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Imagino que ya los amables lectores habrán podido percibir que comodidad y elegancia son dos términos que, sin ser absolutamente opuestos, suelen caminar por caminos paralelos, y que la intersección entre ambos suele dar como resultado la absoluta pérdida del segundo. Dicho de otro modo, la elegancia y la comodidad son términos irreconciliables en la inmensa mayoría de los casos.
La persona elegante es consciente de que dicho valor requiere, según de quién hablemos, al menos algún tipo de esfuerzo personal. Para muchas personas ese esfuerzo resulta ímprobo, así que tienden a desistir rápidamente de sus pretensiones de elegancia o se precipitan por el camino fácil de la supuesta elegancia a través de los símbolos externos que la mercadotecnia nos impone. El esfuerzo que requiere la elegancia no es muy superior al que requiere la vida en sociedad, generalmente denominado “urbanidad”, pero sí que tiene sus particulares exigencias.
Por poner ejemplos entre la diferencia entre la urbanidad generalizada y la elegancia podríamos referirnos a lo comentado en El deporte y la elegancia. Ir vestido con un equipamiento completo para la práctica de la equitación para ir a comprar al supermercado, no rompe ninguna de las reglas de urbanidad conocidas, pero no es nada elegante. Ahí entra en juego el concepto de “comodidad”. Seguramente para el individuo que me encontré ayer en el referido establecimiento comercial con la indumentaria propia del deporte de los amantes de los équidos, lo más cómodo es ir a comprar después de practicar su especialidad hípica. Para este señor resultaba de lo más incómodo ir a su casa, ducharse y cambiarse de ropa para, a continuación, proceder con su laboriosa tarea. Pero por el camino de esta comodidad personal nos hizo a todos partícipes de una estampa cuando menos pintoresca y, por tanto, quedó señalado de por vida como persona falta de elegancia.
Históricamente los señores que han vestido con los denominados “zapatos de rejilla” han sido desterrados de ser catalogados siquiera como personas normales, pero ellos han continuado luciendo sus cómodos e indecorosos zapatos, confiados en que las normas de urbanidad les permitían emplear tan esperpéntica prenda. Hoy los zapatos de rejilla viven un nuevo esplendor por medio de una suerte de zuecos de plástico con agujeros en su parte superior, denominados popularmente por el nombre de la marca que los ha popularizado allá en el imperio del mal gusto: los “crocs”. Este otro caso mucho más extendido de la diferencia entre elegancia y comodidad, ya que el uso de este calzado resulta absolutamente inadecuado para cualquier actividad que requiera salir fuera de la casa de uno. Exceptuaremos aquí las excursiones al río, con inmersión pedestre incluida.
Un par de semanas atrás me crucé en un centro comercial a un reputado aunque joven doctor el cual lucía en sus pies unos de estos zuecos plásticos. No lograba salir de mi asombro. Tampoco es que yo tuviera un alto concepto de la elegancia del interfecto, pero me sorprendió terriblemente ver con esa pinta al insigne doctor, el cual seguramente no fue consciente de que estaba poniendo en serio peligro su reputación técnica. ¿Qué fiabilidad puede tener un médico que utiliza unas crocs para pasear?. Es muy probable que algunos de sus clientes –en este caso el nominativo “paciente” creo que no es de aplicación- pensarán al verlo que el uso de este tipo de calzado no implica una pérdida de confianza, sino que más bien se trata de un síntoma de capacidad económica, dado que los zapatitos de marras sólo los venden en los EE UU.
Los crocs, como los pantalones de pirata o la ropa deportiva pueden resultar muy cómodos. Incluso podemos pensar que no rompen con ninguna norma de urbanidad. El problema llega cuando intentamos superponer el valor de la comodidad al de la elegancia. Pero resulta ser que la comodidad no es más que un acto egoísta para ahorrarnos cualquier tipo de esfuerzo personal que se derive de la vida en sociedad. Si todos y cada uno de nosotros decidiésemos optar por estar lo más cómodos posible, entonces nos encontraríamos con que la vecina sale a la calle en pijama o que nuestro médico de cabecera lleva pantalón de deporte a la consulta. Claro que a lo peor resulta que ya nos los estamos encontrando.