domingo, 24 de febrero de 2008

El precio y la elegancia



Hace ya muchos años tuve ocasión de ver por televisión una de esas geniales escenas que protagonizaban el dúo humorístico Faemino y Cansado”. ¿Qué habrá sido de ellos?. El diálogo que reproduzco a continuación no es nada fidedigno, dado el tiempo que ha pasado, pero venía a ser algo así:

- ¡Qué reloj más chulo! -decía Faemino a Cansado, o viceversa-.
- ¿Te gusta?. Te lo vendo -respondía el otro-.
- ¿Cuánto quieres por él?.
- Dame mil pesetas.
- No, ¡qué dices! -contestaba el humorista con un gesto tipo “no vale la pena”-.
- Pues dos mil.
- ¡Qué no, qué no!.
- Venga, dame tres mil “pelas” –esa parecía ser la oferta final-.
- De acuerdo, aquí tienes.

Y así se cerraba el surrealista acuerdo comercial entre los fenomenales histriones. ¡Cuánta verdad hay dentro de tan absurda conversación!.

Muchas personas realizan esta misma operación comercial pero en el interior de su mente cada día. Lo barato genera desconfianza. Así que nos vemos forzados a encontrar algo que tenga un precio mayor para sentir que estamos pagando por algo de calidad. Pero sobre todo porque de esta forma, a través del precio, encontraremos reconocimiento en los demás.

Evidentemente esto es una simplificación de la realidad. Una generalización más. La cual hoy no tiene, en absoluto, la vigencia que tuvo en el pasado. Ni tampoco todo el mundo lleva tan al pie de la letra este totalizador argumento que viene a decir algo así como “lo barato no sirve, lo que vale es lo caro”. Nuestra sociedad ha evolucionado y ahora, en determinados momentos, para cierto tipo de personas y en algunos círculos, ocurre justamente lo contrario: lo que se lleva es comprar barato. “ Mira que camisa tan mona me acabo de comprar y sólo me ha costado 6 euros”, le dice Sonia a Nuria con una sonrisa que lleva una profunda carga de sarcasmo, sabedora de que una similar le costó cuatro veces más a su amiga.

En la sociedad de la opulencia, lo que importa es la cantidad. La calidad viene después. Lo que vale es llevar la moda del momento. El fondo de armario, seamos sinceros, ha quedado reducido a cuatro prendas, cuando no ha sido directamente anulado. Hay que llevar el último color, que ha impuesto la pasarela de turno, o el último corte de chaqueta, que no deja de salir en todas las revistas del ramo. En realidad sabemos que esta tendencia –hablaremos de este término otro día- podría ser tan efímera como la temporada, por eso mejor comprar algo barato, no vaya a ser que tiremos el dinero a la basura.

Dicho lo anterior, se entiende perfectamente el éxito de las que denominaré, parafraseando el término aplicado a los refectorios masivos, cadenas de ropa rápida –se compra rápido (y con mal servicio), se usa rápido, se desecha rápido y/o se rompe rápido-, cuyos máximos exponentes son los comercios del grupo empresarial de Amancio Ortega, el octavo hombre más rico del mundo, según la revista Forbes. Aunque competidores/imitadores no le faltan. Entiéndase que esto de aquí es una definición personal. Cualquier tipo de interpretación crítica de mis palabras hacia este tipo de establecimientos será fruto de la conciencia de cada cual. Yo siempre admiraré a aquellos que son capaces de descifrar qué quiere la sociedad y sacan pingües beneficios haciéndolo realidad. Otra cosa es aplaudir el gusto de la masa enloquecida que alborota diariamente los estantes y perchas de los miles de zaras que hay en el mundo.

Pero en este escenario de mileurismo galopante, ante a la cantidad cada día mayor de artículos imprescindibles –los “must” que dicen mis amigos fashionistas-, se impone el precio, pero al revés, por medio de las cadenas de ropa rápida. Aunque lo cierto es que siempre hay excepciones. Nos queda el prurito de despilfarrar un poco para que la parroquia vea que no vestimos sólo a base del Emporio Inditex. Por eso las marcas y los logotipos nunca dejarán de existir. Sin ellos tampoco podemos vivir, a pesar del precio.

Porque en determinados momentos el diálogo de los geniales humoristas, con los que empezaba estas líneas, cobra todo su sentido y un precio bajo no nos parece adecuado, suficiente. Hay que echar el resto. Queremos que se note.

martes, 19 de febrero de 2008

Los políticos y la elegancia



Reza la norma que es de mala educación hablar de política. Precisamente por eso, tengo un blog en el que vierto mis opiniones sobre la materia y remitiré al mismo a cuántos quieran sumergirse en tan espinosa cuestión. Amén de que nos encontramos inmersos en plena en campaña electoral. Por tanto, lo que aquí vamos a dilucidar es cuán elegantes son los protagonistas de la vida política, mucho más allá de sus ideas, tan manoseadas. Advierto que el esfuerzo que voy a realizar para abstraerme de la tendenciosidad política es ímprobo. En otras palabras, puede ser que, sin pretenderlo, emita algún juicio que pueda ser considerado partidario. Hágamelo saber el amable lector. No lo pienso enmendar. Gracias.

En general los políticos suelen ser muy poco elegantes. Visten de acuerdo a lo que les dictan los asesores de imagen, es decir, que los visten terceros en función de lo que mejor “vende” al público en general, o a la parroquia a la que se dirijan. Eso se nota. Porque cuando uno lleva una prenda que no usaría si no fuera por la dictadura del asesor de turno, al final a uno le queda mal. Por la incomodidad, mayormente.

No se confunda la incomodidad del obligado con la falta de comodidad voluntaria. Me explico. Una cosa es que a uno le apriete un poco el zapato que con tanto esmero ha elegido -a sabiendas de su estrechez- y otra, bien diferente, es tener que usar corbata a diario cuando se odia la citada prenda. A muchos políticos les ocurre y se les nota. Me recuerdan a esos jóvenes que se ponen por primera vez un traje -y la correspondiente corbata- para ir a una boda, parece que van de prestado.

Rodríguez, el Presidente del Gobierno español, es un claro ejemplo de lo que digo. Recuerdo el día en que lo vi en persona hace más de tres años. El tipo estaba empezando a usar trajes a medida y se tiraba de la chaqueta porque creía que las mangas le quedaban cortas. El nudo de la corbata se le desaflojaba continuamente –todavía le pasa- y él no paraba de colocárselo. Antes de ser presidente usaba trajes de confección, es decir, comprados por talla, y le quedaban anchos. Destacando invariablemente su generosa chepa. Luego llegaron los asesores de imagen y los trajes de sastre, pero la cosa no ha mejorado mucho.

Rajoy tampoco es que sea un dandy. A Rajoy lo que le cuesta trabajo es quitarse la corbata. Por mucho que insistan los asesores, este hombre sin corbata se ve incómodo. Algunas veces pareciera que se echa mano a ella y no se la encuentra. El líder del PP ya hace tiempo que se hace los trajes a medida, pero parece que no le tomaron bien las medidas la primera vez, porque le siempre le quedan grandes de hombros. Aunque a lo mejor es que el asesor de imagen le obliga a llevarlos así, para que no se vea que los tiene caídos.

Como se ha dicho aquí hasta la saciedad, la elegancia va mucho más allá de la vestimenta. Sería injusto valorar a nuestros políticos simplemente por lo mal que los visten sus asesores. En este sentido, a los políticos lo que los pierde, generalmente, es su afición por abusar del presupuesto público. En cuanto se ven con coche oficial –con chófer, por supuesto-, cuenta de gastos de representación ilimitada y algunos otros privilegios del cargo se suben al carro de la opulencia, a cuenta de los administrados, con la mayor naturalidad. Las urnas generan más nuevos ricos que la especulación inmobiliaria.

José Luís Rodríguez Zapatero era un profesor universitario sin mayores pretensiones, se encaramó a la presidencia y de camino a la vida lujosa. De ahí que utilice el avión presidencial para hacer compras en Londres o para ir a ver a su esposa, Sonsoles Espinosa, cantar en Berlín. Tampoco es de extrañar que, en su primer veraneo presidencial, los Rodríguez mandasen reformar una casa del Estado en Lanzarote y dos años después se llevó a 15 cocineros a la isla.

Claro que esto no es que sea la excepción, sino más bien la norma. Ejemplos hay en todos los bandos. Porque el político profesional no paga de su bolsillo más que los cafés a 70 céntimos en la Carrera de San Jerónimo. Quizá habría que recordarles aquella máxima epicúrea de “placeres privados son virtudes públicas”. Entendiendo por “privado” lo que cada uno hace en su casa y con su dinero.

miércoles, 13 de febrero de 2008

San Valentín y la elegancia


Nos alcanza de forma irremediable a una de las fechas más comerciales del calendario. El ambiente se encuentra impregnado con su olor. Un olor intenso a suplemento de periódico lleno de “ideas para regalar”. Ya huele a rosas de invernadero. Tan inodoras ellas. A bombón en caja con forma de corazón. A mensajero portando vistosas cajas con cintas. Que todo el mundo mire forma parte del propio regalo.

Muchos pensarán que San Valentín debió ser un santo muy querido, pero lo que dice la Historia es que fue un mártir allá por el siglo III, sin mayor trascendencia en lo que a amores se refiere. Por tanto, podemos determinar que fue la lotería del santoral lo que hace que sea tan venerado por cientos de millones de adeptos al regalo forzoso. Aclamado por floristas y chocolateros. Adorado por supermercados y restaurantes en general.

Entiendo que en España existe un consenso acerca de lo poco elegante que resulta celebrar este Día de los Enamorados. Aunque me cuentan que los precios de las rosas continúan duplicándose para tan feliz evento. Parece que es de sentido común interpretar que el señalamiento de una fecha en el calendario para demostrar lo que se quiere a una persona no tiene mucha lógica. Dicho de otra forma, ¿es realmente necesario celebrar el amor un día concreto cuando es una experiencia que se vive durante todo el año?. Espero que mi apreciación no esté demasiado errada y que mi interpretación no choque con la norma consuetudinaria.

En este parte del Atlántico la cosa cambia. O eso pienso yo. Aquí no sólo se celebra el día de los que tienen una relación sentimental. San Valentín se ha visto agrandado en sus poderes y rebautizado en su onomástica. Es el Día del Amor y la Amistad. ¡Ahí es nada!. Más totalizador imposible. Así que ya no se trata sólo del ramo de flores a la novia o esposa, la corbata o el frasco de colonia al esposo o novio –supongo que al amante con mucha más razón-, el tema se amplía a los amigos. Entiéndase por amigo cualquier persona con la que uno tiene cierto nivel de contacto –no sólo físico- en su rutina vital. Sí, los compañeros de trabajo también son amigos. Por decreto del santoral.

Aquí, en esta Latinoamérica absolutamente fiel a los postulados comerciales del gigante norteamericano, la nómina de los regalos, felicitaciones, llamadas y demás demostraciones de cariño por imposición del calendario es absolutamente interminable. Y es que si uno no regala aunque sea un bomboncito a toda la oficina queda como un verdadero patán. Si se comete el tremendo error de no reservar en un restaurante y llevar a casa un ramo de rosas, la jornada podría terminar en principio de divorcio. Si no se envían varias decenas de correos –en su defecto una tarjeta digital lo más enternecedora posible- y se hacen las llamadas adecuadas, podrían perderse determinadas amistades.

Por el contrario el resto del año se pueden transigir cualquier tipo de licencias en lo que a la amistad o el amor se refiere. Desde no saludar a media oficina por la mañana, hasta insultar a la mujer de uno. Lo que cuenta es lo espléndido que sea el interfecto el Día de San Valentín. Lo que vale es el regalo, el tamaño de la caja y la cuenta del restaurante, atarragado de gente, por supuesto.

Algunos apelan con fuerza a la tradición. Sí, a esa que nació mediado el siglo XIX en los EE UU, por la cual se enviaban masivamente postales. Pero una tradición es otra cosa. Nace de la cultura, de la historia, de la voluntad de un pueblo por mantener sus raíces. Esta celebración de lo que nace es del afán por vender. Ni más ni menos.

Como comprenderán mis amables lectores, a mi todo esto me suena a fanfarria consumista. A compraventa de simpatías que luego no son tales. A apariencias de salón. A imposiciones emocionalmente comerciales. Con todo respeto a la presunta tradición, este año seré de nuevo una mala persona: ni amor ni amistad. ¿Me estaré volviendo un asceta?.

jueves, 7 de febrero de 2008

Personajes y elegancia: Kate Moss


Abro hoy una serie de artículos acerca de personajes que, de un modo u otro, entiendo que son, o han sido, modelos a seguir por una parte de la sociedad. Espejos en los que se miran, o han querido mirarse, personas que, por encima de buscar su propia identidad, pretenden copiar el estilo de rutilantes estrellas o figuras idealizadas de este nuestro mundo de medios masivos. Me ha costado tomar la decisión porque creo firmemente en aquella máxima que nos regaló en eterno Oscar Wilde: “Lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien”. Y es que a lo que yo me voy a dedicar, mayormente, es al vituperio de este tipo de gentes, como ya habrán podido notar mis inquietos lectores.

Kate Moss se ha convertido, no sin gran esfuerzo nasal, en una auténtica diva de esta posmodernidad que nos asiste. Icono de las féminas de nuestra generación, la denominada Generación X, o la de los mileuristas, que nos llaman en España, cada día con menos razón. Es la imagen del desenfado, de la transgresión, de los grandes males de nuestro tiempo, pero con glamour que es al fin y al cabo lo que a nosotros nos importa. Desde la anorexia a la cocaína, pasando por la violencia doméstica, esta chica de suburbio londinense ha tocado todos los palos.

No habían llegado los 90 cuando comenzó su trepidante carrera como modelo. Se convirtió en top model como el que gana Roland Garros sin jugar al tenis. Con la indolencia que la caracteriza. Las marcas se la empezaron a rifar y eso que era tiempo de Naomis y Claudias, de Lindas y Elles. Pero la anorexia empezaba a estar de moda y las curvas de todas las demás eran demasiado evidentes. Ya la 36 no era referencia y la 38 era para gordas. Así que la extrema delgadez rampante la entronizó, para mayor regocijo de sus patrones.

Con la fama llegan los novios famosos, como el tal Johnny Depp, que se la benefició durante una temporada. Eran los días de vino y rosas, de champán y farlopa. Esos que prolongan el éxito durante días. Porque el éxito siempre es momentáneo y los aplausos en la pasarela duran segundos. Las portadas un mes. Ni un día más. Entretanto embarazo y parto. Pero un hijo no es óbice para seguir de fiesta ni motivo para bajarse del tren. ¡El espectáculo debe continuar!.

Los que saben de esto son los asesores de imagen. Un escándalo es una oportunidad, si se sabe aprovechar. Un novio con complejo de Petar Pan es un acicate para una carrera que siempre tiene su público. Máxime cuando el público objetivo de las grandes marcas ahora son las coetáneas de Kate. Las treintañeras que abandonan el mileurismo y recuerdan con añoranza aquellos maravillosos años 90 en los que la “more grande”, como la ha bautizado La Divina, rompía los moldes y tiraba de las portadas a las Naomis, Claudias y demás rotundidades más propias de revistas del género masculino.

No hay más que darse una vuelta por los blogs del género. Kate Moss tiene un ejército de admiradoras incondicionales. Ella, con su expresión bucólica y su mirada entre triste y lujuriosa, continúa siendo el mito imposible de las mujeres de toda una generación. Su transgresión permanente es la antítesis de la forma de vida de sus fervientes seguidoras. Su elegancia estética no se discute. Su vida azarosa me resulta deleznable. Es la viva imagen de esta elegancia perdida que nos intenta abrazar con fuerza. Lo que vale es lo que luce, lo que viste, lo que sale en las portadas, en los anuncios. Los excesos de la noche, los devaneos con los estupefacientes y el desorden vital son pecata minuta, siempre que el glamour no se pierda. ¡Que le pregunten a Britney Spears!.

lunes, 4 de febrero de 2008

De cine, estrellas, alfombras y ... elegancia


No, no voy a hablar de la ceremonia de imitación del cine español celebrada anoche. Después de verla el año pasado ya glosé lo que me pareció tan esperpéntico espectáculo. No muevo ni una coma de lo dicho. Este año me la he ahorrado. A mi me cansa mucho ver a personajillos con ínfulas y subvencionados con mis impuestos pasar a recoger premios. Por eso esta noche he visto la Super Bowl, un espectáculo que, al menos, no tiene pretensiones intelectuales.

Lo que sí me tragué el otro día fue la entrada de los actores a la ceremonia de los Premios SAG de Hollywood. A falta de Globos de Oro parece que estos iban a ser los legítimos sustitutos. Nada más lejos de la realidad. Básicamente asistieron actores de series. Siendo las mujeres desesperadas las que más protagonismo se llevaron. Después del matrimonio Jolie-Pitt, claro está.

Aún no salgo de mi asombro porque la actriz Marcia Cross –Bree en la serie mencionada-, a la que entrevistaron justo después de la llegada de la pareja más mediática del momento, declaró sentirse “emocionada al verlos llegar”. “Cuando los he visto juntos he apretado fuerte la mano de mi esposo. Es algo muy especial ver a una estrella (sic)”, afirmó con cierta ternura a la periodista. No hay palabras.

A este paso vamos a ver que los fotógrafos de este tipo de galas van a ser los mismos que desfilan por la alfombra roja. Ya el año pasado vimos cómo una de estas actrices noveles grababa la ceremonia de los Goya® con su propia cámara. Es cuestión de tiempo que algún actoricillo de Disney Channel se ponga a hacer fotos a diestro y siniestro en los Oscar.

Y es que hoy ya Hollywood no es lo que era. Sobre todo desde que se mezcla televisión con cine. Figuras consagradas con quinceañeros que apenas han grabado unos capítulos en alguna de las innumerables comedias que inundan la programación televisiva estadounidense. No me extraña que la afluencia de las verdaderas estrellas a las alfombras rojas sea cada vez menos frecuente. Tan raro es verlos que hasta sus compañeros de profesión se estremecen cuando los ven. Aunque se trate de estrellas más mediáticas que verdaderamente admiradas por su trabajo. Claro que, ¿quién sabe cuál es la diferencia?.

Lo que manda hoy es la taquilla, y ésta está más influida por los devaneos de la vida privada –o publicada en la prensa especializada- de los actores, que por la calidad de las actuaciones. Brad Pitt vende más que Al Pacino, a no ser que éste último empiece a salir con alguna de las jóvenes y rutilantes estrellas de la escena cinematográfica. Cameron Díaz, Keira Knightley o Reese Witherspoon podrían relanzar la carrera de los más grandes actores vivos.

Sobre los modelitos que se exhibieron prefiero no manifestarme. Mucha pompa, mucho boato y muy poca elegancia, como de costumbre. Al final está claro que a las damas las visten en función de intereses comerciales. Y eso se nota. En cuanto a los caballeros, generalmente tan monótonos –salvo los que se empeñan en parecer narcotraficantes-, tengo que decir que me resultó llamativa la presencia del actor Ryan Gosling (en la foto). Probablemente estamos ante el descubrimiento de un nuevo dandy en el panorama mediático. Menos mal que a él no lo entrevistaron a la llegada de las “estrellas”, porque a lo mejor lo tira todo por la borda.