lunes, 3 de septiembre de 2018

El camino corto

Vivimos en una sociedad egoísta y cada vez más competitiva. Competimos entre nosotros por cada pequeña cosa en la que hay dos seres humanos involucrados. Lo vemos a diario. En las calles, en el trabajo, por todas partes. 

Personas que corren triatlón pero estacionan su carro –lleno de calcomanías de sus logros atléticos- en el parqueo designado para discapacitados. Otros dejan la botella de plástico botada a la par del basurero en el parque. Conductores que usan el carril de giro a la derecha para meterse delante de los que van a girar a la izquierda. 

Comportamientos pequeños que parecen no significar nada, pero lo son todo. Son el fiel reflejo de esta sociedad enferma en la que vivimos. Buscamos el camino corto para caminar menos al supermercado, no agacharnos a recoger nuestra propia basura o ponernos delante de los que esperan. 

¿Qué podemos esperar de una sociedad que busca lo fácil, no molestarse, aunque molestemos a los demás?. ¿Acaso no son estos comportamientos fiel reflejo de lo que vemos en la vida pública: salarios desmesurados, amigos contratados a dedo, comisiones para favorecer una licitación, etc?. Todo con un alto grado de impunidad como la que existe en Costa Rica.

Pensamos que nuestras acciones egoístas nos favorecen, pero no es cierto. Esas pírricas victoriasno nos convierten en más exitosos, ni más eficientes, ni nos hacen mejores personas, más bien al contrario. Ese egoísmo terminará pasándonos factura más pronto que tarde.  

Hace unos días un vehículo intentaba cambiarse de carril porque delante estaba detenido un bus en una parada. El automóvil que venía por el carril izquierdo aceleró y pitó deteniendo la maniobra del que quería cambiar de carril. En ese momento el semáforo se puso ámbar y el carro que había delante decidió no continuar, de modo que el conductor que había obstruido el paso del otro se estrelló contra él. 

A diario, sin darnos cuenta, somos testigos o actores de muchas escenas de egoísmo. Nos molestan las de los demás, pero las imitamos inconscientemente buscando ese camino corto hacia el éxito. Atajos que, como al conductor que colisionó por su propio egoísmo, nos terminan perjudicando. Estamos en la búsqueda egoísta de obtenerlo todo de manera rápida, fácil y pasando por encima de los demás sin el menor reparo.

Lo peor de todo es que este egoísmo es lo que estamos compartiendo a diario con nuestros hijos. Nosotros mismos les enseñamos a saltarse las normas y les permitimos tener redes sociales sin cumplir la edad recomendada por los propios desarrolladores: “Miente, hijo mío, no vaya a ser que el resto de tus compañeros tengan y tú no”.

Así los educamos. Los problemas son siempre de los demás, de esos perdedores que siguen la fila, que parquean donde no molestan o que cumplen con las normas del condominio.  Esa será nuestro legado a la siguente generación, mediatizada ya por la sociedad de la inmediatez del like

miércoles, 25 de abril de 2018

Las redes sociales nos están matando

“Lo estaba pasando tan bien que se me olvidó subir ´stories´”. Palabras textuales de una egoblogger en su propio muro de feisbuk. El lector no sabrá si reír o llorar, pero quizá debamos preguntarnos a nosotros mismos si no hemos llegado a tal punto de estulticia. Las redes sociales están acabando con nosotros, no sólo con los que pretenden hacer negocio vendiendo la vida propia en vivo, sino con los que invertimos la mejor parte de nuestro tiempo en ellas.

Algunos expertos afirman que las redes son la nueva droga. Cada like hace que nuestro organismo libere dopamina, la molécula de la felicidad. Es rápido y efectivo. Subimos una foto y llegan las reacciones, los comentarios, los seguidores. La dopamina llega como cuando recibimos un mensaje de amor o un aumento de sueldo. Pero como cualquier droga necesitamos más. Al principio una docena de interacciones es suficiente para alegrarnos la mañana, pero después queremos más. Más likes, más comentarios, más fologüers. 

La vida real se hace ajena. Hay que estar revisando el teléfono contínuamente. Los que nos rodean no importan, sea una fiesta, un almuerzo o una reunión de trabajo. Sean nuestros compañeros de trabajo, nuestra familia o nuestros amigos. No interesan. El mundo virtual es inmensamente más interesante que cualquier atisbo de realidad que nos rodea, porque nos otorga dopamina.

Placer instantáneo y gratuito. O no tan gratuito. Esa desconexión de lo real se paga. Las relaciones se deterioran. Incluso nuestro organismo se resiente. Lo inmediato lo domina todo. Tenemos que tuitear esto, postearaquello, repostear–ojalá fuera el transitivo de hacer repostería- lo de más allá.

Hace 10 años, casi nada, comentábamos en este mismo espacio que los blogs eran mentira. Parecían el intento individualista por trascender más allá del escritorio para muchos, pero acababan siendo algo sin sentido sino tenían una buena acogida entre el grupo de afines. Incluyéndome, por supuesto. 

Ahora las redes sociales reproducen ese mismo efecto, de forma exponencial. Esa es la gran mentira: exponencial. Nunca seremos exponenciales, sólo las cifras globales lo son. Ni tan siquiera las marcas se han percatado de la falacia. Los influencers no son nadie, pero viven o se alimentan de esa enfermedad de la que muchos somos víctimas sin darnos cuenta. Un perrito ladrando a la fotografía de Donald Trump tiene más viewsque cualquier egoblogger de comarca en todos los stories de su vida.

Buscamos tener influencia más allá de nuestra casa, nuestra oficina o nuestro círculo de amigos a cambio de mermar nuestra vida y desatender lo que más debería importarnos. Buscamos una salida, una huida, un paso al vacío cibernético y exponencial. A la vez que nos olvidamos de lo mundano, lo cercano, lo real. Nos están matando.