Ya se ha glosado aquí sobre la pequeña línea que separa lo sublime de lo ridículo. Una línea que últimamente se traspasa con demasiada frecuencia. Sobre todo por estos lares mesoamericanos que me albergan. Las pasarelas criollas se llenan de esperpentos que buscan una extraña mezcla entre lo moderno y la tradición post-colombina. Disfraces, al fin y al cabo.
Como siempre sucede con estas supuestas tendencias, el apoyo endogámico es brutal. ¿Cómo no dar like y comentar la ocurrencia de la egoblogger de turno que mezcla unos zapatos dorados con una bufanda con los vivos colores de los manteles que venden en los mercadillos de Antigua Guatemala?. ¿Cómo no se le ocurrió antes a Tom Ford semejante genialidad?.
Seamos sinceros, a nadie se le ocurre salir a la calle un día cualquiera con semejantes disfraces.
Esos outfit no son para ir a la oficina o a tomar un café en la boulangerie orgánica de la esquina. Estos modelitos son propios para grandes eventos, como la fashion week de turno. Quizá esta proliferación de las fashion week de barrio sea la culpable de esta avalancha de creadores, egobloggers y fologüers en general, que buscan en ellas el refugio de la excusa para el exhibicionismo. Porque al final este invento de hacer un desfile anual en cada barrio -para sacar dinero- fuerza el surgimiento de la creatividad mal enfocada.
Alguien tiene que parar esta oleada de esperpentos en forma de vestimentas. La otra alternativa es centrar este tipo de acontecimientos en fechas más propicias: carnavales y jalogüin. Ahí, entre la confusión de las festividades, todos esos outfits pueden encontrar su sentido. En el entorno adecuado y sin causar la hilaridad del público en general. El problema es que en esas fechas tan señaladas, con el timeline de instagram lleno de selfies de disfraces, la creatividad pueda quedar en un segundo plano.
El balance necesario
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A pesar de que desde abril de este año, mes y medio después del inicio de
los efectos de la pandemia, ya se hablaba de una negociación con el FMI
para la...
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