Valores, no derechos
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En ocasiones se producen acontecimientos que ponen a prueba la solidez de
una sociedad. Estos meses, desde que iniciara la huelga de los sindicatos
del se...
lunes, 28 de abril de 2008
Los blogs y la elegancia
Empecemos dejando las cosas claras. Busquemos alguna luz, que ladraba Santiago Auserón. ¿Qué es un blog?. Un blog es el intento cibernético de trascender más allá del escritorio, del cubículo, de la mesa camilla, del internet-café. El blog es el instrumento de individualización de la masa. Porque nos guste o no somos masa. Una masa con derecho a columna periodística virtual. Pero una masa al fin y al cabo.
A mi no me gusta hablar de “bitácora”. Me suena a barco. Los barcos zarpan, pero esto de la escritura en la red nunca zarpa. Es el barco en continua navegación. No tiene puerto. Claro que el navegante virtual tampoco sale nunca del puerto. Vive anclado a la mesa camilla, al cubículo, al escritorio, al mostrador de atención al cliente. Desde ahí, desde la seguridad del embarcadero seco, la masa se reivindica. Atrincherado en el anonimato y en la infinitud de la red, con la ventaja de no tener que seguir ni la gramática ni la ortografía, el improvisado escritor se siente único, exclusivo, diferente. Elegante al fin y al cabo. Tremenda falacia.
La terminología del ramo es de lo más extraña. En mi caso no tengo por costumbre “postear”, eso se lo dejo a los especialistas. A los que ponen postes o mi carnicero que corta magistralmente la carne. Y es que uno no tiene facilidad para escribir post, así que lo que hace es escribir artículos e intentar que tengan cierto sentido, sin más pretensión. Los que postean suelen ser esos que tienen blogs de anecdotarios y curiosidades de su vida cotidiana, siempre salpicados de agradecimientos, cadenas –memes para los amigos- y premios de saldo.
Otros que postean mucho son los del estilo callejero. En el argot dirían “street style”, infinitamente más fashion, ¡dónde va a parar!. Son una turba de imitadores que van con la cámara en el bolsillo haciendo fotos a la gorda de la oficina de enfrente en el polígono industrial de turno –sí, esto lo he copiado-, centro comercial si es fin de semana. Luego postean las fotos y las interpretan: “la actitud, lo importante es la actitud”. Concuerdo plenamente. La actitud ante la vida de una persona que se dedica a ir haciendo fotos a las gordas del barrio para luego colgarlas en el blog propio es lo importante, la reflexión de fondo, vamos.
Otra variante mucho más divertida de estos blogs consiste en hacerse uno mismo las fotos con distintos modelitos y exhibirlas. Se me antoja que esta versión es más auténtica. El autor alimenta su ego sin más dilación ni parapeto. Valentía no les falta, aunque suelen saltar con red, la de dirigirse a una parroquia fiel, de la que hablaremos más adelante.
Mención especial requieren los comentarios. Sin comentarios los blogs no tendrían sentido. Hace mucho frío en ese mundo enorme que es la red y, aunque la intención del individuo sea reivindicarse como tal por medio del blog, la verdad es que saber que se nos lee y se opina al respecto de lo que decimos hace que se sienta un poco el calor del acogimiento ajeno. En otra palabras, la individualidad continua siendo importante pero menos.
Pero los comentarios son un arma de doble filo. La inmensa mayoría de los comentaristas son otros escritores de blogs. De éstos, no pocos, comentan buscando visitas para sus propios sitios, no nos engañemos. Otros comentan por cortesía. Por ese extraño sentimiento de amistad internaútica que nos fuerza a entrar en los blogs conocidos y dejar una huella, seguramente esperando reciprocidad. Y así nacen pequeñas comunidades de aficionados al tema, las cuales, súbitamente, empiezan a ser lo que realmente da sentido al blog.
En ese momento, cuando el blog deja de ser expresión individual para convertirse en objeto colectivo, todo cambia irreversiblemente. El instrumento de individualización se transfigura en un lugar común, en un escritorio compartido, en una familia con los pies bajo la mesa camilla. Ya no hay necesidad de ser único, exclusivo, diferente, sino de agradar al grupo, de ser políticamente correcto, de sentirse parte de algo que no se sabe muy bien qué es. Ya tenemos red bajo el trapecio.
A lo mejor estaba yo confundido en la declaración de intenciones y, en realidad, un blog es un escape a la soledad. Menos elegante todavía, o sea.
sábado, 19 de abril de 2008
La cortesía y la elegancia
Parece de una obviedad aplastante que cualquier persona que pretenda ser elegante-o a lo mejor no es intencional- ha de mostrarse cortés en su vida cotidiana. Sin embargo, hoy la cortesía no está de moda. No, no lo está. Por tanto es más que probable que, bajo el prisma de muchos de los calificadores oficiales de la elegancia, la cortesía no puntúe a la hora de establecer listas o de realizar comentarios acerca de los personajes que se nos insinúan en los medios como modelos de elegancia. Igualmente posible resulta que algún lector piense que no estoy en lo cierto y que la cortesía es un valor imperecedero. Pero no confundamos este sustantivo que nos ocupa con el protocolo o con la simple simpatía comercial al uso.
Hoy lo que se nos queda de cortesía es esa sonrisa profident que lucen los empleados de los grandes almacenes. Esa misma que uno llega a extrañar cuando acude a una cadena de ropa rápida, cuyos empleados son dobladores de género, más que otra cosa. Reponedores de supermercado uniformados con los trapos de la última colección. Pero esa es la moda y, evidentemente, lo que vale es el precio. Las sonrisas no están incluidas. Las que sonríen mucho son las vendedoras de tarjetas de crédito de los pasillos del centro comercial. Esas que te colocan la tarjeta y se van a fumar al baño. Si te cruzas allí con ellas ni siquiera te saludan. La sonrisa de cierre de operación es lo que algunos entienden como cortesía infinita.
En otros ámbitos del mundo económico/laboral ocurre lo mismo. Yo tuve un compañero de trabajo y techo durante unos meses que desbordaba simpatía con todo aquel que ostentaba un rango jerárquico superior al suyo. Se deshacía en elogios hacia todo el que podía ayudarle de algún modo en su prometedora carrera profesional. Ese mismo individuo era incapaz de saludar a los vecinos del edificio en el que habitábamos. Los vecinos ante él eran una especie de no-personas, no existían, ni los miraba. Cuando yo saludaba al vecino de turno éste, después de devolverme el saludo, volvía la mirada hacia mi compañero esperando un "Buenos días" que nunca llegaba. El tipo sentía cierta superioridad sobre todas aquellas señoras de clase media con las que compartíamos ascensor. Probablemente fueran las camisas a medida y las corbatas caras las que le permitían marcar la diferencia.
Y es que cuando la presunta cortesía va por barrios y clases sociales, la cosa no es lo que parece. Aquí, en Costa Rica, la gente es bastante más cortés que en España. Se cede mucho el sitio en las filas y los autobuses a las señoras embarazadas, a las que van con bebés y a los ancianos. Las personas se saludan preguntando con presunto interés por la salud y por la familia y las despedidas van acompañadas de los mejores deseos. El matiz llega cuando los interlocutores pertenecen a diferentes estratos socio-económicos. La cortesía se convierte en arrogancia o, simplemente, en ignorancia, como en el caso del anteriormente mencionado: las personas parecen no existir.
La vida veloz, de urgencias, de actualidades permanentes nos fuerza igualmente a olvidar la cortesía. No hay más que comprobar como son ahora las comunicaciones escritas. El correo electrónico es frío, distante, a la par que eficiente, directo. Así que la cortesía epistolar ha muerto en pos de la concreción y la rapidez. Los blackberries y iphones han llevado esto al extremo. Sus poseedores están todo el día recibiendo y contestando correos, básicamente a golpe de monosílabos: “Si”, “No”, “OK”, “Hablamos”. Murieron aquellas expresiones corteses que nos enseñaron a usar para empezar una carta: “Espero cuando recibas la presente toda tu familia y tú os encontréis bien”. Hasta suena cursi.
Dicho lo anterior resulta que la cortesía ya no es lo que era. Ahora todo queda reducido a la corrección y la frialdad protocolarias o a la eficiencia digital, cuando no a la simple simpatía políticamente correcta de los tratos comerciales, o esos buenos modales de salón que se exhiben en los aledaños de la corte. Esa corte en la que muchos habitan dentro de sus trabajos o en los círculos sociales de turno. Fuera de ahí, al populacho, a la canalla obrera, mejor ignorarla.
La cortesía le sale de dentro al hombre elegante. No la utiliza con carácter discriminatorio. Tampoco la asfixia por razones comerciales. Ni abandona los hábitos corteses por culpa de la eficiencia.
Ahí está gran parte de esa elegancia. Esa que se ha perdido.
jueves, 10 de abril de 2008
La cantidad y la elegancia
Casi siempre un artículo tiene como desencadenante un acontecimiento que sucede en la vida de su autor. Una anécdota. Una conversación. Algo que provoca una reflexión que va más allá de la simple ocurrencia, del mero suceso, del puntual cruce de frases.
La semana pasada, como consecuencia de la vorágine laboral/empresarial en la que me encuentro sumido, tuve que acompañar a un señor a conocer una zona costera de Costa Rica, Guanacaste. Nos alojamos en un conocido hotel –ahora se le llama resort, mucho más elegante- de bandera española. Nuestras habitaciones eran estándar y, caminando hacia el restaurante, al pasar por la zona del pretencioso royal service del hotel, le indiqué a mi acompañante el detalle de la superior categoría de aquellos otros dormitorios de alquiler. Sin dudarlo un instante, exclamó: “¿Y esas son más grandes?”.
Ahí reside toda la enjundia de la vida, en el tamaño. ¿Para qué quiere uno un cuarto más grande que el ya desmesurado dormitorio con dos camas de matrimonio, salón, ktichenette y terraza, cuando lo que estás es todo el día tumbado en la playa o la piscina, o bien dedicado a las estúpidas actividades recreativas propias del lugar?. Seguramente para contarlo a los amigos. Pero no, las habitaciones del royal service, para gran decepción de mi invitado no son más grandes, sino más pequeñas pero mejores y con más servicios. Lo cual me lleva a pensar que los que se hospedan en ellas no son conscientes de la merma en metros cuadrados que sufren a cambio de un mayor precio. En caso contrario a lo mejor hasta se dedicarían a presentar quejas ante tal agravio comparativo.
Pero nuestra sociedad es así. Queremos cantidad. No hay más que darse una vuelta por los EE UU y ver esas enormes tazas de café que sirven para el desayuno. Invariablemente el líquido se queda frío después de unos minutos en ese recipiente de un tamaño comparable al de la palangana con la que Jesús lavó los pies de sus apóstoles. Ni que decir tiene que pedir dos platos en muchos restaurantes del Imperio del Mal Gusto puede ser un suicidio gástrico.
Esto de la cantidad va mucho más allá del tamaño de las raciones de los restaurantes. Todos estamos abocados a caer en la trampa del “más es más”, esto es, de tener más cosas para sentirnos más elegantes. De ahí el éxito de las cadenas de ropa rápida. Muchos piensan que tener más ropa es signo de elegancia. Así, que se precipitan a los modernos mercadillos en donde la última moda se amontona a precios irrisorios con idéntica calidad -a la del precio, quiero decir-. Hay que llenar el armario como sea. Ir vestido igual dos días seguidos es un pecado mortal en la sociedad en la que vivimos. Nos creemos que los que nos rodean se acordarán mañana de la camisa que llevamos hoy y que se van a reír mucho de que la usemos al día siguiente.
Lo mismo ocurre en las casas. Gracias a los ikeas y similares ya no falta un detalle de decoración en casa de nadie. Los que acaban de comprar o alquilar un piso saben de lo que hablo. No hay más que ir a ese horrible almacén, en donde venden más tonterías que en el rastro de los apaches, y por una relativamente módica suma el joven hipotecado llena la escueta casa de todo tipo de muebles y abalorios domésticos. Curiosamente estas tiendas promueven esa extraña tendencia decorativa que se conoce como minimalismo. Lo minimalista no consiste en buscar el mínimo número de objetos, sino el mínimo número de colores para decorar, a saber: blanco, beige, negro y/o wengé.
Al final uno mira cualquier rincón de su casa y se da cuenta de la cantidad de objetos que posee. En su mayor parte inútiles. Nos sirvieron para llenar un espacio vital seguramente ya ocupado, para calmar una ansiedad creada por algún anuncio, para cubrir una necesidad inventada y momentánea. Ahora forman parte del decorado, son un número más.
Esto de la cantidad lleva a pensar a muchas personas que teniendo más objetos son mejores, tienen más éxito, son más elegantes. Como dijo Wallis Simpson, duquesa que fue de Windsor, “nunca se es lo suficientemente rica ni se está lo suficientemente delgada”. Pues eso.
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