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Son muchos los denominados “inventos del siglo”, en referencia a los múltiples avances tecnológicos que el ser humano ha realizado a lo largo de la pasada centuria. En mi opinión, sin embargo, el invento más importante de todos ha sido uno absolutamente intangible: la marca.
Mediaba el siglo pasado cuando en los países industrializados la oferta de bienes y servicios empezaba a superar a la demanda, es decir, era más lo que estaba disponible para ser consumido que las personas dispuestas a comprar. Así nace la necesidad de vender, frente a la costumbre de “despachar”, la cual aún sigue vigente en algunos países, pero eso es harina de otro costal.
Para vender sus productos los fabricantes empezaron a idear diferentes estrategias, pero la que triunfó por encima de todas y revolucionó la forma de vender fue la denominada “diferenciación”, consistente en hacer pensar al comprador que los productos que fabricamos son diferentes de los demás. Así nacieron las marcas, para que el cliente pudiera asociar las diferencias entre distintos productores dentro de un mismo bien de consumo. En estos primeros compases las marcas se asociaron a los niveles de calidad que cada productor ofrecía. Utilizar una marca X otorgaba ciertas características al producto en cuanto a su durabilidad, tecnología, confort o seguridad, entre otras muchas cualidades que podían ponerse en juego a la hora de seleccionar un bien o servicio.
Con el paso del tiempo y el desarrollo tecnológico se fueron agregando valores al empleo de las marcas. La calidad en sí de los productos era fácilmente imitable y se recurrió al diseño, fundamentalmente, como elemento diferenciador. Adicionalmente se descubrió el influjo sobre la masa del empleo de personajes mediáticos y así las figuras del cine, el deporte o la música empezaron a convertirse en la imagen de las marcas.
Hoy todo es mucho más sofisticado. Las marcas ya no representan un nivel de calidad o tecnología, los departamentos de marketing de las empresas llegan mucho más lejos, las marcas pretenden representar estilos de vida. La intención última es establecer una relación entre el uso de una marca y las cualidades, no del producto, sino de la persona misma que lo utiliza. De este modo, si una persona emplea tal o cual marca de ropa resulta que entonces es una persona activa o amante del medio ambiente, por poner un ejemplo.
Ni que decir tiene que las marcas se designan a sí mismas herederas de la elegancia porque es ese el valor más perseguido por todas ellas. Así que las personas piensan que compran ese valor cuando adquieren un producto cuya marca se pretende asociar con la elegancia. Los individuos nos embutimos en los ropajes más espantosos porque la marca del que los fabrica nos ha convencido de lo elegantes que luciremos. O conducimos en plena ciudad unos coches diseñados para rodar sobre la arena del desierto y pensamos que así nos convertimos en el Lawrence de Arabia del siglo XXI, cuando en realidad lo normal es que sea un conductor de la marina el más apropiado para tales tareas.
La verdad es que esta nueva concepción de las marcas tiene sus ventajas. A muchos les sirve para no tener que pensar si tal o cual artículo es idóneo para su persona, la marca piensa por ellos. Si un fabricante de teléfonos nos dice que usar su nuevo modelo de móvil nos hará parecer un sofisticado agente de la CIA nos faltará tiempo para correr a la tienda más cercana a comprarlo. A renglón seguido intentaremos lucirlo en la oficina o con los amigos, los cuales, indefectiblemente apreciarán en nosotros las cualidades inequívocas del más valeroso servidor de la patria de George W. Bush.
Gracias a la generación de sus particulares estilos de vida, las marcas cobran su plena utilidad para todas las personas que quieren aparentar ser poseedores del valor de la elegancia cuando carecen absolutamente de él, por eso se rodean de todo tipo de objetos cuyas marcas se autoproclaman “elegantes”. Claro que dentro de esa pretendida elegancia, las marcas han sabido jugar muy bien sus cartas y hacen distinciones, sobre todo a la hora de poner los precios, pero también cuando conducen a sus clientes hacia el tipo de vida que se supone que deben llevar los que usan sus productos. Además, las marcas nos proporcionan la increíble capacidad de mostrar al resto de los mortales el nivel de éxito que hemos tenido en la vida. Entendiendo por “éxito” la habilidad para acumular riquezas, aunque las entidades financieras nos pueden “ayudar” muchísimo a conseguir ese “éxito”, con una pequeña contrapartida: pagar intereses a final de mes.
La sociedad en la que vivimos ha generado la posibilidad de que este fenómeno, que no es más que un ardid comercial, esté sustituyendo la capacidad de raciocinio de las personas por la búsqueda de aquellas marcas que reflejen nuestra verdadera personalidad. En el fondo es como la ceremonia de cortejo de los gorilas que enseñan sus dientes blancos y se golpean fuerte en el pecho, asustando así al resto de los machos de la manada, que tienen dientes más pequeños y no pegan en sus pectorales con tanta fuerza. Nosotros los humanos actuamos igual: mostramos nuestras marcas para amedrentar a los que osen poner en tela de juicio nuestra superioridad.
Insisto en las ventajas de todo esto. Sólo tenemos que comprar en una tienda todos los componentes de lo que pretendemos ser para hacer creer a los demás lo que no somos. ¡Vivan las marcas!.