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lunes, 3 de septiembre de 2018

El camino corto

Vivimos en una sociedad egoísta y cada vez más competitiva. Competimos entre nosotros por cada pequeña cosa en la que hay dos seres humanos involucrados. Lo vemos a diario. En las calles, en el trabajo, por todas partes. 

Personas que corren triatlón pero estacionan su carro –lleno de calcomanías de sus logros atléticos- en el parqueo designado para discapacitados. Otros dejan la botella de plástico botada a la par del basurero en el parque. Conductores que usan el carril de giro a la derecha para meterse delante de los que van a girar a la izquierda. 

Comportamientos pequeños que parecen no significar nada, pero lo son todo. Son el fiel reflejo de esta sociedad enferma en la que vivimos. Buscamos el camino corto para caminar menos al supermercado, no agacharnos a recoger nuestra propia basura o ponernos delante de los que esperan. 

¿Qué podemos esperar de una sociedad que busca lo fácil, no molestarse, aunque molestemos a los demás?. ¿Acaso no son estos comportamientos fiel reflejo de lo que vemos en la vida pública: salarios desmesurados, amigos contratados a dedo, comisiones para favorecer una licitación, etc?. Todo con un alto grado de impunidad como la que existe en Costa Rica.

Pensamos que nuestras acciones egoístas nos favorecen, pero no es cierto. Esas pírricas victoriasno nos convierten en más exitosos, ni más eficientes, ni nos hacen mejores personas, más bien al contrario. Ese egoísmo terminará pasándonos factura más pronto que tarde.  

Hace unos días un vehículo intentaba cambiarse de carril porque delante estaba detenido un bus en una parada. El automóvil que venía por el carril izquierdo aceleró y pitó deteniendo la maniobra del que quería cambiar de carril. En ese momento el semáforo se puso ámbar y el carro que había delante decidió no continuar, de modo que el conductor que había obstruido el paso del otro se estrelló contra él. 

A diario, sin darnos cuenta, somos testigos o actores de muchas escenas de egoísmo. Nos molestan las de los demás, pero las imitamos inconscientemente buscando ese camino corto hacia el éxito. Atajos que, como al conductor que colisionó por su propio egoísmo, nos terminan perjudicando. Estamos en la búsqueda egoísta de obtenerlo todo de manera rápida, fácil y pasando por encima de los demás sin el menor reparo.

Lo peor de todo es que este egoísmo es lo que estamos compartiendo a diario con nuestros hijos. Nosotros mismos les enseñamos a saltarse las normas y les permitimos tener redes sociales sin cumplir la edad recomendada por los propios desarrolladores: “Miente, hijo mío, no vaya a ser que el resto de tus compañeros tengan y tú no”.

Así los educamos. Los problemas son siempre de los demás, de esos perdedores que siguen la fila, que parquean donde no molestan o que cumplen con las normas del condominio.  Esa será nuestro legado a la siguente generación, mediatizada ya por la sociedad de la inmediatez del like

miércoles, 25 de abril de 2018

Las redes sociales nos están matando

“Lo estaba pasando tan bien que se me olvidó subir ´stories´”. Palabras textuales de una egoblogger en su propio muro de feisbuk. El lector no sabrá si reír o llorar, pero quizá debamos preguntarnos a nosotros mismos si no hemos llegado a tal punto de estulticia. Las redes sociales están acabando con nosotros, no sólo con los que pretenden hacer negocio vendiendo la vida propia en vivo, sino con los que invertimos la mejor parte de nuestro tiempo en ellas.

Algunos expertos afirman que las redes son la nueva droga. Cada like hace que nuestro organismo libere dopamina, la molécula de la felicidad. Es rápido y efectivo. Subimos una foto y llegan las reacciones, los comentarios, los seguidores. La dopamina llega como cuando recibimos un mensaje de amor o un aumento de sueldo. Pero como cualquier droga necesitamos más. Al principio una docena de interacciones es suficiente para alegrarnos la mañana, pero después queremos más. Más likes, más comentarios, más fologüers. 

La vida real se hace ajena. Hay que estar revisando el teléfono contínuamente. Los que nos rodean no importan, sea una fiesta, un almuerzo o una reunión de trabajo. Sean nuestros compañeros de trabajo, nuestra familia o nuestros amigos. No interesan. El mundo virtual es inmensamente más interesante que cualquier atisbo de realidad que nos rodea, porque nos otorga dopamina.

Placer instantáneo y gratuito. O no tan gratuito. Esa desconexión de lo real se paga. Las relaciones se deterioran. Incluso nuestro organismo se resiente. Lo inmediato lo domina todo. Tenemos que tuitear esto, postearaquello, repostear–ojalá fuera el transitivo de hacer repostería- lo de más allá.

Hace 10 años, casi nada, comentábamos en este mismo espacio que los blogs eran mentira. Parecían el intento individualista por trascender más allá del escritorio para muchos, pero acababan siendo algo sin sentido sino tenían una buena acogida entre el grupo de afines. Incluyéndome, por supuesto. 

Ahora las redes sociales reproducen ese mismo efecto, de forma exponencial. Esa es la gran mentira: exponencial. Nunca seremos exponenciales, sólo las cifras globales lo son. Ni tan siquiera las marcas se han percatado de la falacia. Los influencers no son nadie, pero viven o se alimentan de esa enfermedad de la que muchos somos víctimas sin darnos cuenta. Un perrito ladrando a la fotografía de Donald Trump tiene más viewsque cualquier egoblogger de comarca en todos los stories de su vida.

Buscamos tener influencia más allá de nuestra casa, nuestra oficina o nuestro círculo de amigos a cambio de mermar nuestra vida y desatender lo que más debería importarnos. Buscamos una salida, una huida, un paso al vacío cibernético y exponencial. A la vez que nos olvidamos de lo mundano, lo cercano, lo real. Nos están matando.

lunes, 27 de febrero de 2017

El nuevo vehículo de los cuarentones

Hoy voy a introducirme de nuevo en el interesantísimo tema del análisis del comportamiento social, es decir, de las cosas que hace el personal porque se pone de moda o, como se viene diciendo ahora: lo que es cool. En esta ocasión tocaré un tema sensible. Se trata de la crisis que los hombres sufrimos en el entorno de los cuarenta años. Lo que en el argot trendy viene llamándose midlife-crisis.

Al cumplir los cuarenta –o cuarenta y tantos, porque no es un número exacto- los hombres sentimos que ya no somos jóvenes y atractivos. Así, comenzamos a buscar cómo volver a ser interesantes y modernos.

A algunos les da por la actividad física desmedida. Los casos de lesiones de todo tipo se multiplican, no porque a partir de los cuarenta el cuerpo ya no sea el mismo, sino porque nos da por hacer más ejercicio del que habíamos hecho nunca antes. Un tío con 45 años que no ha hecho en su vida más deporte que el levantamiento de vidrios en locales autorizados para el expendio de bebidas alcohólicas, no puede pretender ser triatleta.  Se va a lesionar seguro. 


Otros combinan lo anterior con la compra de un vehículo de corte juvenil. Con el boom del ladrillo, la compra de descapotables de alta gama en España se disparó entre los mayores de cuarenta años. La correlación entre la compra de estos vehículos y el divorcio era cercana al cien por cien. Dicho de otro modo: Divorcio = Mercedes SLK.

En Costa Rica el fenónemo también se ha visto traducido en la venta masiva de otro tipo de vehículos: los pickups, conocidos en España en mi época como rancheras. Los cuarentones optan aquí por esos coches inmanejables que confieren al usuario un aire juvenil. Recordemos que en el pickup uno puede llevar la tabla de surf o la bicicleta de montaña, accesorios que no pueden faltar en esta etapa de la vida.

¿Qué no tiene bicicleta o tabla de surf?. No importa, nadie conoce ese dato. Lo que queda claro es que si uno tiene una ranchera es porque tiene una vida muy activa. Como cuando rondábamos los veinte.  De hecho este tipo de vehículos son propios de veinteañeros que los compran –los suele comprar papi- precisamente para dar ese tipo de impresión a las chicas de su edad: son aventureros, hombres de acción… y con dinero.


La cuestión es que cada mañana, cuando llevo a mi hija al colegio, me trago una procesión de padres en plena midlife-crisis conduciendo sus rancheras impecables. Todas en tonos metalizados, y ni rastro de barro, arena o cualquier otro tipo de suciedad. Al fin y al cabo son señores que no pueden ir con el coche sucio por la calle. Que nadie se lleve a equívoco.

domingo, 16 de octubre de 2016

Contra los millennials

Sentado en un restaurante el corazón político y financiero de la Ciudad de México, Avenida de la Reforma, a unos metros del Senado de la República, ocupan la mesa de al lado cinco jóvenes bien vestidos. A todas luces eran miembros de esa admirada generación a la que se denomina millennials. De inmediato se nota que se dedican a la política y su conversación discurre entorno a las necesidades de su partido de cara a unos próximos comicios. Las chicas son las más activas en la conversación.

-       La gente quiere ver una cara nueva, los viejos líderes del partido ya no llegan, asegura una de ellas con un tono de seguridad irreprochable.
-       Es cierto, con este candidato se va a complicar mucho la elección, sostiene la segunda.

El tono de voz chilango de las chicas era alto y la conversación era perfectamente audible mientras yo degustaba un pulpo a las brasas y unos tacos de arrachera. La conversación transcurrió por ese derrotero durante los cuarenta minutos que tardé en finiquitar mi almuerzo. Todo giraba en torno al tipo de personas que podían tener tirón electoral.

-       Fíjate que la gente quiere ver candidatos que hayan tenido un pasado como activistas, afirmó uno de los chicos.
-       Cierto –confirmaba la líder-, tienes que haber estado comprometido con alguna causa, lo que sea. Proteger los bosques, repartir comida a sin techo…

Era una conversación de marketing político en toda regla. Ni una sola palabra acerca de propuestas para mejorar la calidad de vida de las personas o reducir la corrupción galopante que vive el país. Lo importante era definir que es lo que los electores buscan en un candidato, sin importar el programa electoral.


La conversación, o el largo trozo de la misma a la que asistí sin ser invitado, me llevó a reafirmarme en mi reflexión acerca de los millennials, un segmento de población que llena ríos de tinta y genera mares de caracteres en las redes sociales. Los supuestos nuevos dueños del mundo, a los que se confieren actitudes y características fuera de lo que estábamos acostumbrados. “Los millennials son más independientes, críticos, exigentes y tienen nuevos valores. Por ejemplo, prefieren compartir a poseer”, afirma en sus páginas una de las más prestigiosas publicaciones de negocios del mundo, Forbes.

Ya dijo el gran Goebbels –digo gran por la repercusión de sus técnicas- que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Pero es precisamente eso, la mentira, lo que ha fabricado el falso mito de los millennials y la conversación a la que asistí en México me reafirmó en mi teoría.

Una teoría que se centra en que esta generación es la más voluble y fácil de manipular de la Historia. Sólo les interesa el marketing y todo lo que se les vende por medio de las renovadas técnicas de publicidad basadas en los medios de comunicación digital, amplificados mediante las redes sociales.

Los millennials no son la generación que salvará al mundo de todos sus males, como algunos parecen creen y vociferan desde sus púlpitos de transmisión de ideas. Al contrario. Es una generación indolente ante el trabajo, porque creen saberlo todo y reniegan de la autoridad de la experiencia. Los mayores no sabemos nada, porque no somos nativos digitales. El nuevo mantra que hemos forjado los pobladores de las generaciones precedentes.

Se trata de una generación a la que es muy sencillo inocularle cualquier idea mediante el marketing. De ahí el éxito de lo políticamente correcto entre los millennials. Desde lo (ponga una palabra)friendly, hasta lo (ponga una palabra)free. Eso sí, siempre que tenga delante el ícono de la generación: #. Ellos mismos pretenden dominar el mundo aplicando las técnicas que tanto éxito arrojan manipulándolos.




Como muestra les dejo este creativo video que nos da una idea de lo tierna que es la mente del millennial medio. Por supuesto esto es una generalización, existen demasiadas excepciones en mi entorno. Que nadie se ofenda, ni le dé demasiada importancia.


jueves, 27 de septiembre de 2012

Camisas, nacionalidades y elegancia


Francés y a la moda
El ser humano es en esencia innovador. De ahí que la moda tenga tanto predicamento entre nuestra especie. Me cuentan por estos mundos virtuales que ahora lo que se lleva en la Europa menos golpeada por la crisis (Alemania, Dinamarca, Francia… ¿Cataluña?) son las camisas de colores oscuros. Que los fornidos noruegos lucen mucho con una camisa en tonos grises azulados, imagino que si es con un toque de brillo mejor todavía.

¿Quién no desearía vestir una camisa en tonos iphone o, aún más moderna, tonos galaxy note, de esas que nos propone Hugo Boss?. Pues un servidor de ustedes no sólo no la vestiría jamás, sino que le parece que es el más flaco favor que se le puede hacer al buen vestir de un caballero.

¿Cuándo los alemanes, los daneses, los franceses -o sus imitadores los catalanes- han sido el modelo a seguir en lo que a la vestimenta masculina se refiere?. Nunca. Jamás. Los nórdicos en general sólo usan camisa blanca, a ser posible de manga corta y con bolsillo para colocarse un par de lápices –estilismo ingenieril-. En su vida han combinado una camisa de rayas y han tenido que inventarse otros colores lisos de camisa para distinguir entre ir a la oficina e ir a tomarse unas copas.

A los alemanes los vemos en las costas españolas luciendo sus impecables chanclas con el calcetín oportuno. Cuando no, salen a la calle con esos zapatos de color indefinido y el mismo calcetín de las chanclas. Sí, Hugo Boss era alemán. Lo suyo eran los uniformes y de no ser por la derrota de Hitler, ahora todos vestiríamos sus prendas. Probablemente sin tener que pagar doscientos euros por una camisa que parece la carcasa de un teléfono móvil. ¿Los vamos a tomar como ejemplo a la hora de elegir camisa?.

De los franceses qué podemos decir que no se sepa. Tristones vistiendo, homogeneizaron la camisa gris perla como símbolo de modernidad en la vestimenta masculina. ¡Debe ser muy duro vivir entre Inglaterra, Italia y España, cunas de la elegancia masculina!. Lo de los franceses siempre ha sido diseñar ropa de mujer y apenas les ha quedado inspiración para las corbatas. Hermès ya no es lo que era y se ha echado al monte de la modernidad y la innovación mal entendida.

Las camisas de colores oscuros fue una moda pasajera que algunos, los de arriba y sus imitadores, se empeñan en prolongar más allá de lo admisible. Más aún con el apoyo de la industria estadounidense que también vende lo suyo a base de camisas metalizadas. Aunque aquí la culpa puede ser de Sam Rothstein (Robert de Niro) y su colección de camisas un tanto peculiares en la película Casino.

El colmo quizá –y eso lo vivimos en España en primerísima persona- sean las camisas negras. A siempre me han parecido camisas propias de bailaores de flamenco y propietarios de casas de lenocinio; y los restaurantes lo consideran el uniforme oficial. Sin embargo, ahora hacen furor entre determinados profesionales que las han adoptado como símbolo de modernidad. Igual algunos señores que viven lo que los cursiles llamamos la midlife-crisis las lucen orgullosos en bares y discotecas. Preferiblemente en materiales suaves, como la seda.

A un servidor lo tienen que perdonar. Sobre todo porque lo de la innovación no termina de asimilarlo con la vestimenta. Sí, yo soy un gran aficionado a adquirir los últimos artilugios electrónicos. De ahí, a portar una camisa negra y/o gris con destellos metálicos, transcurre una amplia línea –esta vez no es nada delgada- que me niego a traspasar.


sábado, 7 de julio de 2012

Los frutos del desconocimiento


En ocasiones, de las conversaciones más insustanciales se aprende más que de los sesudos monólogos. En realidad casi siempre. El desconocimiento a veces nos entrega las más bondadosas lecciones, mayormente cuando aparece taimado en esas charlas inocuas y vanas. Así es como vengo yo descubriendo el vacío de elegancia que sufre nuestra sociedad.

Bajo un atuendo más o menos correcto, desfavorecedor en cualquier caso, a buen seguro víctima de alguna tienda de ropa rápida, sino de alguna boutique de esas que en pleno siglo XXI continúan con esa imagen tan de los ochenta, hay jóvenes que nos revelan lo limitado de su conocimiento social.  Personas que desconocen la posibilidad de que un hombre vista zapatos sin calcetín, o que use calcetines ejecutivos, como dirían en el lenguaje de los fáciles de impresionar, son legión.

Llegados a ese punto uno empieza a divagar acerca de la vestimenta masculina por estos lares del planeta. Que si las chaquetas con dos cortes atrás, que si los dos botones, que si el entallado. Sin necesidad de llegar a las profundidades del uso de la camisa, uno va sintiendo cómo la legión va desconectando. No interesa. Están en otra cosa.

Recuerdo cómo antes de cumplir los veinte ya me había leído cualquier manual de buenas maneras, cómo engullía cada línea de la sección de estilo de la revista Dinero, cómo me preocupé por cultivar el conocimiento de las formas y los modales. Luego descubrí, como ya se ha contado aquí, que el dandismo consiste en conocer las normas para poder romperlas.

Ahora con veintitantos años la inmensa mayoría de las personas, subidas en los pep toes de saldo o en las cómodas zapatillas con aspecto de zapato, difícilmente distinguen entre un mocasín y un náutico; ni saben que las camisas se pueden hacer a medida. De lo contrario el único día al año que usan corbata no llevarían ese cuello flojo tan espantoso. Ahora el dandismo lo representan personajes del estilo de Jennifer López y Justin Timberlake, los cuales tampoco dan la impresión de conocer mucho de normas de urbanidad.

A partir de ahí, ¿qué podemos pedirles a estas generaciones que avanzan en la vida social?. ¿Qué pongan la mesa de forma adecuada?. ¿Qué dejen de usar camisas en tonos malva para ir a una boda?. No, simple y sencillamente lo que podemos esperar es que imiten todo lo que van viendo en la televisión, las revistas y las amistades. Todo mezclado con un poco de ese acervo de tradición que quizá la familia les ha ido heredando. Una tradición probablemente ya en desuso, cuando no anclada en parámetros antediluvianos.

Con este creciente desinterés por la urbanidad, por las buenas maneras y por las normas del buen vestir, yo diría que nuestra sociedad poco a poco se va consumiendo en un mar de mediocridad. Baste decir que los vaqueros se han convertido, súbitamente, en una prenda aceptada incluso en actos de cierta categoría por imperativo legal de alguna diseñadora de imagen imitable.

jueves, 16 de febrero de 2012

De la masa adocenada al crowdsourcing


Es un tema recurrente de este blog el de hablar de la necesidad humana de pertenecer a un grupo. Lo vengo señalando casi desde que empezó este espacio y luego me he referido a él en repetidas ocasiones. La sociedad de la información, que es esa cursilada a la que nos referimos como la época en la que vivimos, nos ha dotado de innumerables herramientas para huir del adocenamiento. Sin embargo, la naturaleza humana, en su condición animal, se sobrepone al progreso y el instinto de pertenencia prevalece.

Este universo digital y de la comunicación global lo que ha permitido, en mi particular opinión, es homogeneizarnos más aún. A pesar de las infinitas opciones que aparecen en nuestro horizonte gracias a las nuevas tecnologías, nosotros siempre, como la cabra, tiramos al monte, es decir, a lo seguro.

Podríamos pensar que, por ejemplo, la posibilidad de tener un blog es un instrumento de individualización extraordinario, pero la realidad dice lo contrario. Ahí tenemos a los egobloggers como botón de muestra. Han convertido esta herramienta para salir de la masa en una forma de pertenecer a una categoría social de más que dudosa elegancia. No sólo me refiero al fondo del asunto, sino a las formas: las mismas poses, el mismo tipo de letra, el mismo formato de post –recordemos que este tipo de personas postean, no publican-, etc.

Hace unos días tuve ocasión de asistir a un evento TED. Para los profanos les diré que es una especie de conferencia en la que participan un puñado de ponentes en exposiciones cortas. Una suerte de monólogos encadenados que se graban y luego se emiten por Internet. Hablan de temas de lo más variopinto y algunos cuentan chistes o interpretan piezas musicales.

Casi todos recurren a lugares comunes de lo políticamente correcto: el cambio climático, la pobreza mundial, lo importante de hacer ejercicio y eso de los nuevos “paradigmas” de la sociedad, todo bañado de una especie de canto a lo cool que es estar allí. La esencia es ver a una señora con micrófono inalámbrico, gesticulando de un lado a otro del escenario y contándonos su historia de superación en la vida. Entren a la sección Inspiring de los TED talks y me lo cuentan.

Ahí me di cuenta de que los viejos aglutinadores de nuestra sociedad han cambiado radicalmente. Ahora el punto de encuentro de la manada no es el cafetín, que dijera Ortega en La rebelión de las masas, ni el bar de la esquina de Joaquín Sabina, ahora es la Red. Ahora nos agrupamos por medio del blog, el tuiter y el feisbuk y los mantras de nuestra sociedad se dictan en los TED talks, entre otros medios autorizados.

Hemos dejado de ser la masa adocenada para convertirnos en crowd. Por eso no tomamos café con los amigos, sino que hacemos crowdsourcing. Mientras los más avezados se dedican al crowfounding, es decir, lo mismo pero con la intención de sacarnos el dinero a los que formamos el crowd.

Aunque no todo es virtual para este nuevo tropel. Para eso se han puesto de moda las maratones multitudinarias y demás pruebas deportivas llevadas al extremo; para eso están las manifestaciones y acampadas en plazas públicas convocadas a golpe de tuit; para eso han nacido los TED, aunque dé igual verlos en el iPad que presenciarlos en directo; y, finalmente, aún persisten los conciertos de música y los pujantes festivales.

Al fin y al cabo seguimos siendo humanos, demasiado humanos, que escribiera Nietzsche. Aunque yo creo que nos hemos divido en dos grupos: los que necesitan pertenecer y los que buscan trascender.

martes, 17 de enero de 2012

A vueltas con los nombres


Años atrás, con ocasión de los nacimientos de los hijos de algunas personas cercanas, tuve ocasión de desgranar la importancia de los nombres escogidos para los vástagos de cada uno. En aquella ocasión mis referencias eran muy evidentes. Las Jennifer o los Kevin, así como la nueva hornada de Isabellas que surgía de este lado de la Mar Océana, eran y continúan siendo una práctica señalada como poco elegante en cualquier foro que se precie.

Aquellas líneas me consta que fueron -y continúan siendo- muy visitadas por algunos padres, que veían en la Red una forma lícita de búsqueda del nombre de sus descendientes. Espero que sirvieran de algo al igual que éstas que el amable lector se digna a continuar recorriendo con su mirada.

Ahora en España la nomenclatura de la progenie se ha vuelto un poco más sofisticada. Huyendo de los nombres tradicionales se empieza a optar por variantes un poco más creativas, o bien se echa mano del Cantar del Mío Cid para ponerse en el otro extremo. Lo cual no deja de ser un acto de creatividad en mi humilde opinión.

Así, entre la golpeada clase media con pretensiones que pulula por la piel de toro, hace tiempo que empiezan a adoptarse como comunes nombres que no dejan de ser foráneos y versiones de los tradicionales. Martina seguramente es un nombre muy común en Argentina o Chile, pero no es propio de los nacidos en España. Lo mismo ocurre con Daniela o Andrea, por poner dos ejemplos que comienzan a poblar la fauna urbana patria. Como lo hacen los periquitos americanos, que campan por sus respetos en los parques públicos a los que acuden las criaturas que, ufanas, portan el nombre de alguna modelo, cantante o actriz.

Entre los varones hace furor Hugo. Nombre que tampoco es usual en la Madre Patria, pero que tan de moda han puesto entre cantantes y actores de series. Una variante de este caso son los que bautizan –por lo civil o por la Iglesia, tema sobre el que reflexionar otro día- Iker, Jordi o Pau a su retoño de nacimiento y profundas raíces extremeñas.


Particularmente me chocó saber que el más respetado de los toreros de nuestro país, Enrique Ponce, acaba de recetar a su neonata como nombre de pila Bianca. Lo cual sin duda debe ser una ocurrencia de su amada esposa, tan prototipo maleni ella. A todos los efectos es como llamarle Mía a la criatura, elección con mucho predicamento en estos tiempos que corren, al igual que Fiorella. Nombres que suenan genial cuando van acompañados de un apellido foráneo, pero que chirrían acompañados de los apellidos españoles.

Otra tendencia es el recorte y adaptación. Aparecen así los Leos, Teos y de mas eos, todos muy propios de vástagos de actores y actrices en busca de dar continuidad la saga familiar de histriones por la vía del nombre más o menos ocurrente. Véanse los Libertos, Albas, Lunas y demás elevaciones a la categoría de nombre de pila de sustantivos corrientes. A estos hemos de sumar los hipocorísticos que toman carta de naturaleza como nombres de pila, es decir, Lola en lugar de Dolores o Lolo en lugar de Manuel. Otra nota creativa con gran aceptación en el mundo de la farándula y sus más acérrimos seguidores.

No piense el lector que lo que yo propugno es el santoral como única guía válida a la hora de nominar a nuestros hijos. Fíjense en esta nueva pléyade de infantes con nombres procedentes de lo más profundo de nuestras raíces cristianas, emparentando casi con los reyes godos. No es de extrañar recorrer las calles del barrio de Salamanca y escuchar como los afanados progenitores gritan a sus Covandongas, sus Iñigos y sus Pelayos. Sinceramente, y a riesgo de ser juzgado de poco aristocrático, tampoco lo veo.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Marujas versus malenis, algo más que matices


En el imaginario popular español existe un personaje histórica e injustamente denostado, se trata de la maruja. Es el calificativo "maruja" el que se refiere a nuestra tradicional ama de casa. Generalmente una señora trabajadora en su hogar, que se preocupa de sus seres queridos sin mayor pretensión que la de recibir el afecto de los que la rodean.

Esta señora podríamos definirla por su humildad, su carácter amable y la sencillez en su forma de vida. Siendo la visita semanal a la peluquería, el mayor de sus tics sibaritas. Todo un ejemplo de cordura en estos tiempos que corren.

La maruja, sin embargo, es un ejemplar que inexorablemente va camino de la extinción. La incorporación de la mujer a la vida laboral, el cambio de rol -¡qué expresión más políticamente correcta, oiga!- del género femenino en la sociedad y la creciente complejidad de nuestro mundo, están acabando con la cálida, servicial y entrañable maruja. En su lugar se abre paso con fuerza en la jungla social un nuevo personaje con el firme propósito de sustituirla: la maleni.

La maleni es un ser plenamente integrado en la sociedad moderna. No necesariamente tiene que ser ama de casa como fundamento de su condición, es más, de serlo lo niega o hace lo imposible por no parecerlo. Algunas incluso trabajan en los más diversos oficios: esteticién, dependienta en una tienda de ropa rápida o hasta celadora en una clínica de cirugía plástica a crédito. Es decir, estamos ante una mujer profesional, independiente, segura de si misma… y cualquier otro tópico digno de los mejores presentadores de las pasarelas de los años 70.

En contra del conservadurismo propio de la maruja, la maleni es un ejemplar mucho más progresista y, por tanto, tiene inquietudes mucho más allá de las propias de buscar la excelencia en la ejecución de las tareas domésticas. De este modo, la maleni es una gran conocedora del mundo de la moda, si bien este conocimiento no se ve reflejado en su indumentaria. Y es que la maleni tiende más a imitar a sus ídolos televisivos, verbigracia Belén Esteban y Terelu Campos, antes que innovar y recubrirse de prendas que pudieran no causar sensación entre los selectos círculos sociales en los que se desenvuelve habitualmente.

A la maleni también le gusta viajar. Recordemos que los viajes son la quintaesencia de la sociedad moderna. Si no se está un poco viajado, no se puede despuntar en los influyentes grupos que frecuenta cualquier maleni que se precie. Por ejemplo en feisbuk. Porque la maleni tiene que tener su cuenta reglamentaria en la red social por excelencia y promulgar urbi et orbe su agitada agenda social. De esta forma el resto de la tribu puede perpetrar comentarios tipo “q bien q te lo montas wapa!!!”, en referencia a la foto con la piña colada, las trenzitas y un envidiable rojo carabinero en Cancún.

Las diferencias entre ambos personajes los podemos percibir en cualquier ámbito de la vida. Por ejemplo en la cocina. La maruja es fiel a la cocina tradicional. Con un poco de carne picada y unos ingredientes más, hace unas extraordinarias albóndigas; o unas exquisitas croquetas con los restos del cocido del día anterior. La maleni, más proclive a la comida precocinada, cuando se sumerge en la cocina requiere de toda clase de ingredientes exóticos, traídos de los rincones más insospechados del globo terráqueo, para poner encima de la mesa un plato medianamente comestible. Lógicamente estas sofisticadas viandas tienen que tener nombres a la altura de tan elaborada creación, como ejemplo los arrasadores cupcakes, que vienen a ser las magdalenas de toda la vida.

Como vemos esta suerte de sustitución entre especímenes de nuestra fauna social, no es una mera cuestión de matices. Mientras que la maruja es una persona con pocas pretensiones, la maleni representa justamente lo contrario. Refleja la maleni a esa clase media con pretensiones nacida al albur de los años del ladrillazo que se instaló para no marcharse y eso que pintan bastos. Se trata, por tanto, de la personificación de la elegancia perdida.


P.S. Mi agradecimiento a Raquel a volver a perpetrar un artículo ante el evidente abandono al que las musas de la inspiración -¡cursilada al canto!- me tenían sometido.

martes, 2 de agosto de 2011

Amistades, hipotecas y filosofía


Mi tío Manolo que es el más filósofo de mis tíos, aunque no sea doctor en la materia como otros, sino que trabaja en Correos, siempre dice que cuando me ve es como si hubiésemos estado de cervezas el día anterior. Claro que eso sucede una vez cada tres años, más o menos y suele ser en el escenario de la BBC, es decir, boda, bautizo o comunión familiar.

Esta enseñanza de mi tío filósofo/correo la vengo yo observando desde hace años, pero me la topé de golpe hace ahora dos meses y medio en la cena que organizamos para reencontrarnos varios compañeros del colegio. Llevaba muchos años sin encontrarme con Andrés, Ricardo o María, los íntimos de aquellos años de adolescencia, pero parecía que nos hubiésemos estado en contacto durante todo ese enorme período de tiempo.

Fue una noche larga y excitante. Remembranzas de aventuras juveniles, perfiles de compañeros ausentes y escenas de lo sucedido en el largo camino hasta llegar allí. Más bien hasta regresar de nuevo a Granada en una noche de mayo, fresca y contumaz como la vida que pretendía ser y no quise que fuera.

La cuestión es que cuando me despedí de Andrés y vi que llevaba la última recopilación de Jimmy Hendrix en el coche, de lo primero que me acordé fue de mi tío filósofo/correo y de sus sabias palabras. Era como si hubiésemos estado de cervezas el día anterior. Desde aquella noche de tapas y gin-tonic no he vuelto a saber de Andrés. Pero tengo claro que si nos volvemos a encontrar, será como si el tiempo se hubiese detenido y continuaremos la conversación inconclusa.

Indagando yo en ese pensamiento sobre la amistad, me doy cuenta de lo complejo que resulta, a estas alturas de la vida, forjar amistades como aquellas. Por mucho tiempo que uno pase trabando una relación, pareciera como que todo empieza de nuevo al día siguiente. El esfuerzo resulta ímprobo y se nos hace cuesta arriba lo que con nuestros amigos de siempre era fluidez.

Podríamos pensar que el tiempo compartido con aquellos compañeros de adolescencia fue muy amplio, pero aún mayor fue el que transcurrió desde que nos vimos por última vez. Lo cual me lleva a pensar que ahora, por uno u otro motivo la amistad es más cara, toda vez que arrastramos todo tipo de complejos, carencias y necesidades, amén de alguna que otra hipoteca.

Con la edad la amistad se complica. Quizá porque aplicamos nuestra coraza para defender nuestras intimidades y nuestros no pocos miedos. Los cuales en nuestra juventud no eran un lastre, sino más bien una forma de vida que nos unía a los que nos acompañaban en ese momento de nuestro tránsito por la existencia.

En definitiva, una reflexión ampliada de aquella que me cedió mi tío el empleado de estafeta de Correos que resultó ser más filósofo que cualquiera de nosotros. Un pensamiento de esos que a uno se le ocurren en el aeropuerto, después de una larga noche de amistad y alcohol y que no ha sido capaz de escribir hasta que el alma aprieta… pero no ahoga.

lunes, 17 de enero de 2011

Decoración sueca y elegancia


Tengo que confesar que me encanta ir con mucha frecuencia a Ikea. Entrar durante unas horas en el maravilloso mundo de la decoración sueca, amplificado a todos los aspectos del excelso modo de vida del país nórdico, me hace sentir mejor.

No sé si a todo el mundo le ocurre, pero cuando yo entro a Ikea me siento como más moderno. Todo tan estructurado: la lista de la compra, las bolsas de rafia, las flechas en el suelo para que, cual oveja que sigue a su pastor, el visitante no se descarríe. Todo tan pensado: los lapicitos, el metro de papel, la ubicación de los productos que hay que ir a recoger en el almacén, incluso aquellos que requieren de una grúa para moverlos.

Sin ir más lejos el refectorio de Ikea es un ejemplo de urbanidad nórdica. El autoservicio tan ordenado, las delicias de la cocina sueca –reconocida mundialmente-, las mesas siempre limpias porque todo el mundo lleva la bandeja sucia a su sitio –no como en McDonalds- y ese silencio casi sepulcral en la antesala del universo sueco de la decoración.

No se engañen, no todo es decoración en Ikea. En realidad de lo que se trata es de sumergirse en el fascinante mundo de la vida del sueco medio. Así que la decoración es la punta de lanza. Detrás viene la laureada arquitectura, la simpar cocina, e incluso la inmejorable literatura del país nórdico. De ahí que cuando el visitante piensa que a lo que va a Ikea es a comprar muebles de usar y tirar, en realidad lo que está haciendo es comprar un trozo del estilo de vida sueco. ¿No es maravilloso?.

Se nota en los pasillos. La gente se vuelve más cívica, menos brusca, más centrada. No es como entrar a esas tiendas de ropa rápida, en las que el personal lo deja todo manga por hombro. Los clientes tienen cierto aire de modernidad. No faltan los gafapasta que se sienten dentro de su líquido amniótico de modernidad cosmopolita low cost. Tampoco se echan de menos los distinguidos miembros de la clase media con pretensiones, igualmente henchidos de escandinavismo.

No faltan, por supuesto, las contínuas referencias al ecologismo en toda la tienda. Que si paga la bolsa de papel, que si no te lleves el catálogo a tu casa, que si sírvete el café en la misma taza, etc. Sin embargo, la gran realidad es que el monstruo de la decoración sueca tala anualmente varios bosques para editar su catálogo, con cerca de 200 millones de ejemplares por temporada. Muy ecologista, sí señor.

Incluso hay quién habla de democratización del diseño y la decoración como grandes logros de la marca sueca, pero lo cierto es que se trata del triunfo de la homogeneización por la vía del mobiliario. Por lo hablar de esa idea tan pueril de ir renovando el mobiliario cada cierto tiempo. No creo que los suecos, con el frío que hace como para andar cambiando muebles cada dos años, se hayan inventado semejante teoría.

En fin, que me encanta porque me siento tan… sueco, que cuando salgo necesito ir a una tasca o a un bar de los que abarrotan las calles de nuestras ciudades españolas. No vaya a ser que tanta línea recta y tanto pensamiento unipolar me convierta en un ordenado ciudadano escandinavo de esos que sólo usan camisas blancas.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

La religión y la elegancia


Creo haber afirmado en diversas ocasiones en este mismo espacio que vivimos en una sociedad compleja. Tremendamente compleja. Tanto que parece que estamos siendo capaces de superar miles de años de nuestra Historia como especie y nos acercamos a una civilización sin la existencia de religión. Al menos sin que el hecho religioso colectivo tenga valor alguno.

Ejemplos de este experimento no han faltado, ni faltan, en nuestro mundo de hoy. Recordemos la abolición de lo religioso que proclamaron los regímenes comunistas en el Este de Europa, con la Unión Soviética a la cabeza. Bajo la máxima marxista que dictamina “la religión es el opio del pueblo” se eliminó la educación religiosa, se proclamó la enseñanza laica –la misma que hoy proclaman muchos admiradores del marxismo-leninismo- y ahí están los resultados. Eliminados los prejuicios morales del cristianismo y derribado el muro de Berlín, surgen las consecuencias del laicismo de estado: “el dinero es el opio del pueblo”, no hay más que mirar qué tipo de sociedades han quedado sobre los escombros de las dictaduras marxistas.

Curiosamente ninguno de los iluminados políticos ni de sus mamporreros mediáticos que hoy nos recetan laicismo educativo, cuando no anticlericalismo radical, parecen haber caído en la cuenta de aquello. Tampoco el público en general que se deja llevar por esta corriente fácil de la negación religiosa –entono el mea culpa otra vez-, al mismo tiempo que piden una mejor educación en valores para las nuevas generaciones. Como si los principios y los valores los explicasen en clase de matemáticas o de inglés, como si tuviésemos que exigir al profesor de conocimiento del medio que nuestro hijo no se dedique a insultar a sus compañeros durante el recreo. Quizá este sea el motivo por el que queremos huir de la religión, porque no queremos lastres ni remordimientos. Porque preferimos exigir al sistema antes que responsabilizarnos de lo que ocurre en nuestra sociedad.

Me resulta especialmente chocante escuchar estos días a los mismos que promueven que se deje a los hijos elegir cuando sean adultos si quieren o no religión en sus vidas, quejarse de los valores en los que se está educando a las generaciones que vienen. Me parece absolutamente lamentable que los mismos que tratan de cercenar cualquier síntoma de tendencia religiosa pública, se pregunten el motivo por el que los jóvenes adolescentes de nuestro país no respetan ni a sus padres. Por eso es por lo que prohibir está tan de moda, porque preferimos las leyes a los principios y la coacción policial a la moral.

Ahora lo moderno es ser agnóstico, cuando no renegar claramente de las creencias y los símbolos religiosos que nos han visto crecer. Claro que si hay que celebrar algún evento BBC (bodas, bautizos y comuniones), no les quepa duda a los lectores de que superaremos los convencionalismos antirreligiosos para hacerlo en sede apostólica. Porque una boda que se precie de verdad tiene que ser oficiada en los altares, generalmente platerescos, de nuestra vilipendiada Iglesia Católica, no en los juzgados o en la sala de plenos del ayuntamiento, con ese toque grisáceo que siempre los impregna.

Sin embargo, corren tiempos cargados de incertidumbre y en los que las personas necesitan agarrarse a la fe, esa que tanto molesta a algunos, para seguir adelante. Por eso estoy convencido de que la tendencia que con tanto ahínco han defendido las figuras públicas del progresismo y otros sucedáneos de la democracia, se está invirtiendo. La religión, con moderación, sin fanatismos, sin supersticiones arcaicas ni actitudes antediluvianas, va camino de convertirse en el asidero moral de nuestra sociedad.