domingo, 2 de marzo de 2008

El arte y la elegancia


Cuando hablábamos aquí acerca de las diferencias existentes entre tener mucho dinero y ser elegante, hicimos un catálogo abreviado de comportamientos y posesiones que figuran en el imaginario del denominado nuevo rico. La relación quedó limitada por el espacio. Por eso creo que es conveniente señalar que otro de los grandes factores que indican el nivel de éxito alcanzado en la vida por algunas personas, sobre todo en determinados círculos, es la posesión de un buen número de obras de arte.

Para ilustrar esta declaración de intenciones, voy a relatar una pequeña anécdota. Hace relativamente poco tiempo, en uno de esos descensos al mundo de los negocios, las empresas y la rutina mercantilista que hay que realizar por imperativo de las necesidades mundanales, tuve oportunidad de ver cómo se fraguaba el posicionamiento de una marca de lujo. Los expertos en el tema empezaron a vislumbrar que, para atraer a los clientes potenciales, había que “establecer una clara diferenciación de los valores asociados al producto” (sic). Entonces, en esa tormenta de ideasbrainstorming, para los amigos-, alguien dijo que había que relacionar el producto en cuestión con el mundo del arte. ¿Por qué?. Por varios motivos.

Se considera, realizando una generalización absolutamente falaz, que las personas interesadas en el arte tienen una sensibilidad “especial” para apreciar determinado tipo de “experiencias en el uso y disfrute del producto”. Además resulta más fácil llegar a ese público al buscar medios relacionados con el arte para presentarles el producto. Pero lo más importante era que la gente que gasta dinero en arte es porque tiene otras necesidades cubiertas y, por tanto, se le supone un poder adquisitivo elevado.

En resumidas cuentas, se llegó a una conclusión con forma de verdad socialmente absoluta: “si compras arte es porque tienes mucho dinero”.

Después de aquella reunión me di cuenta de que la idea que inicialmente yo tenía del tema no sólo era cierta, sino que era reconocida internacionalmente. Así que he ido revisando los perfiles de las personas que conozco que gastan dinero en pintura y escultura -que no es lo mismo que arte- para reafirmarme en lo que aquí se viene diciendo: una cosa es tener dinero y otra ser un amante del arte.

Porque esto del arte se confunde bastante con la decoración. Lo cual nos lleva a confirmar lo tramposo de esa sensibilidad que se les atribuye a los que compran cuadros. A mi me rechinan los tímpanos –entre otras cosas- cada vez que escucho “es que ese cuadro en el salón no nos queda bien”, o eso otro de “esa escultura quedaría genial encima de la chimenea”. Entonces llega el punto álgido de la trama artístico-decorativa, es el preciso momento en que se emite la frase clave de la sensibilidad: “Ese cuadro parece que está pintado para la pared”. Estoy convencido de que el artista en su estudio, no dejaba de pensar en la pared del salón del nuevo rico de turno mientras perpetraba su obra.

Esto del arte es muy de enseñarlo, muy de refrendarlo con el público en general. No tanto como el coche o el reloj, pero siempre se encuentra, al menos, la ocasión para hacer referencia a la compra: “es que tengo que pasar a recoger unos cuadros de (póngase el nombre de un pintor más o menos conocido, si es desconocido a continuación vendrá la explicación de la categoría –y, veladamente, el precio- del mismo) que me he comprado”, puede ser una buena aproximación al tema ante la concurrencia.

Otros son más honestos y hablan claramente de “inversión” cuando se refieren a la compra de un elemento artístico. En este caso, a la hora de elegir resulta muy útil aquel consejo que un marchante de arte le ofreció una vez a un amigo mío: “compra lo que a ti te guste”. ¿Adivinan el motivo?. ¿No?. El gusto del común de los mortales es bastante uniforme: “si a ti te gusta es muy probable que le guste a mucha más gente y a la hora de venderlo será más fácil”, le confió el especialista.

Pero en general el comprador de arte para lucimiento personal o inversión apuesta por valores seguros. Nada de estridencias fuera de lo estéticamente correcto. Hace unas semanas tuve ocasión de presenciar la obra de una pintora costarricense medianamente desconocida, Sofía Ruiz. Sus obras son de un dramatismo inquietante. Una de ellas mostraba a una mujer con cara angustiada portando un niño en sus brazos con la cabeza torcida y los ojos muy abiertos. No quedaba claro si el bebé estaba vivo o no. Simplemente impresionante. Evidentemente el cuadro no gustaba a nadie. “¿Dónde lo pongo?”, se preguntaban todos los que lo contemplaban. Espero que acabe en un museo es lo mínimo que se merece esa obra.