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Quienes lo conocen dicen que tiene la simpatía de Michael Jordan, el atractivo de Denzel Washington y la elocuencia de Martin Luther King. Casi nada. El carisma de Barack Hussein Obama es indudable. Lo cual significa que tiene todos los pronósticos a favor para ganar las elecciones presidenciales de los EE UU, conocido aquí como El Imperio del Mal Gusto. Porque a la gente, al público, a la población en general lo que le va es el carisma, el charme que se dice en idiomas.
Obama ha sabido jugar muy bien sus cartas. En las primarias demócratas era más de izquierdas que nadie. Como es afroamericano -ese eufemismo que emplean los norteamericanos para definir a los negros- estaba libre de toda sospecha. Desde que el iluminado de la progresía gringa, Michael Moore, publicó “Estúpido hombre blanco”, los que no forman parte de una minoría en los EE UU se encuentran sub iúdice, esto es, ser blanco es prácticamente sinónimo de ser racista, xenófobo y, sobre todo, neoliberal, que es el peor insulto inventado por la izquierda planetaria para señalar al enemigo, o sea al derechista irredento. Barack Obama no tiene que cargar sobre sus hombros con el lastre neoliberal de ser blanco.
El candidato de color -que es el eufemismo que usamos los hispanohablantes, cuando a mi siempre me enseñaron que el negro es la ausencia de color- iba a traer a las tropas de Irak al día siguiente de empezar a mandar. Probablemente le suene al amable lector esta promesa electoral. Se negaba a que se usara la bandera de los EE UU en el homenaje a las víctimas del 11-S. Por supuesto hablaba de subidas de impuestos a los ricos, de seguridad social universal y estaba absolutamente en contra de la venta libre de armas. En definitiva, apoyaba la programática clásica del izquierdista norteamericano, no muy diferente de la de cualquier progresista europeo al uso. Eso era lo que el militante radical demócrata, el más activo en las primarias, por cierto, estaba esperando. Las aguas templadas de Hillary Clinton no resistieron el envite del candidato afroamericano.
Ahora, Barack Hussein Obama, superada la prueba del izquierdismo políticamente correcto de las primarias demócratas, ya no tiene que ser tan progresista. Básicamente porque el americano medio no lo es, sino que es más bien conservador. En caso contrario, el mero hecho de enfrentarse a un “estúpido hombre blanco”, le daría la victoria. Por eso Obama ahora afirma que las tropas volverán de Irak “cuando la situación del país se encuentre estabilizada”. De ahí que ahora este Sidney Poitier del siglo XXI luzca orgulloso la bandera de su país en la solapa y se haya olvidado de las subidas de impuestos. Y así sucesivamente.
Con ese cambio de rumbo en el mensaje, Barack Hussein y sus asesores de imagen lo que continúan explotando es el indudable carisma del candidato. Más bien eso es lo que pretenden. Dado que las diferencias en cuanto a propuestas políticas entre John McCain y Obama prácticamente son matices, lo que importa es la imagen y ahí el afroamericano tiene todas las de ganar.
A la clase media norteamericana con aspiraciones Obama les parece todo un ídolo. Cualquiera con una mínima inquietud intelectualoide se vuelca con él. Porque McCain representa todo ese caudal de tópicos estadounidenses que tanto detesta la izquierda gringa, auspiciada intelectualmente por iluminados del calado de Al Gore, Michael Moore y Noam Chomsky, todos ellos, por cierto, multimillonarios a cuenta de su progresista discurso. Obama es el cambio, un caudal fresco lleno de afirmaciones políticamente correctas, preocupado por las minorías -por unas más que por otras, eso sí-, firme partidario de la ecología, con la mente abierta hacia los líderes tan injustamente valorados por la opinión pública mundial, como Hugo Chávez o Mahmud Ahmadineyad. Pero, sobre todo, es atractivo, simpático, elocuente y tiene ese carisma que hace imposible no votar por él.