martes, 22 de diciembre de 2009

La Navidad y el reencuentro


Querido amigo,

Estas van a ser unas Navidades muy distintas a las de los últimos años. Para empezar no hemos tenido que atravesar la Mar Océana, que dijera Cristóbal Colón, para estar con nuestra familia. Aunque tampoco la vamos a sobrevolar de vuelta para reencontrarnos con nuestros seres queridos de aquella parte del Planeta.

Este año no hemos tenido que plantearnos si comprar los regalos para traerlos a España o si comprarlos aquí para llevar algo de vuelta. No, estas Navidades ni siquiera pensamos en regalos. A mi particularmente hasta me molesta la idea de recibir regalos. Ya sabes que conmigo es muy difícil acertar, pero este año el error está garantizado. A estas alturas tampoco nos hemos planteado enviar christmas a nadie, ni tampoco los hemos recibido, salvo el de Isidoro Alvarez, presidente de El Corte Inglés, que es todo un caballero y tiene una burocracia que no falla nunca.

Estas Navidades no vamos a tener que andar de casa en casa de los familiares, como en las fechas previas tampoco hemos andado de casa en casa de los amigos para despedirnos hasta el año que viene. Este año aquí ya estamos muy vistos. Ya no somos los familiares que vienen de América por Navidad, sino los que vinieron para quedarse y aquí siguen. Hemos perdido el exotismo y con él sus privilegios, los cuales, dicho sea de paso, no extraño en absoluto.

Este año la Navidad a mi me suena como algo lejano que nada tiene que ver con nosotros y que mejor que pase, rauda y veloz, sin que la notemos. Porque el simple hecho de verla venir fíjate lo que me está provocando, mi estimado amigo.

Estas Navidades no vamos a celebrar el reencuentro con la familia mientras degustamos un buen jamón ibérico. Ni tampoco vamos a celebrarlo de vuelta en Costa Rica, bien con un vaso de Old Parr en la mano, bien saboreando una taza de humeante café tico. Estas Navidades van a ser diferentes precisamente por eso, mi querido amigo, porque no va a haber reencuentro. Y déjame decirte que sin reencuentro no hay Navidades, al menos para nosotros.

Muchos abrazos y próspero año nuevo,

Paco A.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Los grupos y la elegancia


En buena teoría, el hombre es uno de los pocos mamíferos que no necesita de un conjunto de individuos para vivir. Así, las cabras, las cebras o los bisontes viven en manada, de forma que el grupo los protege en su devenir por el mundo. El lobo también necesita de la manada, pero mayormente para salir a cazar y sabotear así la protección colectiva de sus presas. El hombre, aunque vive en sociedad, que es la que lo provee de toda una serie de ventajas frente a la vida en solitario, no requiere de un grupo relativamente reducido de los de su especie para protegerse o cazar… o sí.

Porque la realidad dista mucho de certificar esa capacidad individual -o individualista- que posee el ser humano. Necesitamos de la manada porque somos esclavos de ese sentimiento consistente en formar parte de un grupo, como las cabras o los bisontes. No es por protección frente a los depredadores, sino frente a la soledad y a mundo en general que nos miraría con los ojos raros si no nos pudiese clasificar.

La pertenencia a una tribu significa, en primer lugar, identificación. Así, por ejemplo, se puede pertenecer a la tribu pija del poblado. Para ello hay que exteriorizar una serie de formas y comportamientos propios de la misma. Ayer tuve oportunidad de acudir a un mercadillo benéfico, lugar en el cual se aglutinan los miembros de este clan, mucho más numeroso de lo pueda imaginarse. “¿Has pasado por el puesto de Cuqui –nótese la ausencia del uso de la k-, tiene unos bolsos de Loewe ideales?”, le comenta una amiga, ataviada con los ropajes propios de la tribu, a otra igualmente vestida para la ocasión. “Pues yo le comprado a Juanchi la pulsera del equilibrio en el puesto de Piluca, porque me dijo Fefi que a Toti le había venido genial para volver a jugar pádel”, responde la segunda.

Formar parte de una tribu no es óbice para que los individuos cuenten luego con un grupo más reducido al que pertenecer: la pandilla o pandi. En este caso ya no son sólo los usos y costumbres, sino que la vida cotidiana se ve dirigida en cierta medida por el colectivo del que se es miembro. La pandilla condiciona ciertos aspectos de la vida del individuo, principalmente el tiempo de ocio. De esta forma uno no tiene que verse en la obligación de pensar por sí mismo: la manada lo hace por uno.

“¿Dónde vamos a ir el fin de semana?”, le pregunta el marido a su esposa el miércoles por la noche. “No sé, tengo que hablar con la peña, pero creo que el sábado íbamos a alquilar una casa en la sierra”, es la respuesta. Evidentemente ese “tengo que hablar con la peña”, significa “lo tenemos más que hablado desde la semana pasada”. La clave está en la impersonalización y en que no se cierra la puerta al individuo para que proponga o discrepe, lo cual no va a suceder porque vendría a contravenir los fundamentos de la pertenencia a la pandi.

Evidentemente, ser parte de una comunidad de este tipo tiene innumerables ventajas. Para empezar se reducen los riesgos de cometer errores. Sobre todo porque como uno no elige, tampoco es responsable de la elección. Además, si se siguen las reglas no escritas acerca de la vestimenta o las costumbres de la piara, difícilmente podrá el individuo salirse de los estándares ideales. Ideales para la tribu, se entiende. Un ejemplo lo tenemos en la indumentaria de los varones de la tribu pija. Sólo hay que llevar las prendas must del momento: el chaquetón Belstaff negro ajustado por encima de la cintura, el polo de manga larga con grandes letras –da igual lo que ponga mientras se incorporen claramente las palabras “Polo Team” y la marca sea Hackett o La Martina- y las zapatillas que parecen zapatos, mayormente por el color.

Aunque el ejemplo empleado sea el de un grupo concreto y de un alto grado de aceptación por el gran público, no olvidemos que hay infinidad de tribus, incluso aquellas que se anuncian como alejadas de cualquier aspecto relacionado con la vida en sociedad, que siguen el mismo patrón de comportamiento. El rebaño es rebaño, sea de ovejas, búfalos o jevis.

Como ya se ha dicho aquí, la individualidad es uno de los valores más apreciados de la elegancia. Vivir en sociedad conlleva aceptar ciertas normas y convivir con los de nuestra misma especie. Otra cosa diferente es seguir el dictado de los demás por el mero hecho de pertenecer a un determinado grupo de individuos con los que, a poco que nos paremos a reflexionar, nos separan más cosas de las que nos unen.

martes, 1 de diciembre de 2009

La justicia y la elegancia


Todo parece indicar que las personas hemos empezado a perder capacidades básicas propias de la vida en sociedad. Como ya se ha dicho por aquí, los gobernantes han tirado la toalla en materia de educación, así que lo que nos recetan son leyes que rigen cada uno de los pasos de nuestra vida cotidiana, desde el uso del teléfono móvil hasta cómo y cuándo podemos tomar un baño en la playa.

Pero si vamos un poco más lejos, comprobamos que no sólo se nos dictan leyes que encorsetan nuestras actividades públicas, sino que las privadas también se ven sujetas a la continua revisión por parte de la justicia. Todo esto con el agravante de que lo hacemos por voluntad propia.

En cierta medida a lo que estamos asistiendo, casi sin darnos cuenta, es a una judicialización permanente, no ya de la función pública, la cual no parece tener más mecanismo de control que el que impone el Poder Judicial, sino de la propia vida privada. Quién más y quién menos tiene un asunto en vías de resolución en sede judicial. Incluso empieza a ser síntoma de categoría social ir afirmando por ahí cosas como "es que le he puesto un pleito a fulano porque me debía cinco mil euros". Viste mucho eso de tener abogado. Además al letrado se le tiene que tratar en posesivo: "Mañana tengo reunión con mi abogado", más aún cuando son varios: "Mis abogados le van a poner una demanda al pavo este que se va a cagar", con perdón.

Esto tener muchos abogados y llevar a juicio a todo el mundo empieza a mostrar síntomas de moda. Una suerte de tendencia que pasa por ir recetando juicios o amenazas de pleito como método de entendimiento entre los individuos. "O haces lo que yo quiero o te pongo una denuncia", parece ser la consigna que corre de boca en boca sin caer en la cuenta de que se trata de un recurso de última instancia y no una práctica habitual de entendimiento entre las personas.

Dicho de otra forma, ir poniendo juicios a todo el que nos saluda, o nos deja de saludar, no es elegante. Lo realmente elegante, amén de inteligente, es llegar a acuerdos. Aunque quizá de tanto ver al famoseo engrandecerse por la vía del juicio nos creemos que es lo lógico, lo moderno. "Si Belén Esteban va de juzgado en juzgado, yo no voy a ser menos", es la motivación de algunos. Más aún ahora que vemos a miembros de la aristocracia -mayormente a los aristócratas de braguetazo- demandando a sus semejantes. Entonces ya hasta tiene que ser elegante eso de pleitear continuamente.

Ya el mítico alcalde jerezano, Pedro Pacheco, certificó hace años aquello de "la justicia es un cachondeo". Ahora lo único que estamos es asistiendo a la entrega de nuestra capacidad para llegara a entendimientos, negociar o incluso convivir. Por eso queremos dejar en manos de un tercero, especialista en interpretar leyes, las decisiones que no queremos o no podemos tomar, cuando no lo que buscamos es algún tipo de revancha o resarcimiento contra el prójimo.

Ayer me contaba una amiga que ha sido demandada diecisiete veces en un mes por su antigua pareja. Yo me inclino a pensar que lo que pretenden este tipo de individuos es recuperar en el juzgado lo que no fueron capaces de conseguir en la casa... o en la cama.