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Uno de los componentes fundamentales de la vida laboral de hoy lo representan las reuniones. Muchos de los imprescindibles y denodados trabajadores a los que hacíamos mención en el artículo anterior tienen una ajetreada agenda de reuniones. Sin reuniones la vida no tendría sentido más allá de las hojas de cálculo, el correo electrónico y la mensajería instantánea, verdadero motivo de las largas jornadas laborales de no pocos ejecutivos de éxito.
Las reuniones de trabajo son el caldo de cultivo ideal para que salgan a flote los verdaderos comportamientos poco elegantes de nuestra sociedad moderna. Enmascarados bajo ropajes de marca o detrás de composiciones de lo más obsoleto, salen de su cascarón los más diversos personajes, principalmente basados en pilares como el afán de protagonismo o la incontinencia verbal aguda.
Por avatares de la vida uno ha tenido que soportar bastantes de estas reuniones, convertidas en pseudo-monólogos merced a las diatribas de alguno de los convocados. Generalmente, este tipo de eventos suceden cuando el interlocutor con pretensiones de conferenciante siente el irrefrenable deseo de dar una demostración de sus vastos conocimientos al resto de los reunidos, casi siempre sin que nadie se lo haya pedido.
A mi se me presentó uno de estos ejemplos hace un par de semanas. La voz cantante de la reunión –mujer, por extraño que parezca- comenzó a disertar sobre todo lo que se discutía, fuese o no de su incumbencia. Lo peor es que cuando su presunta superioridad intelectual quedó patente por el silencio –más bien el agotamiento- de los presentes, en ese momento, ante el grupo silenciado, hizo su aparición el peor de los síndromes de los que padecen este tipo de problemas sociales: el gusto por escucharse. Hay muchos comportamientos poco o nada elegantes, pero coincidirán conmigo en que la gente que disfruta escuchándose roza la zafiedad.
A partir de ahí el monólogo, más o menos centrado en aspectos empresariales, se tornó en un relato sobre los más diversos detalles de la vida personal de la interfecta, desde su afición por el budismo hasta el curso de comida sana al que había enviado a su hija. De lo más interesante. Yo siempre me he preguntado por qué hay personas que piensan que al resto de los mortales nos importa lo más mínimo su vida privada cuando lo único que nos une es el sentido oneroso de la existencia. Dicho lo anterior comprenderá el lector por qué decliné la invitación a cenar con el grupo.
Otras reuniones de gran interés son las de comunidad de vecinos –condominio en estas latitudes-. Sin lugar a dudas estos encuentros vecinales son el líquido amniótico idóneo para la gestación de grandes liderazgos. Estas reuniones, amén de interminables –al menos a la que yo asistí una vez lo fue-, son vitales para las aspiraciones de determinados seres humanos que, elevándose por encima de su gris existencia, pretenden destacar en algún aspecto fundamental para la vida en comunidad. Invariablemente en todas existe algún ungido con los aceites divinos de la visión comunal que es elegido presidente de la junta directiva. Una pena que no haya presupuesto para imprimirles tarjeta de visita, ¡qué desagradecidos son los vecinos!.
Es más que probable que para el amable lector sea mucho más interesante invertir su tiempo en la lectura pausada del diario antes que dedicar varias horas de su existencia a dilucidar temas tan transcendentales como el horario de la piscina o el color de la pintura de las rejas exteriores de la comunidad. Sin embargo, para el tenaz presidente de la junta directiva lo que se está poniendo en juego es su capacidad de gestión, su protagonismo vecinal. Mucho cuidado.