viernes, 25 de noviembre de 2011

Marujas versus malenis, algo más que matices


En el imaginario popular español existe un personaje histórica e injustamente denostado, se trata de la maruja. Es el calificativo "maruja" el que se refiere a nuestra tradicional ama de casa. Generalmente una señora trabajadora en su hogar, que se preocupa de sus seres queridos sin mayor pretensión que la de recibir el afecto de los que la rodean.

Esta señora podríamos definirla por su humildad, su carácter amable y la sencillez en su forma de vida. Siendo la visita semanal a la peluquería, el mayor de sus tics sibaritas. Todo un ejemplo de cordura en estos tiempos que corren.

La maruja, sin embargo, es un ejemplar que inexorablemente va camino de la extinción. La incorporación de la mujer a la vida laboral, el cambio de rol -¡qué expresión más políticamente correcta, oiga!- del género femenino en la sociedad y la creciente complejidad de nuestro mundo, están acabando con la cálida, servicial y entrañable maruja. En su lugar se abre paso con fuerza en la jungla social un nuevo personaje con el firme propósito de sustituirla: la maleni.

La maleni es un ser plenamente integrado en la sociedad moderna. No necesariamente tiene que ser ama de casa como fundamento de su condición, es más, de serlo lo niega o hace lo imposible por no parecerlo. Algunas incluso trabajan en los más diversos oficios: esteticién, dependienta en una tienda de ropa rápida o hasta celadora en una clínica de cirugía plástica a crédito. Es decir, estamos ante una mujer profesional, independiente, segura de si misma… y cualquier otro tópico digno de los mejores presentadores de las pasarelas de los años 70.

En contra del conservadurismo propio de la maruja, la maleni es un ejemplar mucho más progresista y, por tanto, tiene inquietudes mucho más allá de las propias de buscar la excelencia en la ejecución de las tareas domésticas. De este modo, la maleni es una gran conocedora del mundo de la moda, si bien este conocimiento no se ve reflejado en su indumentaria. Y es que la maleni tiende más a imitar a sus ídolos televisivos, verbigracia Belén Esteban y Terelu Campos, antes que innovar y recubrirse de prendas que pudieran no causar sensación entre los selectos círculos sociales en los que se desenvuelve habitualmente.

A la maleni también le gusta viajar. Recordemos que los viajes son la quintaesencia de la sociedad moderna. Si no se está un poco viajado, no se puede despuntar en los influyentes grupos que frecuenta cualquier maleni que se precie. Por ejemplo en feisbuk. Porque la maleni tiene que tener su cuenta reglamentaria en la red social por excelencia y promulgar urbi et orbe su agitada agenda social. De esta forma el resto de la tribu puede perpetrar comentarios tipo “q bien q te lo montas wapa!!!”, en referencia a la foto con la piña colada, las trenzitas y un envidiable rojo carabinero en Cancún.

Las diferencias entre ambos personajes los podemos percibir en cualquier ámbito de la vida. Por ejemplo en la cocina. La maruja es fiel a la cocina tradicional. Con un poco de carne picada y unos ingredientes más, hace unas extraordinarias albóndigas; o unas exquisitas croquetas con los restos del cocido del día anterior. La maleni, más proclive a la comida precocinada, cuando se sumerge en la cocina requiere de toda clase de ingredientes exóticos, traídos de los rincones más insospechados del globo terráqueo, para poner encima de la mesa un plato medianamente comestible. Lógicamente estas sofisticadas viandas tienen que tener nombres a la altura de tan elaborada creación, como ejemplo los arrasadores cupcakes, que vienen a ser las magdalenas de toda la vida.

Como vemos esta suerte de sustitución entre especímenes de nuestra fauna social, no es una mera cuestión de matices. Mientras que la maruja es una persona con pocas pretensiones, la maleni representa justamente lo contrario. Refleja la maleni a esa clase media con pretensiones nacida al albur de los años del ladrillazo que se instaló para no marcharse y eso que pintan bastos. Se trata, por tanto, de la personificación de la elegancia perdida.


P.S. Mi agradecimiento a Raquel a volver a perpetrar un artículo ante el evidente abandono al que las musas de la inspiración -¡cursilada al canto!- me tenían sometido.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

La televisión y la elegancia


Seamos honestos, todos vemos la televisión durante alguna que otra hora al día. Todos hacemos zapping, no lo neguemos. La televisión forma parte de nuestras vidas. Lo que importa es cómo influye en nuestras vidas. Generalmente demasiado.

Incluso esos individuos que afirman sin sonrojo ser únicamente televidentes de documentales son víctimas de la influencia de la denominada caja tonta. ¿Acaso es normal que una persona dedique dos horas de su vida a comprobar cómo es la arrastrada vida del cangrejo ermitaño en la zona meridional de las Islas Aleutianas?. Puede que sí, pero sin duda porque el interfecto en cuestión no tiene nada mejor que hacer.

La televisión influye ineludiblemente nuestras vidas creando opinión, certificando conductas y retroalimentando nuestras creencias, seamos parte de la masa adocenada o nos creamos miembros de la élite cultural. Fíjese el amable lector en el look de muchos de los que nos rodean con cierta pretensión de ousiders (perroflautas, gafapastas, pintores que usan boina, artistas con la camiseta del Ché…), ¿de dónde han sacado ese atuendo, ese pelo estudiadamente despeinado, esa kefiya?, ¿no les suena familiar?. Sí, por supuesto, lo hemos visto antes en televisión… ¡igual que ellos!.

Por eso la televisión es muy dañina para las mentes vulnerables, especialmente las de corta edad. De ahí las hordas de imitadoras de cantantes y actrices que puede uno contemplar cada vez que pone el pie en la calle. Por ejemplo el ejercito de Hannah Montana entre las niñas menores de doce, con la complacencia de los padres. O las manadas de jóvenes con borsalino y camiseta que merodean por las plazas tomando litros de cerveza y hablando de la "dictadura de los mercados", es decir, del Carrefour en el que han comprado la litrona cinco céntimos más barata que en la tienda de la esquina. En este sentido, creo que los videoclips son de una capacidad destructiva ilimitada.

Más allá de la imitación masiva y la normalización de la insensatez a la hora de vestir que promueve la televisión, la caja tonta nos dicta los gustos y modos en general que debemos seguir como ciudadanos. Las personas reconocemos la belleza, la inteligencia o el talento a partir de haberlos visto en televisión. De ahí que las figuras de televisión sean adoradas en nuestra sociedad como si de genios se tratase.

Hace unos días tuve ocasión de asistir a un cóctel en el que había dos modelos recibiendo a los invitados. Una de ellas es presentadora de televisión, la otra no. ¿Adivinen a quién se quedaba (ad)mirando todo asistente al sarao?. Algunos, sin duda los de mente más sensible a los rayos catódicos, incluso se tomaron fotografías con la televisiva modelo. Claro que no faltaron los que se quedaron con las ganas de hacérsela. Es la erótica catódica, más influyente que la del poder mismo.

Años atrás recuerdo que muchos productos que se publicitaban en televisión utilizaban en su envase la sentencia “Anunciado en TV”. Esto significaba que el producto en cuestión estaba avalado por su aparición, aunque fuese pagada, en la pequeña pantalla.

Tenemos que poner en perspectiva, como seres inteligentes, todo aquellos que nos es proyectado a través de la pequeña pantalla. No es oro todo lo que reluce, sino más bien al contrario. La inmensa mayoría de lo que se nos asoma por la cajita –ahora más bien pantalla plana- es puro artificio, mera ficción y mayoritariamente pose. Creada para influir sobre nosotros, la masa espectadora, imitadora compulsiva, pero sobre todo incapaz de juzgar lo que hay detrás de tanto maquillaje.

martes, 2 de agosto de 2011

Amistades, hipotecas y filosofía


Mi tío Manolo que es el más filósofo de mis tíos, aunque no sea doctor en la materia como otros, sino que trabaja en Correos, siempre dice que cuando me ve es como si hubiésemos estado de cervezas el día anterior. Claro que eso sucede una vez cada tres años, más o menos y suele ser en el escenario de la BBC, es decir, boda, bautizo o comunión familiar.

Esta enseñanza de mi tío filósofo/correo la vengo yo observando desde hace años, pero me la topé de golpe hace ahora dos meses y medio en la cena que organizamos para reencontrarnos varios compañeros del colegio. Llevaba muchos años sin encontrarme con Andrés, Ricardo o María, los íntimos de aquellos años de adolescencia, pero parecía que nos hubiésemos estado en contacto durante todo ese enorme período de tiempo.

Fue una noche larga y excitante. Remembranzas de aventuras juveniles, perfiles de compañeros ausentes y escenas de lo sucedido en el largo camino hasta llegar allí. Más bien hasta regresar de nuevo a Granada en una noche de mayo, fresca y contumaz como la vida que pretendía ser y no quise que fuera.

La cuestión es que cuando me despedí de Andrés y vi que llevaba la última recopilación de Jimmy Hendrix en el coche, de lo primero que me acordé fue de mi tío filósofo/correo y de sus sabias palabras. Era como si hubiésemos estado de cervezas el día anterior. Desde aquella noche de tapas y gin-tonic no he vuelto a saber de Andrés. Pero tengo claro que si nos volvemos a encontrar, será como si el tiempo se hubiese detenido y continuaremos la conversación inconclusa.

Indagando yo en ese pensamiento sobre la amistad, me doy cuenta de lo complejo que resulta, a estas alturas de la vida, forjar amistades como aquellas. Por mucho tiempo que uno pase trabando una relación, pareciera como que todo empieza de nuevo al día siguiente. El esfuerzo resulta ímprobo y se nos hace cuesta arriba lo que con nuestros amigos de siempre era fluidez.

Podríamos pensar que el tiempo compartido con aquellos compañeros de adolescencia fue muy amplio, pero aún mayor fue el que transcurrió desde que nos vimos por última vez. Lo cual me lleva a pensar que ahora, por uno u otro motivo la amistad es más cara, toda vez que arrastramos todo tipo de complejos, carencias y necesidades, amén de alguna que otra hipoteca.

Con la edad la amistad se complica. Quizá porque aplicamos nuestra coraza para defender nuestras intimidades y nuestros no pocos miedos. Los cuales en nuestra juventud no eran un lastre, sino más bien una forma de vida que nos unía a los que nos acompañaban en ese momento de nuestro tránsito por la existencia.

En definitiva, una reflexión ampliada de aquella que me cedió mi tío el empleado de estafeta de Correos que resultó ser más filósofo que cualquiera de nosotros. Un pensamiento de esos que a uno se le ocurren en el aeropuerto, después de una larga noche de amistad y alcohol y que no ha sido capaz de escribir hasta que el alma aprieta… pero no ahoga.

miércoles, 22 de junio de 2011

Manual del perfecto caballero por José María López-Galiacho


Hago hoy un alto en el camino para felicitar a uno de los asiduos a este blog y virtualmente amigo José María López-Galiacho, conocido como El Aristócrata en este universo de prosa y vanidad, el cual denominamos de forma cursi la blogosfera. José María acaba de publicar el Manual del perfecto caballero. Normas básicas del buen vestir, tratado que, a juzgar por sus escritos en elaristocrata.com, se me antoja de obligada lectura.

Prologado por el Duque de Feria y editado por MR (Grupo Planeta), el manual glosa acerca de todo aquello que interesa a cualquier hombre que quiera conocer los fundamentos del vestir, a partir de los cuales cada uno interpreta su propio estilo. En palabras de su autor "a lo largo de sus más de trescientas páginas y cien fotografías analizo lo que muchos de nosotros consideramos como correcto a la hora de vestir de traje, de sport y de ceremonia".

Vale la pena resaltar que, en estos tiempos de mediocridad que nos ven transitar, haya personas que se animan a escribir sobre temas claves para nuestra vida en sociedad. Aunque muchos seguro que las consideran frivolidades.

Desde estas humildes líneas quiero felicitar al Aristócrata por su libro, el cual llegará a mis manos en cuanto regrese a España o un alma caritativa lo envíe por estas tierras.

miércoles, 15 de junio de 2011

Quiero ser de izquierdas


Yo siempre he querido ser de izquierdas. Mayormente por la cantidad de ventajas que tiene serlo. Para empezar está mucho mejor visto ser de izquierdas que de derechas. Peor aún si uno se autodefine como liberal reformista, que tiene más connotaciones religiosas que políticas.

Ser de izquierdas, así a secas, tiene la gran ventaja de que uno, sin tener que dar más explicaciones, está a favor de los pobres, los desfavorecidos por cualquier circunstancia, los menesterosos y cualquier subgrupo humano merecedor de pena o lástima. En otras palabras, que por ser de izquierdas uno ya es portador de una autoridad moral que lo protege de cualquier posibilidad de plantearse estar equivocado en cuanto a lo que opina.

Aunque lo más importante es que para ser de izquierdas no hace falta plantearse nada, simplemente hay que seguir las consignas izquierdistas al uso. No es necesario analizar datos, escrutar cifras o pensar en causas y consecuencias de una determinada postura política o económica, basta con alinearse con la posición generalmente aceptada por los gurús de la cuerda. Indudablemente eso ahorra mucho tiempo, esfuerzo y quebraderos inútiles de cabeza.

El pensamiento de izquierdas se simplifica al máximo y eso es una gran ventaja. Porque todo se vuelve blanco o negro y no hay tonos de gris, sino buenos y malos. Pongamos unos ejemplos prácticos para entenderlo mejor:

Judíos = malos Palestinos = buenos
Bancos = malos Cajas = buenos
Desarrollo = malo Ecologismo = bueno
Religión = mala Ideología = buena
Pinochet = malo Fidel Castro = bueno
Bush = malo Obama = bueno (hasta hace un mes)

Y así de fácil y cómodo todo. Lo cual resulta ser, como vengo diciendo, muy conveniente en esta sociedad nuestra.

A pesar de todas las ventajas, y los escasos o nulos inconvenientes, yo no he logrado ser de izquierdas. Tuve mi momento de debilidad en aquella lejana y tierna adolescencia de provincias, pero la fiebre se pasó muy pronto. Desafortunadamente. La cuestión es que no tardé en darme cuenta de que el estilo de vida de los izquierdistas, públicos y privados, que me rodeaban poco o nada tenía que ver con los dictados morales de su propia ideología.

Claro que desde que Víctor Manuel, el que algún día fuera cantante del régimen franquista, dijo aquello de “soy comunista, no gilipollas”, a todos nos quedó muy claro que la pátina de autoridad moral que recubre a las personas de izquierdas está a prueba de opiniones y comportamientos. Si se cree firmemente en la igualdad, ¿qué derecho tienen los demás para juzgar mi acomodado estilo de vida?. Porque la igualdad sirve para defenderla en la piel ajena, nunca para promulgarla en el ámbito personal: yo tengo más porque me lo he ganado y además soy de izquierdas.

La cuestión es que creo que a estas alturas de la vida no lo voy a conseguir. Por mucho que me empeño y pongo atención a lo que dicen los líderes y gurús de la izquierda, en cuanto analizo el discurso –quién me mandará a mi analizar ni cuestionar nada, procediendo de aquellos que cuentan con tanta autoridad moral-, empiezo a ver lagunas por todos lados y tengo que contradecirlos automáticamente.

Que nadie me malinterprete, no se trata de acusar a nadie de hipócrita. A lo que yo me refiero es a la sistemática ejecución que hacen los izquierdistas acomodados de los comportamientos contrarios a los que públicamente defienden. Lo cual es muy diferente, claro está.

¡Con lo fácil que lo ponen y no hay manera!. Hasta películas y documentales muy entretenidos y llenos de efectos especiales divulgan los nuevos intelectuales de la izquierda, pero yo me resisto a las incómodas verdades y a las denuncias en formato alta definición. Casualmente todas estas cintas generan pingües beneficios a sus izquierdistas autores, pero eso es sólo una disfunción del capitalismo, tan odiado por los que con más fruición recogen sus frutos.

Como digo, siempre he querido ser de izquierdas, el problema es que me estoy resistiendo demasiado, a pesar de los parabienes que depara a sus seguidores.

jueves, 28 de abril de 2011

La ortografía y la elegancia


Resulta muy complicado no cometer errores ortográficos. Estoy convencido de que si el amable lector repasa las líneas aquí escritas a lo largo de los últimos cuatro años -ahí es nada- encontrará unas cuantas faltas ortográficas. El problema viene cuando no estamos hablando de miles de palabras, como las que aquí ya se han escrito, sino de un puñado de sílabas cargadas de errores.

A mi me duelen los ojos cuando leo correos de personas, pretendidamente versadas, que contienen siete faltas de ortografía en tres líneas. O esos otros que ponen su frase del día en feisbuk con dieciocho errores: “lo pasamos demaciado vien en la plalla”, por ejemplo. Aunque peor aún son los que creen tener cierta aptitud literaria en lo que escriben y te salen con retahílas del estilo: “me a persiguido una calabera y la e buscado un poco mas”.

Confieso que siento la irrefrenable tentación de comentarles exponiéndoles amablemente la barbaridad que acaban de escribir. Lo que ocurre es que el analfabeto funcional, que habita tras la trinchera de la ignorancia ortográfica, suele ser un ser que acepta mal la crítica. En otras palabras, que señalarles sus errores conduce a la negación, cuando no al cabreo supremo. El ego humano es así, le cuesta admitir el error y más aún la ignorancia.

Por estas latitudes los errores se ven aderezados además con la incapacidad generalizada para discernir entre escritura y pronunciación. Básicamente me refiero al fenómeno del seseo. “Ayer fui al gimnacio”, recetan algunos con título universitario y se quedan tan anchos. Al pronunciarse la ce de igual modo que la ese, la inmensa mayoría de los locales cree que tiene la potestad de confundir la ce y la zeta con la ese cuando le da la gana. Si se les hace ver el error, automáticamente afirman: “Sorry, fue un dedaso”, y que siga la fiesta.

Capítulo aparte requerirían las tildes. Ahí no distinguimos entre latitudes ni longitudes. Su uso se restringe a una minoría, entre la que nos encontramos los que nos refugiamos en la escritura para curar los dolores del alma, que son los peores. La canalla se consuela con drogas más livianas, como el alcohol o la compra compulsiva, que no requieren de esmerada ortografía, sólo estómago resistente y algo de dinero.

La tecnología, como ya se ha dicho aquí, no ha contribuido positivamente a evitar el problema. Las herramientas están ahí –que no hay, del verbo haber-, pero al personal le da pereza utilizarlas. Resulta tan sencillo como entrar al sitio de la Real Academia de la Lengua Española y revisar cómo se escribe aquella palabra que jamás se utilizó. O bien realizar una simple revisión ortográfica de las que incorporan los procesadores de texto, es decir, el Word de toda la vida.

Lo que me resulta más llamativo de este asunto es comprobar cómo a la gente, tan orientada a someterse al control de sus hábitos por parte de la masa, el qué dirán y demás tics borreguiles, no tenga el menor reparo a la hora de demostrar públicamente su incapacidad para escribir una línea sin faltas de ortografía. El motivo quizá lo encontremos en que la mayoría de los dictadores agazapados que nos rodean son los primeros criminales de la lengua que nos cobija.

martes, 29 de marzo de 2011

La mediocridad y la elegancia


En las líneas que preceden a estas reflexionaba acerca de lo que representan los complejos para la vida en sociedad. Existe otra vertiente sobre este particular que no puedo dejar de lado. Se trata de lo que generan, mayormente, los complejos para el individuo que los sufre en primera persona: mediocridad.

Yo nunca he escuchado a nadie afirmar que es una persona mediocre. Aseveramos ser unos jugadores de golf mediocres, unos blogueros mediocres o unos cocineros mediocres; pero jamás individuos mediocres. La realidad es que todos conocemos gente mediocre. El motivo, como diría el filósofo americano Emerson, es que “todo hombre es sincero a solas, la hipocresía se manifiesta en cuanto aparece una segunda persona”.

Dicho de forma clara y concisa, la mediocridad está extendida y aceptada en el fuero interno de gran parte de los seres que nos rodean. Por mucho que la inmensa mayoría de los mediocres se empeñen en ocultarlo.

Por eso la mediocridad es enemiga íntima de la elegancia. Porque el mediocre busca el respaldo de la manada y el cobijo de la aceptación ajena. El ser elegante, por el contrario, no necesita de la continua aprobación del resto de los mortales. Es por eso que los complejos son el fundamento de la mediocridad.

Existen dos tipos básicos de mediocres: los que actúan como mediocres y los mediocres que se sienten “especiales”. Esto es, los que intentan disimular su mediocridad refugiándose, por ejemplo, en alguna afición que ellos creen envidiada por el resto de los mortales. Así vemos hordas de mediocres “especiales” aficionados a la moda de extrarradio, la literatura coreana, el cine pakistaní o los sistemas operativos de código abierto, excepto Linux, inhabilitado por su evidente popularidad o su falta de rareza.

El mediocre que oficia como tal no tiene ese tipo de problemas, dado que transita por el mundo sin tomar demasiado en cuenta su hándicap. No obstante, sus complejos le obligan a tener una vida mediocre, al no ser capaz de desenvolverse con normalidad ante la vida y asume que es lo que merece o le tiene reservado el destino.

Pero la mediocridad tiene alguna que otra ventaja. Porque si en esta vida hay algo que une más que el odio es precisamente la mediocridad. Los mediocres son así. Dios los cría y ellos se juntan. Es el resentimiento social el que les permite hacerse fuertes junto al resto de los de su categoría. Ese es el único momento en el que el mediocre se rebela, no contra su condición, sino contra la sociedad a la que él mismo ha entronizado.

Mientras los mediocres “especiales” intentan acceder a la normalidad acercándose al resto de la población con ínfulas de seres tocados por alguna especie de mano divina. Hablan más de la cuenta siempre que la conversación les pueda permitir destacar. Pero en el fondo los complejos siguen ahí y, al final del día, acaban despotricando con la fiel compañía de algún mediocre irredento.
Otra ventaja del mediocre es que su condición no es irresoluble. La mediocridad, parafraseando a algún que otro sabio contemporáneo, es una actitud. De modo que sólo hay que superar los complejos para abandonar la senda de la mediocridad.

viernes, 11 de marzo de 2011

Los complejos y la elegancia


Hace años emitían un anuncio de güisqui en televisión. Era el destilado de malta más barato del mercado, entonces las estanterías de los supermercados no estaban saturadas de marca blanca. A la gente parecía darle vergüenza admitir que bebían la marca más económica del mercado. Aquel anuncio de güisqui DYC tenía como lema “Gente sin complejos”.

En cierta manera aquel comercial venía a ser un fogonazo de lo que vengo yo a contar en el artículo anterior: todo es tan sofisticado, tan retorcido y tan pseudo-intelectual –como dirían mis compañeros de la APIA-, que existe un complejo terrible a no estar en sintonía con lo que nos rodea. De ahí nacen los complejos que nos infunde, con nuestro beneplácito, esta sociedad nuestra.

Y no se trata de lo que uno consuma o use, sino de lo aparentemente refinado que sea nuestro gusto. De lo caro o rebuscado que sea lo que nos gusta para vestir. De lo extravagante que sea nuestro gusto musical. En realidad a lo que nos referimos es a lo comúnmente aceptado que está lo que comemos, bebemos, escuchamos o poseemos.

Veamos algún ejemplo curioso. Dentro del mundo de los denominados fashion bloggers, existe una categoría particularmente especial bautizada como egobloggers, es decir, personas que se ponen un outfit –o modelito- y se toman fotos para colgarlas en su blog. En principio podríamos pensar que se trata de gente “sin complejos”, porque, honestamente, hay que echarle mucho valor para colgar en Internet una foto tuya posando en plan fashion diva.

Pero la realidad, una vez más tozuda, es que este tipo odas a la autoafirmación generalmente son actos de búsqueda de la aprobación por parte del prójimo. Un detalle curioso. Los egobloggers siempre detallan al final de su shooting la marca de cada uno de los artículos que lucen. Invariablemente aparecen muchos denominados vintage, old –que viene a ser lo mismo pero con menos glamur- o similares. A mi no me cabe duda, todas esas prendas rodeadas de un halo de misterio o pretendidamente procedentes de alguna herencia familiar, han sido adquiridas en lugares innombrables: mercadillos, tiendas de propietario con los ojos rasgados, etc. Lo cual es absolutamente inconfesable para cualquier fashion victim que se precie.

Más grave aún que esta actitud en la cual puede resultar imposible no caer en ocasiones, es la que presentamos –me incluyo, por supuesto- juzgando gustos ajenos. Ante ellos –nosotros- es ante quienes debemos reafirmarnos realmente.

Yo siempre llevo conmigo un dispositivo de almacenamiento musical, el cual tiene otras funciones que no vienen al caso, lo cual me permite utilizarlo en distintos ámbitos. En la fiesta de un amigo que se acaba de mudar y no ha sacado los vinilos de las cajas, el fin de semana en la playa en donde hay un altavoz pero no hay música o en la oficina, en donde nadie se atreve a desvelar sus gustos musicales o a prestar el ipod.

Este acto de generosidad mío siempre es duramente criticado cuando desvelo algunos de los contenidos de mi reproductor. Pero yo permanezco imperturbable, conocedor de que los que me critican lo que sienten es envidia. Sí, envidia porque puedo gritar a los cuatro vientos: ¡Me gusta el reggaetón!, ¿y qué?.


P.S. Los de la foto son Wisin y Yandel. Recomiendo su éxito "Estoy enamorado".

martes, 8 de febrero de 2011

El gin tonic y la elegancia



Me declaro un firme admirador del gin tonic. Tomo este insigne brebaje con asiduidad desde hace unos diez años. Quizá más. Mi afición es tal que lo he probado de muy diversas formas. Por ejemplo, hace unos años, descubrí que con un golpecito de campari tiene un toque muy particular. Pero pronto regresé a la fórmula clásica, eso sí, con unas gotitas de angostura. Particular mezcla que me acompaña desde hace algo menos de tres años.

Igualmente he probado varias marcas de ginebras y cinco o seis de tónica. Finalmente he decido que Hendricks es la que prefiero y que la tónica no importa tanto. Aunque lo cierto es que la marca de la ginebra no es lo esencial en esta relación. Importa, pero no lo es todo.

Resulta lógico ir probando y buscando nuevas combinaciones, nuevas variaciones sobre un mismo tema. Lo que no se justifica es que existan ¡300 marcas de ginebra! en el mercado español. Como tampoco está justificado que muchas de estas ginebras, nacidas al albur de al moda por el gin tonic, requieran de una especie de forma magistral para ser consumidas adecuadamente.

Hace unas semanas fui a tomarme un gin tonic con un amigo a la cafetería de un conocido hotel malagueño. Uno de estos lugares que ahora se hacen llamar after lunch, es decir, un sito al que se va a tomar un café o un copazo después de un almuerzo -generalmente de negocios-. Cuando pedí el gin tonic de Hendricks al camarero, vi que el tipo consultó detrás de la columna que dividía la barra en dos. En seguida sacó de la nevera una botella de una tónica que no había visto en mi vida, empezó a quitarle la piel a un pepino y sacó una copa un tanto estrafalaria a la que añadió hielo en cubitos.

El tipo estaba siguiendo la "receta" magistral que se supone que debe seguirse para cualquier cliente que pide un gin tonic con Hendricks. Esa era la chuleta que consultaba detrás de la columna. Un recetario que marca exactamente lo que debe ponerse con cada tipo de gin tonic. "Fever tree con rodaja de naranja y vaso de maceta para la G Vine y Q tonic, cáscara de pepino y copa de balón para la Hendircks".

No me cabe duda de que para el gerente del restaurante ese nivel de detalle en el servicio al cliente es todo un logro, pero para mi era un verdadero insulto como consumidor habitual de gin tonic.

El camarero, tan versado en la elaboración del gin tonic como máxima expresión del esnobismo contemporáneo, desconocía de la existencia de la angostura, ingrediente básico para el barman verdaderamente profesional. El hombre lo que sabe es seguir los pasos de lo que dice la lista de ingredientes para preparar una copa al gusto de los nuevos connoisseurs de after lunch, pero de ahí que no lo saquen, lo suyo es el cacique cola.

Claro que todo lo anterior no es más que una alegoría de esta complicada vida nuestra.

lunes, 17 de enero de 2011

Decoración sueca y elegancia


Tengo que confesar que me encanta ir con mucha frecuencia a Ikea. Entrar durante unas horas en el maravilloso mundo de la decoración sueca, amplificado a todos los aspectos del excelso modo de vida del país nórdico, me hace sentir mejor.

No sé si a todo el mundo le ocurre, pero cuando yo entro a Ikea me siento como más moderno. Todo tan estructurado: la lista de la compra, las bolsas de rafia, las flechas en el suelo para que, cual oveja que sigue a su pastor, el visitante no se descarríe. Todo tan pensado: los lapicitos, el metro de papel, la ubicación de los productos que hay que ir a recoger en el almacén, incluso aquellos que requieren de una grúa para moverlos.

Sin ir más lejos el refectorio de Ikea es un ejemplo de urbanidad nórdica. El autoservicio tan ordenado, las delicias de la cocina sueca –reconocida mundialmente-, las mesas siempre limpias porque todo el mundo lleva la bandeja sucia a su sitio –no como en McDonalds- y ese silencio casi sepulcral en la antesala del universo sueco de la decoración.

No se engañen, no todo es decoración en Ikea. En realidad de lo que se trata es de sumergirse en el fascinante mundo de la vida del sueco medio. Así que la decoración es la punta de lanza. Detrás viene la laureada arquitectura, la simpar cocina, e incluso la inmejorable literatura del país nórdico. De ahí que cuando el visitante piensa que a lo que va a Ikea es a comprar muebles de usar y tirar, en realidad lo que está haciendo es comprar un trozo del estilo de vida sueco. ¿No es maravilloso?.

Se nota en los pasillos. La gente se vuelve más cívica, menos brusca, más centrada. No es como entrar a esas tiendas de ropa rápida, en las que el personal lo deja todo manga por hombro. Los clientes tienen cierto aire de modernidad. No faltan los gafapasta que se sienten dentro de su líquido amniótico de modernidad cosmopolita low cost. Tampoco se echan de menos los distinguidos miembros de la clase media con pretensiones, igualmente henchidos de escandinavismo.

No faltan, por supuesto, las contínuas referencias al ecologismo en toda la tienda. Que si paga la bolsa de papel, que si no te lleves el catálogo a tu casa, que si sírvete el café en la misma taza, etc. Sin embargo, la gran realidad es que el monstruo de la decoración sueca tala anualmente varios bosques para editar su catálogo, con cerca de 200 millones de ejemplares por temporada. Muy ecologista, sí señor.

Incluso hay quién habla de democratización del diseño y la decoración como grandes logros de la marca sueca, pero lo cierto es que se trata del triunfo de la homogeneización por la vía del mobiliario. Por lo hablar de esa idea tan pueril de ir renovando el mobiliario cada cierto tiempo. No creo que los suecos, con el frío que hace como para andar cambiando muebles cada dos años, se hayan inventado semejante teoría.

En fin, que me encanta porque me siento tan… sueco, que cuando salgo necesito ir a una tasca o a un bar de los que abarrotan las calles de nuestras ciudades españolas. No vaya a ser que tanta línea recta y tanto pensamiento unipolar me convierta en un ordenado ciudadano escandinavo de esos que sólo usan camisas blancas.