
En esta ocasión me voy a saltar mi autoimposición de soslayar mi propia vida en esta bitácora/ensayo, es decir, voy a escribir sobre mi mismo, básicamente. Además me salto otra norma mía que es la de no escribir directamente en el editor de Blogger y a la carrera. En definitiva, estoy escribiendo un post corriente y moliente como cualquier hijo de vecino de barrio suburbano. La falta de elegancia es evidente.
Hoy salgo para España a disfrutar de lo que yo vengo a denominar un baño de primer mundo. Porque para mi ir a España es lo que a los latinoamericanos ir a Miami. Bueno lo cierto es que antes lo era, ahora la cosa ha cambiado y a esto vengo a referirme. Durante mis primeros años de periplo expatriado, los viajes a España suponían volver a tener acceso a no pocos bienes de consumo, principalmente ropa, inexistentes en estas latitudes del planeta. Resultaba también evidente la diferencia entre las tipologías humanas -no me refiero al color o la raza de las personas-. En España la gente vestía mejor, se notaba más cultivada -no quiere decir que aquí la gente sea inculta o maleducada, pero los niveles educativos medios son distintos. y menos tendente a dejarse llevar por los males endémicos procedentes de la irrefrenable influencia del Imperio del mal gusto.
A mi me gustaba visitar muchas tiendas. Incluidas las que se agrupan en torno a esos nuevos templos posmodernos que son los centros comerciales, aunque siempre intentando huir de las cadenas de ropa rápida. Me aprovisionaba para mi vuelta a la cruda realidad del tercermundismo estilístico.
Paseaba mucho para así entrar en contacto -de vuelta- con lo que había sido mi forma de vida unos meses/años atrás. La gente generalmente bien vestida, sobre todo en Granada, menos en Málaga, ciudad portuaria/playera. Los restaurantes de calidad y todavía a precios razonables. La urbanidad propia del denominado Primer Mundo que tanto añoraba. Esos eran mis placeres de vuelta a la Madre Patria.
Ultimamente todo eso se ha venido abajo. Ahora mis regresos temporales vienen a demostrar que mi imagen idílica de esa España cuasi elegante forma parte del pasado. Ha desaparecido. La globalización ha cumplido, a cabalidad, con su función homogeneizadora. La gente viste igual en Miami, en San José o en Málaga. Resulta evidente que cada día hay más clase en cualquier parte del mundo, pero más clase baja y no me refiero al nivel socioeconómico. Igualmente la urbanidad, los modos y las costumbres se hacen más universales. El furor por el consumo está absolutamente generalizado. Sorprende ver la importancia que para los seres humanos de este planeta tiene contar con el último modelo de teléfono móvil, siendo la tenencia de un iPhone la máxima expresión de clase y estilo.
Por eso ahora cuando viajo a España me dedico a comer y beber bien, pero en casa, porque los restaurantes resultan prohibitivos, amén de estar plagados de pretenciosos y maleducados. Por eso prefiero recordar los sabores caseros, ya casi ancestrales y degustar exquisiteces que todavía se resisten a cruzar la Mar Océana, que bautizara Colón. Pero sobre todo lo que hago es pasear por las calles de las ciudades, que forman parte de mi particular imaginario, con un claro objetivo masoquista: ver cómo España ha perdido su elegancia.