jueves, 28 de abril de 2011

La ortografía y la elegancia


Resulta muy complicado no cometer errores ortográficos. Estoy convencido de que si el amable lector repasa las líneas aquí escritas a lo largo de los últimos cuatro años -ahí es nada- encontrará unas cuantas faltas ortográficas. El problema viene cuando no estamos hablando de miles de palabras, como las que aquí ya se han escrito, sino de un puñado de sílabas cargadas de errores.

A mi me duelen los ojos cuando leo correos de personas, pretendidamente versadas, que contienen siete faltas de ortografía en tres líneas. O esos otros que ponen su frase del día en feisbuk con dieciocho errores: “lo pasamos demaciado vien en la plalla”, por ejemplo. Aunque peor aún son los que creen tener cierta aptitud literaria en lo que escriben y te salen con retahílas del estilo: “me a persiguido una calabera y la e buscado un poco mas”.

Confieso que siento la irrefrenable tentación de comentarles exponiéndoles amablemente la barbaridad que acaban de escribir. Lo que ocurre es que el analfabeto funcional, que habita tras la trinchera de la ignorancia ortográfica, suele ser un ser que acepta mal la crítica. En otras palabras, que señalarles sus errores conduce a la negación, cuando no al cabreo supremo. El ego humano es así, le cuesta admitir el error y más aún la ignorancia.

Por estas latitudes los errores se ven aderezados además con la incapacidad generalizada para discernir entre escritura y pronunciación. Básicamente me refiero al fenómeno del seseo. “Ayer fui al gimnacio”, recetan algunos con título universitario y se quedan tan anchos. Al pronunciarse la ce de igual modo que la ese, la inmensa mayoría de los locales cree que tiene la potestad de confundir la ce y la zeta con la ese cuando le da la gana. Si se les hace ver el error, automáticamente afirman: “Sorry, fue un dedaso”, y que siga la fiesta.

Capítulo aparte requerirían las tildes. Ahí no distinguimos entre latitudes ni longitudes. Su uso se restringe a una minoría, entre la que nos encontramos los que nos refugiamos en la escritura para curar los dolores del alma, que son los peores. La canalla se consuela con drogas más livianas, como el alcohol o la compra compulsiva, que no requieren de esmerada ortografía, sólo estómago resistente y algo de dinero.

La tecnología, como ya se ha dicho aquí, no ha contribuido positivamente a evitar el problema. Las herramientas están ahí –que no hay, del verbo haber-, pero al personal le da pereza utilizarlas. Resulta tan sencillo como entrar al sitio de la Real Academia de la Lengua Española y revisar cómo se escribe aquella palabra que jamás se utilizó. O bien realizar una simple revisión ortográfica de las que incorporan los procesadores de texto, es decir, el Word de toda la vida.

Lo que me resulta más llamativo de este asunto es comprobar cómo a la gente, tan orientada a someterse al control de sus hábitos por parte de la masa, el qué dirán y demás tics borreguiles, no tenga el menor reparo a la hora de demostrar públicamente su incapacidad para escribir una línea sin faltas de ortografía. El motivo quizá lo encontremos en que la mayoría de los dictadores agazapados que nos rodean son los primeros criminales de la lengua que nos cobija.