Las marcas han visto el filón claro por medio de una sociedad de consumo hiperinfluida gracias a las redes sociales. Desde la más anónima difusora de fotos en Instagram con pretensiones de estrella de cine, hasta el común de los artistas de la denominada música urbana -léase regaetton y sus variantes-, pasando por deportistas de diverso pelaje, todos usan visiblemente el logotipo de alguna marca, les paguen por ello o no, en todas y cada una de sus prendas. Las marcas más caras, autodenominadas exclusivas, son las más apegadas a esta horterada masiva en la que nos sumergimos. Así, Balenciaga ha pasado de ser el nombre de un fallecido diseñador español a convertirse en una palabra fetiche que designa el alto precio de los productos que se venden bajo su nombre. Y lo peor es que nos parece normal, incluso cool.
La sociedad ha adoptado la estética Kardashian sin el menor empacho. Ser un nuevo rico nunca estuvo tan bien visto. Claro que no hay que confundir nuevo rico con clase media alta con pretensiones, que somos al final la mayoría de los que deambulamos por el mercadona de suburbio caro. Hemos alcanzado el paroxismo en esta renovada y agresiva utilización de los logotipos como manifestación de nosotros mismos como personas. Ahora vestir sin logo no es vestir sino subsistir.
Pero todo tiene un límite y recapacitar o rectificar es de sabios. La vida es un péndulo y el fin del logismo está próximo. Pronto empezaremos a mirar por encima del hombro a los que se empeñan en lucir sus sudaderas con letras grandes en el pecho, sus zapatillas con logo pantagruélico, sus gafas de sol hasta con los cristales marcados con la tipografía que demuestre el precio de la cosa. Lo lujoso ya no será lo que tenga el escudo más grande o la repetición infinita de unas siglas usadas hasta la saciedad por ídolos del estilo de Omar Montes o Kim Kardashian, sino usar la ropa y los complementos que a uno le queden bien y transmitan una estética de normalidad y buen gusto, sin exabruptos. Es cuestión de tiempo.