Hace ya muchos años tuve ocasión de ver por televisión una de esas geniales escenas que protagonizaban el dúo humorístico Faemino y Cansado”. ¿Qué habrá sido de ellos?. El diálogo que reproduzco a continuación no es nada fidedigno, dado el tiempo que ha pasado, pero venía a ser algo así:
- ¡Qué reloj más chulo! -decía Faemino a Cansado, o viceversa-.
- ¿Te gusta?. Te lo vendo -respondía el otro-.
- ¿Cuánto quieres por él?.
- Dame mil pesetas.
- No, ¡qué dices! -contestaba el humorista con un gesto tipo “no vale la pena”-.
- Pues dos mil.
- ¡Qué no, qué no!.
- Venga, dame tres mil “pelas” –esa parecía ser la oferta final-.
- De acuerdo, aquí tienes.
Y así se cerraba el surrealista acuerdo comercial entre los fenomenales histriones. ¡Cuánta verdad hay dentro de tan absurda conversación!.
Muchas personas realizan esta misma operación comercial pero en el interior de su mente cada día. Lo barato genera desconfianza. Así que nos vemos forzados a encontrar algo que tenga un precio mayor para sentir que estamos pagando por algo de calidad. Pero sobre todo porque de esta forma, a través del precio, encontraremos reconocimiento en los demás.
Evidentemente esto es una simplificación de la realidad. Una generalización más. La cual hoy no tiene, en absoluto, la vigencia que tuvo en el pasado. Ni tampoco todo el mundo lleva tan al pie de la letra este totalizador argumento que viene a decir algo así como “lo barato no sirve, lo que vale es lo caro”. Nuestra sociedad ha evolucionado y ahora, en determinados momentos, para cierto tipo de personas y en algunos círculos, ocurre justamente lo contrario: lo que se lleva es comprar barato. “ Mira que camisa tan mona me acabo de comprar y sólo me ha costado 6 euros”, le dice Sonia a Nuria con una sonrisa que lleva una profunda carga de sarcasmo, sabedora de que una similar le costó cuatro veces más a su amiga.
En la sociedad de la opulencia, lo que importa es la cantidad. La calidad viene después. Lo que vale es llevar la moda del momento. El fondo de armario, seamos sinceros, ha quedado reducido a cuatro prendas, cuando no ha sido directamente anulado. Hay que llevar el último color, que ha impuesto la pasarela de turno, o el último corte de chaqueta, que no deja de salir en todas las revistas del ramo. En realidad sabemos que esta tendencia –hablaremos de este término otro día- podría ser tan efímera como la temporada, por eso mejor comprar algo barato, no vaya a ser que tiremos el dinero a la basura.
Dicho lo anterior, se entiende perfectamente el éxito de las que denominaré, parafraseando el término aplicado a los refectorios masivos, cadenas de ropa rápida –se compra rápido (y con mal servicio), se usa rápido, se desecha rápido y/o se rompe rápido-, cuyos máximos exponentes son los comercios del grupo empresarial de Amancio Ortega, el octavo hombre más rico del mundo, según la revista Forbes. Aunque competidores/imitadores no le faltan. Entiéndase que esto de aquí es una definición personal. Cualquier tipo de interpretación crítica de mis palabras hacia este tipo de establecimientos será fruto de la conciencia de cada cual. Yo siempre admiraré a aquellos que son capaces de descifrar qué quiere la sociedad y sacan pingües beneficios haciéndolo realidad. Otra cosa es aplaudir el gusto de la masa enloquecida que alborota diariamente los estantes y perchas de los miles de zaras que hay en el mundo.
Pero en este escenario de mileurismo galopante, ante a la cantidad cada día mayor de artículos imprescindibles –los “must” que dicen mis amigos fashionistas-, se impone el precio, pero al revés, por medio de las cadenas de ropa rápida. Aunque lo cierto es que siempre hay excepciones. Nos queda el prurito de despilfarrar un poco para que la parroquia vea que no vestimos sólo a base del Emporio Inditex. Por eso las marcas y los logotipos nunca dejarán de existir. Sin ellos tampoco podemos vivir, a pesar del precio.
Porque en determinados momentos el diálogo de los geniales humoristas, con los que empezaba estas líneas, cobra todo su sentido y un precio bajo no nos parece adecuado, suficiente. Hay que echar el resto. Queremos que se note.