lunes, 30 de junio de 2008

Las reuniones y la elegancia


Uno de los componentes fundamentales de la vida laboral de hoy lo representan las reuniones. Muchos de los imprescindibles y denodados trabajadores a los que hacíamos mención en el artículo anterior tienen una ajetreada agenda de reuniones. Sin reuniones la vida no tendría sentido más allá de las hojas de cálculo, el correo electrónico y la mensajería instantánea, verdadero motivo de las largas jornadas laborales de no pocos ejecutivos de éxito.

Las reuniones de trabajo son el caldo de cultivo ideal para que salgan a flote los verdaderos comportamientos poco elegantes de nuestra sociedad moderna. Enmascarados bajo ropajes de marca o detrás de composiciones de lo más obsoleto, salen de su cascarón los más diversos personajes, principalmente basados en pilares como el afán de protagonismo o la incontinencia verbal aguda.

Por avatares de la vida uno ha tenido que soportar bastantes de estas reuniones, convertidas en pseudo-monólogos merced a las diatribas de alguno de los convocados. Generalmente, este tipo de eventos suceden cuando el interlocutor con pretensiones de conferenciante siente el irrefrenable deseo de dar una demostración de sus vastos conocimientos al resto de los reunidos, casi siempre sin que nadie se lo haya pedido.

A mi se me presentó uno de estos ejemplos hace un par de semanas. La voz cantante de la reunión –mujer, por extraño que parezca- comenzó a disertar sobre todo lo que se discutía, fuese o no de su incumbencia. Lo peor es que cuando su presunta superioridad intelectual quedó patente por el silencio –más bien el agotamiento- de los presentes, en ese momento, ante el grupo silenciado, hizo su aparición el peor de los síndromes de los que padecen este tipo de problemas sociales: el gusto por escucharse. Hay muchos comportamientos poco o nada elegantes, pero coincidirán conmigo en que la gente que disfruta escuchándose roza la zafiedad.

A partir de ahí el monólogo, más o menos centrado en aspectos empresariales, se tornó en un relato sobre los más diversos detalles de la vida personal de la interfecta, desde su afición por el budismo hasta el curso de comida sana al que había enviado a su hija. De lo más interesante. Yo siempre me he preguntado por qué hay personas que piensan que al resto de los mortales nos importa lo más mínimo su vida privada cuando lo único que nos une es el sentido oneroso de la existencia. Dicho lo anterior comprenderá el lector por qué decliné la invitación a cenar con el grupo.

Otras reuniones de gran interés son las de comunidad de vecinos –condominio en estas latitudes-. Sin lugar a dudas estos encuentros vecinales son el líquido amniótico idóneo para la gestación de grandes liderazgos. Estas reuniones, amén de interminables –al menos a la que yo asistí una vez lo fue-, son vitales para las aspiraciones de determinados seres humanos que, elevándose por encima de su gris existencia, pretenden destacar en algún aspecto fundamental para la vida en comunidad. Invariablemente en todas existe algún ungido con los aceites divinos de la visión comunal que es elegido presidente de la junta directiva. Una pena que no haya presupuesto para imprimirles tarjeta de visita, ¡qué desagradecidos son los vecinos!.

Es más que probable que para el amable lector sea mucho más interesante invertir su tiempo en la lectura pausada del diario antes que dedicar varias horas de su existencia a dilucidar temas tan transcendentales como el horario de la piscina o el color de la pintura de las rejas exteriores de la comunidad. Sin embargo, para el tenaz presidente de la junta directiva lo que se está poniendo en juego es su capacidad de gestión, su protagonismo vecinal. Mucho cuidado.

martes, 3 de junio de 2008

El trabajo y la elegancia


Trabajar no es nada elegante. Empiezo por el final para que no queden dudas y porque no quiero conducir a errores a los posibles lectores de estas líneas.

En el mundo que nos rodea la gente piensa exactamente lo contrario, craso error. Ejemplos no faltan. Imagino que el amable lector ha caído alguna vez en la trampa de sacar pecho porque sus obligaciones laborales o empresariales le tienen absolutamente consumido. “Estoy hasta arriba de trabajo”, es la expresión más habitual que empleamos para demostrar lo importantes que somos para el mundo civilizado. Sin nuestra aportación diaria de –al menos- doce horas de estancia en la oficina la vida en el planeta Tierra se vería seriamente afectada. Al menos eso es lo que algunos piensan.

En la Edad Media trabajar estaba muy mal visto. Las personas se dividían, básicamente, en cuatro grupos sociales: nobles, clérigos, labradores y artesanos. Trabajaban lo justo y dedicaban mucho tiempo al ocio. Desde cazar hasta compartir largas jornadas con la familia y amigos. Nadie se mataba trabajando y, por supuesto, no se les ocurría presumir de lo mucho que lo hacían. Luego llegó Lutero, que debió ser un señor muy amargado, al igual que todos los que le dieron pábulo en aquel entonces, para inventarse que el trabajo era una cosa maravillosa y que lo importante era acumular riquezas, amén de otras muchas cosas que no vienen al caso.

La cuestión es que todo cambió y hoy en día se ha impuesto la idea de que trabajar es una cosa más que normal, incluso elegante. Nada más lejos de la realidad. El hombre elegante debe huir del trabajo a toda costa, dado que él está llamado a metas más importantes en la vida. Desde la contemplación del paisaje –urbano, costero o rural-, hasta la divagación sobre los más complejos temas que conciernen al ser humano, pasando por el cultivo de las buenas costumbres como la lectura o la audición de música. Trabajar suele quitar muchísimo tiempo para este tipo de actividades, amén de para cosas vitales como conversar distendidamente sobre los más diversos asuntos, degustar exquisitos platos y bebidas de diferente graduación alcohólica o saborear un buen cigarro habano.

A mi me da mucha pena toda esa gente que anda recordándonos a diestro y siniestro lo ocupados que están, la de reuniones que tienen, la de vuelos de negocios que se ven sometidos a realizar. Conste que, en su mayor parte, lo hacen gustosos, con lo cual las quejas no son más que muestras de ese otro mal endémico que padecemos: el victimismo. Las personas expresamos nuestra vanidad por medio de la abnegación, de la insoportable carga que recae sobre nuestros hombros, así que vamos gritando a los cuatro vientos lo mucho que trabajamos, cuando en el fondo lo que queremos es dejar claro lo imprescindibles e importantes que somos.

Yo no siento ninguna envidia por los amigos míos que trabajan los sábados. Menos aún por los que van a la oficina algunos domingos. Tampoco tengo el más mínimo sentimiento de inferioridad hacia los que van consultando su teléfono móvil con correo electrónico incorporado en los restaurantes y las cafeterías los días de asueto. Seguramente yo no soy tan importante para la vida de mis semejantes como para verme obligado a soportar interminables jornadas laborales, ni tampoco para que mi presencia en la oficina sea requerida sábados y días de guardar. No me importa.

Probablemente algunos pensarán que son muy felices trabajando como esclavos doce horas al día, seis días a la semana porque “me encanta mi trabajo”, lo cual tampoco me produce ninguna envidia en términos generales. A mi también me encanta el mío, pero sin violencia y sin los rigores de los horarios, las llamadas inoportunas y las insufribles reuniones, habitualmente llenas de personas que se creen muy imprescindibles.

Vivimos obsesionados por el futuro –esa terrible espada de Damocles- y por la acumulación de objetos de mucho precio y escasísimo uso, dado que malgastamos nuestro tiempo trabajando. Ganando dinero para derrochar en momentos aislados y en los que la diversión o el disfrute son una obligación, sino un tedio. Salimos de vacaciones con vergüenza por las tareas sin resolver que tenemos en la oficina, creyéndonos que todo gira en torno a nuestra participación –generalmente escasa- en la vorágine laboral. Una actitud muy poco elegante.