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domingo, 16 de octubre de 2016

Contra los millennials

Sentado en un restaurante el corazón político y financiero de la Ciudad de México, Avenida de la Reforma, a unos metros del Senado de la República, ocupan la mesa de al lado cinco jóvenes bien vestidos. A todas luces eran miembros de esa admirada generación a la que se denomina millennials. De inmediato se nota que se dedican a la política y su conversación discurre entorno a las necesidades de su partido de cara a unos próximos comicios. Las chicas son las más activas en la conversación.

-       La gente quiere ver una cara nueva, los viejos líderes del partido ya no llegan, asegura una de ellas con un tono de seguridad irreprochable.
-       Es cierto, con este candidato se va a complicar mucho la elección, sostiene la segunda.

El tono de voz chilango de las chicas era alto y la conversación era perfectamente audible mientras yo degustaba un pulpo a las brasas y unos tacos de arrachera. La conversación transcurrió por ese derrotero durante los cuarenta minutos que tardé en finiquitar mi almuerzo. Todo giraba en torno al tipo de personas que podían tener tirón electoral.

-       Fíjate que la gente quiere ver candidatos que hayan tenido un pasado como activistas, afirmó uno de los chicos.
-       Cierto –confirmaba la líder-, tienes que haber estado comprometido con alguna causa, lo que sea. Proteger los bosques, repartir comida a sin techo…

Era una conversación de marketing político en toda regla. Ni una sola palabra acerca de propuestas para mejorar la calidad de vida de las personas o reducir la corrupción galopante que vive el país. Lo importante era definir que es lo que los electores buscan en un candidato, sin importar el programa electoral.


La conversación, o el largo trozo de la misma a la que asistí sin ser invitado, me llevó a reafirmarme en mi reflexión acerca de los millennials, un segmento de población que llena ríos de tinta y genera mares de caracteres en las redes sociales. Los supuestos nuevos dueños del mundo, a los que se confieren actitudes y características fuera de lo que estábamos acostumbrados. “Los millennials son más independientes, críticos, exigentes y tienen nuevos valores. Por ejemplo, prefieren compartir a poseer”, afirma en sus páginas una de las más prestigiosas publicaciones de negocios del mundo, Forbes.

Ya dijo el gran Goebbels –digo gran por la repercusión de sus técnicas- que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Pero es precisamente eso, la mentira, lo que ha fabricado el falso mito de los millennials y la conversación a la que asistí en México me reafirmó en mi teoría.

Una teoría que se centra en que esta generación es la más voluble y fácil de manipular de la Historia. Sólo les interesa el marketing y todo lo que se les vende por medio de las renovadas técnicas de publicidad basadas en los medios de comunicación digital, amplificados mediante las redes sociales.

Los millennials no son la generación que salvará al mundo de todos sus males, como algunos parecen creen y vociferan desde sus púlpitos de transmisión de ideas. Al contrario. Es una generación indolente ante el trabajo, porque creen saberlo todo y reniegan de la autoridad de la experiencia. Los mayores no sabemos nada, porque no somos nativos digitales. El nuevo mantra que hemos forjado los pobladores de las generaciones precedentes.

Se trata de una generación a la que es muy sencillo inocularle cualquier idea mediante el marketing. De ahí el éxito de lo políticamente correcto entre los millennials. Desde lo (ponga una palabra)friendly, hasta lo (ponga una palabra)free. Eso sí, siempre que tenga delante el ícono de la generación: #. Ellos mismos pretenden dominar el mundo aplicando las técnicas que tanto éxito arrojan manipulándolos.




Como muestra les dejo este creativo video que nos da una idea de lo tierna que es la mente del millennial medio. Por supuesto esto es una generalización, existen demasiadas excepciones en mi entorno. Que nadie se ofenda, ni le dé demasiada importancia.


domingo, 6 de julio de 2014

¿Estamos ante la defunción del "menos es más"?


Mis amigos expertos en búsqueda de tendencias -culjanters en el argot- ya lo habrán visto venir desde hace tiempo. A uno, ajeno a todo ese ajetreo, observador apenas desde la grada de sol, las cosas le llegan más tarde, quizá demasiado. La cuestión es que se viene gestando la ascensión del hipsterismo/gafapastismo –de hipster en este lado de la mar océana, gafapasta en mi querida España- como tendencia a seguir.

Estaba cantado. La explosión de las redes sociales, de la opinión extenuante, de la exposición pública a golpe de refresco en las aplicaciones de nuestros esmartfons, iban a desembocar en que ahora todos queramos ser cul a base de seguir las tendencias que se dictan en Pinterest, Instragram, Facebook, Twitter y demás apóstoles de la vida en red.

Si miran a su alrededor, lo verán por todos lados. Cartelitos entre vintage y modernos con muchas letras con tipografías ñoñas y curveadas. Tonos pastel en carteles, letreros y badges -la vida sin badges no tendría sentido-. El minimalismo ultradecorado, henchido en detallitos pensados o fusilados de alguna ocurrencia en Pinterest, que viene a ser la biblia de esta nueva religión que es el hipsterismo/gafapastismo con acento rococó.

Entrar a un restaurante con aires de hipsterismo/gafapastismo es toda una aventura. Los camareros uniformados en blanco y negro pero con mandil o delantal y con uno o varios pines colgados de la camisa. Mejor aún si son tirantes, nada más vintage que los restaurantes americanos (Friday´s, Tony Roma´s y así). Las paredes llenas de carteles llenos de intenciones acerca de lo políticamente correcto, que es el mantra del hipsterismo/gafapastismo: ecologismo, todo orgánico y redes sociales. Y una carta con siete platos insulsos pero con mucha literatura y más badges. Todo ocurrencias.

Porque de ocurrencias va el tema. La era de la sobre-opinión es lo que nos deja: todos opinamos de todo y se nos tiene que escuchar. De ahí que todo esté tan recargado en este mundo nuestro. Cualquier actividad social e incluso profesional se llena de mil ocurrencias estúpidas que no aportan nada, pero sacian el ego del inventor de turno, el cual lo había visto en Pinterest y le pareció, cito textualmente, "súper cool". De ahí a colgarlo en IG es cuestión de segundos... y a contar corazoncitos.

Algunos tienen la desvergüenza de usar la máxima "menos es más" como si fuese parte de su cultura orgánico-ecológica-tuitera. Nada más lejos de la realidad. Hay que buscar y buscar, hacer y hacer, llenar y llenar. Como advertía una joven conferenciante en una charla sobre el mundo de las redes sociales, refiriéndose a un invento denominado storytelling interactivo -¡casi ná!-, "No sabemos adónde nos lleva este movimiento. Pero lo importante es hacer algo porque puede que este sea el origen de algo que todo el mundo siga dentro de unos años". De ahí al Twitter y a esperar RTs.

No sé si me hago mayor o es que no soy un millenial, que es como se autodenominan estos, algunos con más de treinta primaveras a sus espaldas. La cuestión es que esto es lo que nos estamos dejando hacer en el mundo que nos rodea. No quiero culpar a la tecnología de todos nuestros males. Soy el primero en probar para qué me pueden servir determinadas aplicaciones. Pero siento que nos tomamos demasiado en serio trasladar ese mundo virtual de posibilidades a nuestra realidad.

Quizá pronto certifiquemos la defunción del "menos es más", entretanto algunos vamos a seguir manteniendo la llama viva y simplificando un poco nuestra ya compleja existencia.

miércoles, 15 de junio de 2011

Quiero ser de izquierdas


Yo siempre he querido ser de izquierdas. Mayormente por la cantidad de ventajas que tiene serlo. Para empezar está mucho mejor visto ser de izquierdas que de derechas. Peor aún si uno se autodefine como liberal reformista, que tiene más connotaciones religiosas que políticas.

Ser de izquierdas, así a secas, tiene la gran ventaja de que uno, sin tener que dar más explicaciones, está a favor de los pobres, los desfavorecidos por cualquier circunstancia, los menesterosos y cualquier subgrupo humano merecedor de pena o lástima. En otras palabras, que por ser de izquierdas uno ya es portador de una autoridad moral que lo protege de cualquier posibilidad de plantearse estar equivocado en cuanto a lo que opina.

Aunque lo más importante es que para ser de izquierdas no hace falta plantearse nada, simplemente hay que seguir las consignas izquierdistas al uso. No es necesario analizar datos, escrutar cifras o pensar en causas y consecuencias de una determinada postura política o económica, basta con alinearse con la posición generalmente aceptada por los gurús de la cuerda. Indudablemente eso ahorra mucho tiempo, esfuerzo y quebraderos inútiles de cabeza.

El pensamiento de izquierdas se simplifica al máximo y eso es una gran ventaja. Porque todo se vuelve blanco o negro y no hay tonos de gris, sino buenos y malos. Pongamos unos ejemplos prácticos para entenderlo mejor:

Judíos = malos Palestinos = buenos
Bancos = malos Cajas = buenos
Desarrollo = malo Ecologismo = bueno
Religión = mala Ideología = buena
Pinochet = malo Fidel Castro = bueno
Bush = malo Obama = bueno (hasta hace un mes)

Y así de fácil y cómodo todo. Lo cual resulta ser, como vengo diciendo, muy conveniente en esta sociedad nuestra.

A pesar de todas las ventajas, y los escasos o nulos inconvenientes, yo no he logrado ser de izquierdas. Tuve mi momento de debilidad en aquella lejana y tierna adolescencia de provincias, pero la fiebre se pasó muy pronto. Desafortunadamente. La cuestión es que no tardé en darme cuenta de que el estilo de vida de los izquierdistas, públicos y privados, que me rodeaban poco o nada tenía que ver con los dictados morales de su propia ideología.

Claro que desde que Víctor Manuel, el que algún día fuera cantante del régimen franquista, dijo aquello de “soy comunista, no gilipollas”, a todos nos quedó muy claro que la pátina de autoridad moral que recubre a las personas de izquierdas está a prueba de opiniones y comportamientos. Si se cree firmemente en la igualdad, ¿qué derecho tienen los demás para juzgar mi acomodado estilo de vida?. Porque la igualdad sirve para defenderla en la piel ajena, nunca para promulgarla en el ámbito personal: yo tengo más porque me lo he ganado y además soy de izquierdas.

La cuestión es que creo que a estas alturas de la vida no lo voy a conseguir. Por mucho que me empeño y pongo atención a lo que dicen los líderes y gurús de la izquierda, en cuanto analizo el discurso –quién me mandará a mi analizar ni cuestionar nada, procediendo de aquellos que cuentan con tanta autoridad moral-, empiezo a ver lagunas por todos lados y tengo que contradecirlos automáticamente.

Que nadie me malinterprete, no se trata de acusar a nadie de hipócrita. A lo que yo me refiero es a la sistemática ejecución que hacen los izquierdistas acomodados de los comportamientos contrarios a los que públicamente defienden. Lo cual es muy diferente, claro está.

¡Con lo fácil que lo ponen y no hay manera!. Hasta películas y documentales muy entretenidos y llenos de efectos especiales divulgan los nuevos intelectuales de la izquierda, pero yo me resisto a las incómodas verdades y a las denuncias en formato alta definición. Casualmente todas estas cintas generan pingües beneficios a sus izquierdistas autores, pero eso es sólo una disfunción del capitalismo, tan odiado por los que con más fruición recogen sus frutos.

Como digo, siempre he querido ser de izquierdas, el problema es que me estoy resistiendo demasiado, a pesar de los parabienes que depara a sus seguidores.