sábado, 19 de noviembre de 2016

Disfrazarse nunca fue una moda

Ya se ha glosado aquí sobre la pequeña línea que separa lo sublime de lo ridículo. Una línea que últimamente se traspasa con demasiada frecuencia. Sobre todo por estos lares mesoamericanos que me albergan. Las pasarelas criollas se llenan de esperpentos que buscan una extraña mezcla entre lo moderno y la tradición post-colombina. Disfraces, al fin y al cabo.

Como siempre sucede con estas supuestas tendencias, el apoyo endogámico es brutal. ¿Cómo no dar like y comentar la ocurrencia de la egoblogger de turno que mezcla unos zapatos dorados con una bufanda con los vivos colores de los manteles que venden en los mercadillos de Antigua Guatemala?. ¿Cómo no se le ocurrió antes a Tom Ford semejante genialidad?.

Seamos sinceros, a nadie se le ocurre salir a la calle un día cualquiera con semejantes disfraces.
Esos outfit no son para ir a la oficina o a tomar un café en la boulangerie orgánica de la esquina. Estos modelitos son propios para grandes eventos, como la fashion week de turno. Quizá esta proliferación de las fashion week de barrio sea la culpable de esta avalancha de creadores, egobloggers y fologüers en general, que buscan en ellas el refugio de la excusa para el exhibicionismo. Porque al final este invento de hacer un desfile anual en cada barrio -para sacar dinero- fuerza el surgimiento de la creatividad mal enfocada.

Alguien tiene que parar esta oleada de esperpentos en forma de vestimentas. La otra alternativa es centrar este tipo de acontecimientos en fechas más propicias: carnavales y jalogüin. Ahí, entre la confusión de las festividades, todos esos outfits pueden encontrar su sentido. En el entorno adecuado y sin causar la hilaridad del público en general. El problema es que en esas fechas tan señaladas, con el timeline de instagram lleno de selfies de disfraces, la creatividad pueda quedar en un segundo plano.

domingo, 16 de octubre de 2016

Contra los millennials

Sentado en un restaurante el corazón político y financiero de la Ciudad de México, Avenida de la Reforma, a unos metros del Senado de la República, ocupan la mesa de al lado cinco jóvenes bien vestidos. A todas luces eran miembros de esa admirada generación a la que se denomina millennials. De inmediato se nota que se dedican a la política y su conversación discurre entorno a las necesidades de su partido de cara a unos próximos comicios. Las chicas son las más activas en la conversación.

-       La gente quiere ver una cara nueva, los viejos líderes del partido ya no llegan, asegura una de ellas con un tono de seguridad irreprochable.
-       Es cierto, con este candidato se va a complicar mucho la elección, sostiene la segunda.

El tono de voz chilango de las chicas era alto y la conversación era perfectamente audible mientras yo degustaba un pulpo a las brasas y unos tacos de arrachera. La conversación transcurrió por ese derrotero durante los cuarenta minutos que tardé en finiquitar mi almuerzo. Todo giraba en torno al tipo de personas que podían tener tirón electoral.

-       Fíjate que la gente quiere ver candidatos que hayan tenido un pasado como activistas, afirmó uno de los chicos.
-       Cierto –confirmaba la líder-, tienes que haber estado comprometido con alguna causa, lo que sea. Proteger los bosques, repartir comida a sin techo…

Era una conversación de marketing político en toda regla. Ni una sola palabra acerca de propuestas para mejorar la calidad de vida de las personas o reducir la corrupción galopante que vive el país. Lo importante era definir que es lo que los electores buscan en un candidato, sin importar el programa electoral.


La conversación, o el largo trozo de la misma a la que asistí sin ser invitado, me llevó a reafirmarme en mi reflexión acerca de los millennials, un segmento de población que llena ríos de tinta y genera mares de caracteres en las redes sociales. Los supuestos nuevos dueños del mundo, a los que se confieren actitudes y características fuera de lo que estábamos acostumbrados. “Los millennials son más independientes, críticos, exigentes y tienen nuevos valores. Por ejemplo, prefieren compartir a poseer”, afirma en sus páginas una de las más prestigiosas publicaciones de negocios del mundo, Forbes.

Ya dijo el gran Goebbels –digo gran por la repercusión de sus técnicas- que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Pero es precisamente eso, la mentira, lo que ha fabricado el falso mito de los millennials y la conversación a la que asistí en México me reafirmó en mi teoría.

Una teoría que se centra en que esta generación es la más voluble y fácil de manipular de la Historia. Sólo les interesa el marketing y todo lo que se les vende por medio de las renovadas técnicas de publicidad basadas en los medios de comunicación digital, amplificados mediante las redes sociales.

Los millennials no son la generación que salvará al mundo de todos sus males, como algunos parecen creen y vociferan desde sus púlpitos de transmisión de ideas. Al contrario. Es una generación indolente ante el trabajo, porque creen saberlo todo y reniegan de la autoridad de la experiencia. Los mayores no sabemos nada, porque no somos nativos digitales. El nuevo mantra que hemos forjado los pobladores de las generaciones precedentes.

Se trata de una generación a la que es muy sencillo inocularle cualquier idea mediante el marketing. De ahí el éxito de lo políticamente correcto entre los millennials. Desde lo (ponga una palabra)friendly, hasta lo (ponga una palabra)free. Eso sí, siempre que tenga delante el ícono de la generación: #. Ellos mismos pretenden dominar el mundo aplicando las técnicas que tanto éxito arrojan manipulándolos.




Como muestra les dejo este creativo video que nos da una idea de lo tierna que es la mente del millennial medio. Por supuesto esto es una generalización, existen demasiadas excepciones en mi entorno. Que nadie se ofenda, ni le dé demasiada importancia.