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Hoy no les voy a contar las excelencias del estilo maruja del siglo XXI de la ex de Jesulín. Ni siquiera voy a comentar su vestido de Carolina Herrera -¿sabe doña Carolina que su prêt-a-pôrter ya lo usa hasta la Esteban?-, color hello kitty, como mandan los cánones de la temporada, mis queridas blogueras fashionistas. Creo que poner la palabra elegancia en la misma frase que Belén Esteban es un acto de heroicidad que yo no voy a perpetrar, a no ser que vaya precedida de perdida o de un rotundo no. Ya saben que a mi no me gustan los consensos.
A lo que voy es al grado de toxicidad, por no decir de descomposición, en el que se encuentra nuestra sociedad, cuando observo cómo personajes como este pueden manipular a los ciudadanos. La semana pasada, mientras intentaba glosar sobre mis gustos literarios, tenía encendido el televisor en el preciso instante en que entrevistaban a esta señora -fíjense en su insistencia en publicar ella sigue casada-. Acababa de celebrarse la primera comunión de su hija y el motivo de la entrevista era el encuentro con su anterior esposo, Jesulín de Ubrique.
Conforme avanzaba la rueda de preguntas de los habituales periodistas, iba dándome cuenta de cómo, esa señora con nariz de boxeador sonado, ojeras de yonqui y boca de rape, otrora máximo exponente de la horterada patria, se ha transfigurado en una madre coraje adorada por el público en general. Sí, estimado lector, una madre coraje en toda regla que nos relata cómo ha tenido que pagar ella el convite de la comunión de su hija, amén de lo digna que estuvo en su encuentro con el progenitor de la misma. No sé si este magno cambio de rumbo se debe a la necesidad de héroes que sufre mi país o a la capacidad de la interfecta para causar con su rencor personal la empatía de las masas consumidoras de este tipo de vanidades.
No crean que me importa mucho que el personal se enfervorice con este tipo de personajes, sino más bien con su facilidad para sustraerse de lo fundamental. Recordemos que esta señora, que ahora nos da lecciones televisivas de cómo sacar adelante a una hija ella sola, vive del cuento de su primer matrimonio, amén de la pensión alimenticia -no pequeña, por cierto- que su descubridor para la masa le tiene que pasar religiosamente todos los meses. A todas luces debiera ser ella la que le enviase al torero de Ubrique un porcentaje de todo lo que gana por ir aireando su vida y la de su antiguo marido, sobre la cual opina sin el menor atisbo de vergüenza.
No, no es que Belén Esteban sea la única que vive del cuento. España está llena de ex: maridos, mujeres, grandes hermanos, triunfitos y toda una pléyade de personas que, a falta de mayores capacidades profesionales y, por el momento, sin cabida en la política, ganan un buen dinero por contar su vida o la de los demás en televisión. Son toda una clase social emergente que nos ofrecen ese circo patético sin el cual muchas personas no pueden ya ni vivir, y no me refiero a los propios periodistas, cuyo nivel intelectual ha descendido a baremos sólo comparables con los de los seres vivos unicelulares, categoría aún pendiente de revisión por el Ministerio de Igualdad, Corte y Confección. A esa pujante clase pertenece la protagonista de hoy, con el agravante de querer contarnos que ella es una trabajadora incansable, cuyos denodados esfuerzos apenas le dan para celebrarle la primera comunión a su hija con un ambigú medianamente digno.
Una de dos, o esta señora maneja la propaganda personal mejor que el mismísimo Rodríguez Zapatero, o este país necesita una lobotomía colectiva. Aunque la verdad es que no sé si ambos supuestos son excluyentes.