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La semana pasada la compañía aérea Air Comet me premió con la pérdida de nueve horas de mi vida en dos aeropuertos, seis de ellas en Madrid-Barajas. Esa enorme cantidad de tiempo ocioso me permitió fijarme en las personas que viajaban en pleno mes de agosto, época vacacional por antonomasia en España. Para mi los viajes en avión siempre han sido un trámite, a veces demasiado engorroso, que me permite trasladarme con cierta rapidez de un lugar a otro. Claro que no todo el mundo lo ve así y ese traslado se convierte en parte de las vacaciones o del místico proceso de disfrute de las mismas.
En mi estancia aeroportuaria forzada noté como hay muchas personas que ya salen de casa con el uniforme vacacional de turno, esto es, vestidos como si una vez que pisan fuera de la puerta de su casa ya estuvieran en una excursión por la selva o en uno de esos hoteles todo-incluido del trópico. Este hecho no sé si se debe a la confusión, tremenda, entre desplazarse y estar en el destino, o más bien es una forma de proclamar a los cuatro vientos que nos dirigimos a un paraje vacacional exótico al cual, suponemos, que el común de los mortales no pueden acceder.
La cuestión es que resulta un tanto curioso ver a un señor, el cual seguramente es un honorable y respetado profesional en su campo laboral, vestido con una camisa de color caqui y unos pantalones del mismo tono –con una leve diferencia- y que lleva colgada una especie de morral al más puro estilo Indiana Jones. Imagino que la tarde anterior el señor estuvo en Coronel Tapioca, que es en el lugar en el que se uniforman los viajeros de aventura que se precian. Sin embargo, en ese momento se encontraba en el aeropuerto Madrid-Barajas, lugar al que la gente acude a tomar un vuelo y en el cual difícilmente los colores de camuflaje le servían de mucho.
No menos extraño es ver toda una marea de personas que parece que de un momento a otro se van a quitar la camiseta y se van a poner a tomar el sol en medio del pasillo de la terminal del aeropuerto. Algunos varones tendrían que desprenderse igualmente de sus pantalones pirata, otro de los signos de identidad inequívocos de los turistas de playa, para disfrutar de las maravillas del aire acondicionado de la sala de espera para embarcar. Ahí es donde se nota que la mayoría de los viajeros que se disfrazan de bañistas para montarse en el avión no han volado demasiado en su vida: en los aviones ponen el aire acondicionado, habitualmente muy frío. Entonces se pasan el vuelo tiritando y envueltos en la ridícula mantita de la compañía aérea de turno.
Sobre el viaje de vuelta mejor ni hablar. Porque la inmensa mayoría de los que de ida van disfrazados, de vuelta vienen peor aún. No han aprendido nada y además se obstinan en querer seguir de vacaciones, o bien quieren seguir proclamando a los cuatro vientos que han estado en Kenia de safari o en Punta Cana tirados en la playa. Para colmo vienen cargados de signos de identidad propios del destino, desde la camiseta o la gorra grabada con letras bien grandes: Cancún, hasta las trenzitas rasta que luego lucirán durante un mes orgullosas, incluso en la oficina.
En definitiva pasar unas horas contemplando al resto de viajeros en un aeropuerto puede ser todo un espectáculo, lamentable, sin duda, pero colorido y pintoresco al fin y al cabo.