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Aunque estas líneas han dormitado en el fondo de mi mente durante meses, no pensaba darlas a luz por el momento. Sin embargo, dos hechos han provocado que el parto sea prematuro. Lo cual no significa que vaya a ser un artículo precipitado o apresurado, sino una reflexión de urgencias. Que no es lo mismo.
Los dos acontecimientos han sido la conversación que mantuve con una amiga en días pasados sobre lo que es y lo que no es el dandismo; así como la reaparición estelar de un torero sevillano que está dando mucho que hablar no sólo en los círculos taurinos, sino en el papel cuché de aparición semanal y que tanto vende en mi país. Hablaremos de ello.
El término dandy –o dandi, según el DRAE, y que yo me niego a utilizar- se define en los diccionarios como “el hombre que se distingue por su extrema elegancia”. Tengo que discrepar. Primero porque no creo que la mujer deba ser desterrada así, sin más reflexión, de la posibilidad del dandismo. Segundo porque no me parece que deba banalizarse de esa manera la palabra “elegancia”. Claro que resulta que, por otro lado, coincido mucho con la definición. Primero porque no conozco ninguna mujer que haya atravesado la solitaria travesía del dandismo. Segundo porque, para mi, el dandismo es la elegancia en estado puro.
Dandy es aquel que conoce las reglas y las rompe, porque sabe cómo hacerlo. Ni más ni menos. El dandy sabe que hay que desabotonar el último botón del chaleco, por eso, si le da la gana, deja dos sin abrochar. El dandy se permite usar pañuelo de bolsillo a rayas con camisa a cuadros, pero jamás se pondría una corbata a rayas con esa misma camisa. A no ser que el efecto sea absolutamente sublime, lo cual es complicado.
El dandismo, por tanto, tiene dos requisitos imprescindibles. El dandy conoce las normas de urbanidad, el código inflexible del buen vestir y el saber estar. El otro requisito es que las rompe, invariablemente. Esa es la gran diferencia entre el dandy y el hombre elegante a secas. Esa la ruptura está perfectamente estudiada, finamente hilada, con el objetivo último de no dejar indiferente al espectador. Porque el dandy no puede dejar indiferente, su vanidad no se lo permite. Claro que estos personajes nunca siguen los dictados de la moda. Van por delante o quedaron irreversiblemente por detrás de las imposiciones que marcan las pasarelas y el prêt-à-porter . De ahí que el dandismo haya sido desterrado de la sociedad opulenta que nos acoge desde el último cuarto del siglo XX.
Hoy algunos ven dandismo o se etiquetan de dandies confundiendo absolutamente su significado. Los buscadores de tendencias persiguen últimamente la imposición de un look estereotipado al que denominan neo-dandismo –o algo parecido-. Pero lo que se estereotipa no puede dar lugar al dandismo, porque al final de lo que hablamos es de una moda, de una imagen homogénea con más abalorios de la cuenta. Sobre todo porque el dandismo, por encima de todo, es una forma de vida en sí, no sólo un estilo en el vestir.
Como síntoma de lo anterior hemos de decir que no puede considerarse dandismo al exhibicionismo barato. Por eso lo de Morante de la Puebla no es dandismo, sino espectáculo circense un tanto paleto y con ciertos tintes de nuevo rico. Usar bombín y zapatos de piqué no es ser un dandy, eso ya lo inventó Ramón María del Valle-Inclán. Fumar cohíbas en el paseillo no es un síntoma de dandismo. Menos aún decir: “Yo sólo fumo cohíbas”. Este profesional de los ruedos lo que quiere es llamar la atención con una indumentaria llamativa y un par de detalles estrafalarios. Y punto.
Los grandes dandies de la historia no siguieron modas, sino que las crearon. Tampoco se convirtieron en esperpentos para llamar la atención, sino que fueron admirados y envidiados por partes iguales, dada su capacidad para establecer un estilo propio que pronto era imitado por otros. Tal fue el caso de Eduardo VIII del Reino Unido, conocido como el Duque de Windsor, el cual renunció a la corona para dedicar su vida al deleite de los placeres y a dar a la Humanidad todo un imaginario de estilo en el vestir y en el saber estar. Aunque luego resultó ser amigo de Hitler y vivió una decadencia sórdida gracias a la pensión que su sobrina le pagaba religiosamente.
Podría dedicar muchas más líneas a este tema, pero creo que mis amables lectores tienen ahora la palabra.
Editado el 8 de febrero para corregir el error señalado por Anonimo: Cambiar Enrique VIII por Eduardo VIII. Gracias y disculpas.