sábado, 22 de septiembre de 2007

La comodidad y la elegancia


Imagino que ya los amables lectores habrán podido percibir que comodidad y elegancia son dos términos que, sin ser absolutamente opuestos, suelen caminar por caminos paralelos, y que la intersección entre ambos suele dar como resultado la absoluta pérdida del segundo. Dicho de otro modo, la elegancia y la comodidad son términos irreconciliables en la inmensa mayoría de los casos.

La persona elegante es consciente de que dicho valor requiere, según de quién hablemos, al menos algún tipo de esfuerzo personal. Para muchas personas ese esfuerzo resulta ímprobo, así que tienden a desistir rápidamente de sus pretensiones de elegancia o se precipitan por el camino fácil de la supuesta elegancia a través de los símbolos externos que la mercadotecnia nos impone. El esfuerzo que requiere la elegancia no es muy superior al que requiere la vida en sociedad, generalmente denominado “urbanidad”, pero sí que tiene sus particulares exigencias.

Por poner ejemplos entre la diferencia entre la urbanidad generalizada y la elegancia podríamos referirnos a lo comentado en El deporte y la elegancia. Ir vestido con un equipamiento completo para la práctica de la equitación para ir a comprar al supermercado, no rompe ninguna de las reglas de urbanidad conocidas, pero no es nada elegante. Ahí entra en juego el concepto de “comodidad”. Seguramente para el individuo que me encontré ayer en el referido establecimiento comercial con la indumentaria propia del deporte de los amantes de los équidos, lo más cómodo es ir a comprar después de practicar su especialidad hípica. Para este señor resultaba de lo más incómodo ir a su casa, ducharse y cambiarse de ropa para, a continuación, proceder con su laboriosa tarea. Pero por el camino de esta comodidad personal nos hizo a todos partícipes de una estampa cuando menos pintoresca y, por tanto, quedó señalado de por vida como persona falta de elegancia.

Históricamente los señores que han vestido con los denominados “zapatos de rejilla” han sido desterrados de ser catalogados siquiera como personas normales, pero ellos han continuado luciendo sus cómodos e indecorosos zapatos, confiados en que las normas de urbanidad les permitían emplear tan esperpéntica prenda. Hoy los zapatos de rejilla viven un nuevo esplendor por medio de una suerte de zuecos de plástico con agujeros en su parte superior, denominados popularmente por el nombre de la marca que los ha popularizado allá en el imperio del mal gusto: los “crocs”. Este otro caso mucho más extendido de la diferencia entre elegancia y comodidad, ya que el uso de este calzado resulta absolutamente inadecuado para cualquier actividad que requiera salir fuera de la casa de uno. Exceptuaremos aquí las excursiones al río, con inmersión pedestre incluida.

Un par de semanas atrás me crucé en un centro comercial a un reputado aunque joven doctor el cual lucía en sus pies unos de estos zuecos plásticos. No lograba salir de mi asombro. Tampoco es que yo tuviera un alto concepto de la elegancia del interfecto, pero me sorprendió terriblemente ver con esa pinta al insigne doctor, el cual seguramente no fue consciente de que estaba poniendo en serio peligro su reputación técnica. ¿Qué fiabilidad puede tener un médico que utiliza unas crocs para pasear?. Es muy probable que algunos de sus clientes –en este caso el nominativo “paciente” creo que no es de aplicación- pensarán al verlo que el uso de este tipo de calzado no implica una pérdida de confianza, sino que más bien se trata de un síntoma de capacidad económica, dado que los zapatitos de marras sólo los venden en los EE UU.

Los crocs, como los pantalones de pirata o la ropa deportiva pueden resultar muy cómodos. Incluso podemos pensar que no rompen con ninguna norma de urbanidad. El problema llega cuando intentamos superponer el valor de la comodidad al de la elegancia. Pero resulta ser que la comodidad no es más que un acto egoísta para ahorrarnos cualquier tipo de esfuerzo personal que se derive de la vida en sociedad. Si todos y cada uno de nosotros decidiésemos optar por estar lo más cómodos posible, entonces nos encontraríamos con que la vecina sale a la calle en pijama o que nuestro médico de cabecera lleva pantalón de deporte a la consulta. Claro que a lo peor resulta que ya nos los estamos encontrando.

viernes, 14 de septiembre de 2007

La solidaridad y la elegancia



Se ha comentado mucho aquí sobre la existencia de determinados principios y valores que marcan la elegancia de las personas, por encima del dinero, la ropa o los complementos de lujo. Ya en otro artículo hablábamos de la afición que los oficialmente elegantes del planeta por dedicar parte de su tiempo a las denominadas “causas justas”. Muy probablemente, la inmensa mayoría de los seguidores de este tipo de “celebridades” –nombrecito que se les otorga en este lado del Atlántico a los que salen más de dos veces en televisión a lo largo de un mes-, piensan que sus actos de caridad televisados son producto de la conciencia social e incluso que se trata de comportamientos “elegantes”. Nada más lejos de la realidad.

En un elevadísimo porcentaje de los casos los actores, cantantes, directores y demás personajes del mundo del espectáculo se matricula en este tipo de actividades “solidarias” para conseguir publicidad. Una publicidad gratuita y normalmente patrocinada por alguna ONG, que genera muy buenos resultados, dado que en los períodos entre películas o entre discos, las ventas caen, o no los llaman para ofrecerles guiones. Entonces los programas de televisión del ramo y las revistas del género los sacan rodeados de niños somalíes con la barriga hinchada.

Lo primero que uno tiene que plantearse ante esta situación es lo siguiente. Si son tan “solidarios”, ¿por qué necesitan hacerse acompañar de cámaras de televisión y fotógrafos en sus giras por el Tercer Mundo?. Algún amable lector pensará que es parte del beneficio que generan los famosos cuando visitan una tribu en Zimbabwe, en cuya aldea por supuesto no pernoctan, sino que lo hacen en algún lujoso hotel de la capital, Harare. Porque las personas anónimas, cuando ven a Jennifer López –perfectamente vestida para la ocasión- saludando a los niñitos desnutridos y mugrientos, sienten el irrefrenable deseo de hacer una donación a Oxfam o a Médicos Sin Fronteras.

Ahora muchos famosos han logrado evitar las tediosas visitas a países pobres, a pesar de que algunos siguen considerándolo muy exótico. La última moda en esto de la “solidaridad” es el cambio climático. Al candidato fracasado a la presidencia de los EE UU, Al Gore, este tema le está dando más publicidad que cuando era el segundo de a bordo de Clinton. Este nuevo producto permite sustituir las giras al África Subsahariana por encantadoras veladas de recaudación de fondos en algún auditorio en Los Ángeles o Nueva York. Pero el gran problema de las galas solidarias es que impersonalizan a los protagonistas. Al ser multitudinarias el artista de turno tiene que compartir fotografías y tomas de televisión con otros, de modo que su “solidaridad” no es tan reconocida.

Sin embargo, el medioambiente siempre fue una de las grandes preocupaciones de futbolistas, actores, diseñadores, modelos y demás faranduleros. En su justa medida, claro está. Porque los mismos que posan para una ONG comprometida con la causa de la deforestación del Amazonas, no dudan en embolsarse sustanciosas sumas por ser la imagen de determinadas marcas e incentivar el consumo masivo de productos que poco o nada tienen de ecológicos.

Tenemos igualmente estrellas que continúan realizando largos viajes a países como Vietnam, Bostwana, Zaire o Etiopía. Algunos de ellos, como ya se ha dicho aquí, tienen la “solidaria” costumbre de adoptar a un niño de cada país al que viajan. Es el caso de los Pitt Jolie o como quiera que se llamen en realidad. Adoptar a un niño es una operación extremadamente larga, burocrática y compleja para cualquiera de nosotros, pero las estrellas de cine sólo tienen que señalar al infante que más se adapta a sus necesidades o gustos personales y subirlo a un avión, generalmente, privado. Esta actividad es la que más publicidad reporta a los famosos, porque cada vez que salen con el souvenir en brazos recuerdan al público lo preocupados que están por el bienestar de los menos favorecidos. Claro que en este caso el beneficiado es sólo uno, el cual pasa de pelear con sus hermanos o compañeros de orfanato por unos granos de arroz a vivir en el lujo extremo de Rodeo Drive. Es evidente que la Humanidad se ve tremendamente beneficiada con actos tan auténticamente “solidarios”.

La ONU es muy culpable de esta situación. El reparto de lo que podríamos denominar “embajadas VIP para famosos” se torna un tanto ridículo cuando resulta que son simples excusas publicitarias. Es lógico pensar que puede tratarse de una simbiosis positiva para las partes: para los organismos de la ONU se consigue visibilidad y para el conocido de turno la propaganda “solidaria” del momento. Pero la realidad es que esa visibilidad de la ONU es de consumo interno, en otras palabras, para que el secretario general de turno se haga la foto con Nicole Kidman y poco más.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Se nos fue el maestro


Muy humildemente. Desde esta ignominia bitacoriana. Dedico unas líneas al que fue, sin duda, mi más admirado maestro en esto de la unión comprensible de palabras, Francisco Umbral. Fallecido la semana pasada.

Se nos fue el mejor. Murió la fuente inagotable de hispana prosa en estado puro. Aunque nos queda su hálito en forma de novela. Perdimos al úlitmo de los dandies. Una baja irreparable.

Nunca lo admitieron en la Real Academia. Señal inequívoca de que los títulos sirven para algo: hacen que la leyenda sea más grande aún. Además todos sabemos que ya no se admite el dandismo en la sociedad oficializada.

Su prosa unívoca. Su poesía finamente hilada en prosa. Su verbo directo, febril y diáfano. Su Madrid eterno. Vivirá por siempre entre nosotros.

La elegancia se perdió un poco más. Adios, maestro.