos virtuales. Su respuesta es mucho más compleja que su formulación, como seguramente los que se dignan a leer alguno de estos artículos completos habrá imaginado.

Se puede nacer en una muy buena cuna y ser muy agraciado por la diosa Afrodita, pero no por ello llegar a ser una persona elegante. Del mismo modo aquellos nacidos en un hogar humilde –o pobre- y además con un físico poco favorecedor no tienen cerradas las puertas de la elegancia. Existen más probabilidades de que la elegancia sea un atributo de los primeros, pero no es exclusivo de ellos ni tampoco un coto vedado para los segundos.

El ser elegante es aquel que en su vida ha recibido la suficiente cantidad de estímulos para serlo. Aquel que tiene la educación y la disciplina suficientes para que la elegancia sea una de sus virtudes. Aquel que entiende su concepto de persona por encima de las modas y de la opinión de los demás.

La elegancia puede venir casi por defecto en aquellos que nacen rodeados de todos esos estímulos, en los que tienen una fina y elegante estampa, pero es algo que debe cultivarse, aunque se tenga la suerte de nacer con todos los “espartos” para ser elegante. Porque se puede ser elegante siendo pobre, rico, alto, bajo, gordo o excesivamente delgado.

Puede que lo esté simplificando todo, pero así lo creo. La elegancia se hace. La configuran las costumbres que cada individuo ha aprendido y ha querido seguir, los modelos de comportamiento que le han inculcado desde la más tierna infancia y las oportunidades que la vida le ha confiado, claro que siempre estas últimas se pueden tomar o dejar pasar. Pero por encima de todo la elegancia está compuesta de principios, que son superiores a los valores y que suponen los mapas que el individuo elige seguir a lo largo de su existencia. Si los mapas están equivocados, entonces el ser humano sigue un camino erróneo.

Por eso hemos de pensar que hay muchas personas que no han tenido la oportunidad de conocer cuáles son los principios básicos de la elegancia del ser, porque no han conocido más que los modelos corruptos que la sociedad y los medios de comunicación nos transmiten a diario. De ahí que estas líneas traten, sin mayor pretensión, iluminar el camino de los que aún pueden acceder a los mapas correctos.