miércoles, 25 de julio de 2007

Los clones y la elegancia


Uno de los fenómenos más curiosos y que más ha calado entre el público en general es el de la presencia de determinados arquetipos sociales, impuestos por los medios de comunicación masiva, que son imitados invariablemente por miles de individuos en todo el planeta. A estos imitadores nos referiremos como “clones”. Los clones imitan no sólo una forma de vestir o de llevar el pelo, sino un perfil social completo con el que se identifican y pretenden establecer su rol en un determinado momento de su vida. Digo un determinado momento porque los arquetipos imitados suelen ser pasajeros, a no ser que el clon, debido a su corta capacidad de expresarse como persona individual en el mundo, decida continuar durante toda su vida siendo una imitación de tal o cual personaje.

Esta característica peculiar de la vida en sociedad tuvo su eclosión en los años 80, cuando por el mundo pululaban millones de jóvenes identificados con determinados movimientos, generalmente musicales: mods, punkies, heavies, rockers, etc. Como apreciará el lector ya la invasión lingüística comenzaba a causar estragos entre la población civil. Sin embargo, el fenómeno venía de más atrás, pero no era tan variopinto, ni tenía tantos adeptos. Además estos fenómenos eran una especie de rebeldía hacia la sociedad en general, como el movimiento hippie, en los 60 y 70. Por otra parte sus seguidores, aunque dentro de una línea concreta, venían a realizar variaciones sobre el patrón marcado y adoptaban sus propias particularidades, siempre sin contravenir al “movimiento” en lo fundamental.

El clon moderno es muy diferente. En primer lugar porque no tiene conciencia de grupo como tal, ya que no imita o comulga con un conjunto de personas, sino que es algo mucho más individualista. Ahora se imita a personas concretas o a tipologías determinadas de gente. Con lo cual nada de sentimientos grupales. Además el clon de hoy seguramente no es conscientemente un imitador, es más piensa que en la imitación está su propia individualidad. Incluso hay clones que piensan que son personas totalmente apartadas de los estándares que impone la sociedad del consumo.

Expondré un ejemplo claro. Desde la ventana de mi oficina puede observarse a un grupo de jóvenes en el entorno de los 25 años que trabajan en una agencia de publicidad. Salen a fumar a la terraza de su oficina. Hay un par de ellos que son clones típicos. Llevan el pelo algo largo, peinado como con una cresta, pantalón vaquero raído, camiseta por fuera y gafas con montura de pasta oscura. Como su trabajo es del ramo creativo los tipos adoptan tal pose y ese aspecto desenfadado y pasota les hace más cercanos a su ideal, seguramente alguien así como Gael García Bernal. El otro día por motivos laborales tuve que acudir a una reunión en una agencia de publicidad, una de las más grandes, así que me interné en las oficinas de la firma y pude comprobar que mis sospechas eran ciertas. No sólo comprobé que la tipología de mis vecinos es pura imitación, sino que en aquel espacio abierto había un ejército de clones con el mismo pelo encrestado, los mismos vaqueros mugrientos y la misma camiseta desaliñada. Eso sí, las gafas eran diferentes, me imagino que el grosor de la montura será el que determine el nivel de “creatividad” del individuo y su estatus dentro de la agencia.

Otra cosa peculiar de los clones es que los hay en todos los segmentos de población y clases sociales. Desde los imitadores del rey del reggaetón –o reguetón, que será como entre por la puerta falsa en el Diccionario de la Real Academia, al tiempo-, Daddy Yankee, hasta las imitadoras de Paris Hilton o Victoria de Beckham , pasando por los clones de García Bernal, tan alternativos ellos. El otro día por cierto me crucé en un restaurante con un clon de la mujer del futbolista de turno, solo que unos 20 kilos más gorda y con el pelo menos quemado. La señora iba muy en su papel de estrella, incluidas las gafas de sol de ventisca, las cuales no se quitó ni para comer, hasta que empezó a vociferar cuando la llamaron al teléfono celular, que tenía puesta la melodía de una serie de televisión, ahí acabó la imitación y nos dimos de bruces con la cruda realidad.

martes, 17 de julio de 2007

La tecnologia y la elegancia



Andaba yo leyendo a un filósofo francés –aunque pueda parecer una contradicción en sí misma: francés y filósofo- cuando se me reveló la siguiente frase: “La tecnología nace para liberar al hombre de las limitaciones impuestas por la naturaleza”. Si uno piensa que la tecnología nació en el paleolítico verá que esa frase cobra toda su vigencia. El hombre, como ser más desvalido desde el punto de vista físico de la Creación, tiene que emplear su intelecto para vencer esas carencias y así aparecen los avances tecnológicos. Pero hace demasiado tiempo que ya el hombre superó casi todos los obstáculos que, por su débil naturaleza, le ponía el entorno natural. Así, hoy la tecnología está más orientada a hacernos la vida más cómoda, cuando no a generarnos nuevas servidumbres. Con lo cual el ciclo se invierte, lo que era una liberación ahora puede ser una esclavitud.

La vida sin tecnología de última generación ya no es vida para el común de los mortales. Máxime cuando se nos bombardea desde todos lados transmitiendo la idea de lo necesario que es tener el último invento diseñado para el consumo en masa. Incluso hay personas que hacen de la tecnología su modo de vida. No porque sean diseñadores de teléfonos celulares o de reproductores de música digital, no sino porque se dedican a comprar todos los artilugios que salen al mercado para demostrar a sus semejantes su papel en la vida.

Seguramente muchos han podido compartir vuelo con un individuo que no deja de sacar aparatejos electrónicos de su maleta. Empiezan con el teléfono de última generación con el que leen el correo electrónico o las noticias –porque han dejado de recibir el periódico en casa, si es que alguna vez en su vida han tocado un periódico salvo en la consulta del médico- hasta que la azafata le pide que lo desconecte. Luego sacan el reproductor de video portátil, pero nunca ven una película entera, suelen ir al cine y después se compran la misma película y la pasan al formato de su reproductor o la descargan por Internet. Entonces echan mano de la consola de videojuegos personal, pero se aburren muy rápido y cambian de juego tres o cuatro veces. Si el viaje es largo lo pasan pegados al ordenador portátil. Indefectiblemente, en cuanto el avión llega a su destino, son los primeros en conectar el móvil y llamar, habitualmente con un tono de voz muy alto. ¿Les resulta familiar?.

Pero este mundo tecnológico además nos pone a nuestra disposición una amplia gama de complementos pretendidamente elegantes, pero que realmente son todo lo contrario. ¿Cuántas personas van caminando por su oficina o por la calle y llevan colgado de la oreja un aparatito brillante?. No, no son sordos. No, no es un implante. Y no, no van hablando solos. Es el auricular inalámbrico del teléfono celular. Pero en ocasiones estos artefactos se emplean en circunstancias absolutamente surrealistas. Sin ir más lejos unas semanas atrás pude ver a un señor jugando al golf con uno de esos puesto, imagino que el tipo creía que iba de lo más “conectado” pero realmente la imagen era patética.

Los teléfonos móviles quizá sean el mayor exponente de este fenómeno por el cual las personas nos sentimos más elegantes si llevamos el aparato de comunicación más moderno y sofisticado. No son uno ni dos los que piensan que tener un celular recién salido al mercado les hace parecer más elegantes. Esto provoca que haya infelices que gastan la mitad de su sueldo en engendros que no utilizan más que para lucir frente a sus amistades.

Otro fenómeno de la tecnología es que modifica la forma de comunicarnos. No sólo porque hay gente por ahí diciendo una hilera de palabras que la mayoría de la población desconocemos, como por ejemplo: “el otro día cambié el hosting de mi site por uno que me da treinta gigas de bandwidth y me permite hacer pruning”. Sino porque se crean nuevos estilos de escritura, como los mensajes de texto y la mensajería instantánea. Estos han generado métodos abreviados de escritura que algunos piensan que son válidos para todo, incluso piensan que así son más “cool”. Esto nos lleva a recibir correos electrónicos profesionales con frases como: “T dije q la cía no puede hacerlo pq x el momento no está en el ppto”, y se quedan tan a gusto.

Al principio decía que probablemente en la prehistoria la tecnología liberó al ser humano de las limitaciones que la naturaleza imponía, pero hoy creo que cada día somos más esclavos de ella.

martes, 10 de julio de 2007

El cine y la elegancia


Los que me conocen saben que no soy un gran amante de las salas de proyección. Acudir a un cine rodeado de decenas de desconocidos para ver, a oscuras, una producción cinematográfica no se encuentra entre mis preferencias a la hora de elegir en qué invertir mi tiempo libre. Creo que quedé un tanto traumatizado hace muchos años cuando estuve viendo una película y aquello parecía el circo. La gente aplaudía, reía a carcajadas y vociferaba. Hace mucho tiempo que no hace falta meterse en un salón oscuro, rodeado de personas a las que si fueran mis vecinos ni siquiera saludaría, que dijera Mallarmé, para ver un buen largometraje. La intimidad del hogar, propio o ajeno, es mil veces mejor para apreciar eso que, de manera tan cursi, llaman “séptimo arte”.

Empero no voy a insistir en este tema de la asistencia masiva a los cines. Al fin y al cabo es una forma de ocupar el tiempo como otra cualquiera, con el matiz de que son esos comportamientos, entre lo público de la multitud y lo anónimo de la luz apagada, los que marcan la diferencia entre un acto anodino y la absoluta falta de elegancia. A lo que yo me quiero referir es al cine en sí mismo. El cine como fenómeno social y de masas.

El cine se convirtió a mediados del siglo pasado en un referente para las personas de todas las edades y condiciones sociales. Antes de la aparición de la televisión, el cine exponía los modelos sociales a seguir, siempre desde la distancia que posibilita el poder idealizar los contextos, las situaciones y los personajes. El cine representaba un mundo de ilusión y fantasía, mezclado con un toque de realidad, que transportaba a los espectadores a momentos únicos e irrealizables. La conversión de la fantasía en realidad se obraba por medio de los protagonistas de las películas. Me refiero al Hollywood clásico, dado que el cine en el resto del planeta simplemente ha sido una suerte de imitación de lo que sucedía en los estudios de la particular Meca de este espectáculo.

Los protagonistas del cine, los actores, se convirtieron en la referencia a seguir por millones de personas. Eran la representación viva de lo que sucedía en el celuloide. Imponían los cánones de la elegancia. Humprey Bogart, Fred Astaire, Rock Hudson, Ingrid Bergman, Olivia de Havilland o Bette Davis son algunos de los ejemplos de los personajes, reales y de ficción, que han representado la elegancia durante décadas. Todos ellos dentro y fuera de la gran pantalla mantenían un estilo único de serenidad, belleza y carisma. Si miramos a nuestro alrededor, el nuevo “lujo” es una reedición de todo aquel mundo del cine clásico de los 50 y 60, incluido el blanco y negro de aquellos momentos irrepetibles del “séptimo arte”.

Aquella época dorada del cine nos dejó inigualables estampas que hoy se reeditan una y otra vez, en esta ocasión para vender ropa, bebidas o apartamentos de lujo. Porque aquellos actores, con sus díscolos incluidos, destacaban por su elegancia a un lado y a otro de la cámara. La elegancia trascendía a los personajes y a los atuendos impuestos en los platós, llegaba al ámbito privado. Así, nunca vimos a Cary Grant vestir con andrajos, ni tampoco lo detenían todos los meses por conducir ebrio.

A gran diferencia de los modelos que hoy imponen los protagonistas de la industria del celuloide, los grandes actores del cine clásico venían a ser los máximos exponentes de la elegancia de la época. ¡Qué pocos quedan ahora en medio de tanta bazofia cinematográfica!. Salvo contadas excepciones hoy los actores más famosos, entre los que hemos de contar a no pocas rutilantes estrellas que nunca han logrado brillar más que en alguna serie de televisión, no son el ejemplo a seguir cuando de elegancia hablamos.

Los más “glamourosos” en la pantalla gigante parecen piltrafas humanas en su vida diaria. Vestidos como indigentes, habitualmente, o ataviados con esperpénticos modelos, cuando pisan la alfombra roja –por cierto que “alfombra” no es lo mismo que “carpeta”-. Sin hablar de sus nada elegantes comportamientos, entre los que destaca la ingesta abusiva de sustancias estupefacientes, principalmente alcohol y cocaína, o la manía de visitar países subdesarrollados, no para realizar safaris aunque vayan ataviados para la ocasión, sino para traer como recuerdo y en adopción algún pequeño nativo.

Desgraciadamente la influencia del cine en la sociedad va en aumento y sus personajes son productos de consumo masivo para millones de personas. Ya se ha dicho aquí que muchos de estos alcohólicos redomados –nunca redimidos- que pueblan las pantallas vienen a ser como los ejemplos a seguir por jóvenes y mayores, que ven en ellos esa vida de vino y rosas –sobre todo vino- que todos ansían dentro de una sociedad sin principios.

No entro en consideraciones acerca de la calidad de los largometrajes que se producen hoy, ni soy crítico de cine, ni tengo elementos de juicio para valorar la maestría de directores y actores en el desempeño de su profesión. Sobre el cine español me remito a http://eleganciaperdida.blogspot.com/2007/01/la-elegancia-pisoteada-en-los-goya.html.