Valores, no derechos
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En ocasiones se producen acontecimientos que ponen a prueba la solidez de
una sociedad. Estos meses, desde que iniciara la huelga de los sindicatos
del se...
domingo, 25 de mayo de 2008
Lo francés y la elegancia
En España siempre hemos tenido un cierto complejo de inferioridad respecto del resto de los europeos. Fundamentalmente de los que se ubican más allá de la frontera pirenaica que separa a la Península Ibérica del resto de Europa. Este hecho hace que sintamos que todo lo español tiene menos valor que lo que viene del norte, de Francia, vamos. Yo pensaba, seguramente por mi condición de expatriado, que esa pelusa de paletos europeos la habíamos superado. Estaba equivocado.
Una pequeña investigación, posterior a la lectura de un artículo en otro blog, me lleva a rectificar esa impresión mía. Así, puedo afirmar que seguimos siendo unos acomplejados, amén de unos tristes seguidores de todo aquellos que se genera al norte de los Pirineos. Supongo que hay mucho de moda pasajera en esto del afrancesamiento de vanguardia patrio. Pero lo cierto es que ahí está el fenómeno, desafiando la lógica más elemental y revolcándose en el tópico de que somos peores para sentenciar que “lo francés es lo elegante”.
Para demostrar la superioridad de Francia sobre España, el afrancesado compara la tortilla de patatas con la cocina de Paul Bocuse, la venta de carretera con el Plaza Athénée de Alain Ducasse y el Don Simón con el Château Lafite. Y se quedan tan anchos. Luego nos cuentan que los franceses tienen un savoir faire único y se pasan por el forro a Ferrán Adriá, a Martín Berasategui –por ejemplo- y al Vega Sicilia Unico, todo ello sin el menor atisbo de vergüenza propia.
Algunos incluso se declaran defensores del brioche frente al churro, mucho más fino, por supuesto, y se revisten de una actitud carpetovetónica, dado que lo español es paleto o “castizo” y lo francés tiene “¡Tanto estilo…!”. Miren sino a Edith Piaf, nada que ver con Rodolfo Chikilicuatre. Claro que al del chiki-chiki con quien deberíamos compararlo es con aquel niño franchute, Jordy Lemoine, precursor de la mini-maruja María Isabel y demás especímenes del género de la chanson des enfants.
El afrancesamiento invade con más intensidad las tiernas mentes de los seguidores del mundo de la moda. De este modo lo in es utilizar términos en francés como la “maison”, en lugar de la firma, el “atelier”, o sea un taller pero mucho más digno dado que estamos hablando de modistos y no de mecánicos, o el “petit robe noir” que es un vestido negro corto pero con pretensiones.
Igualmente las más jóvenes intentan parecer insípidas francesitas con su pose romántica. Pálidas, cuasi anoréxicas y vestiditas con los trapitos del momento que compran en las grandes maisons de la haute couture, como Zara, Berska o Mango, todas ellas de gran tradición parisina como todos sabemos. Para conseguir el efecto deseado siempre hay que posar con las puntas de los pies hacia adentro, una actitud de lo más chic, sólo comparable a salir sobre el asiento de una bicicleta vintage con cestita incluida. El súmmum de la elegancia français.
París, gracias al apoyo mediático que recibe la pareja del momento, los Sarkozy-Bruni, italiana ella, vuelve a recobrar su viejo esplendor de metrópoli. Una ciudad, eso sí, con un alto grado de decadencia, al igual que la Côte d´Azur, o Costa Azul para los que nos resistimos al cursilería lingüística. En Paris lo que abundan son los inmigrantes magrebíes y los turistas españoles, ambos muy apreciados por el francés medio. Tanto es así que a los primeros les llaman pied-noirs y a los segundos merde gens, todo con ese estilo único que tienen los franceses.
Eso a los españoles nos importa poco. A nosotros el chauvinismo nos da bastante igual, es más, nos parece que lo español es feo y pueblerino, así que proscribimos todo atisbo de defender lo propio. Lo que nos gusta es ir de peregrinación a la capital de la moda y pasear por Saint Honoré y por la Place Vendôme para ver la última colección prêt-á-porter en las tiendas de las grandes maisones, para terminar el recorrido en el H&M de turno. Eso sí, con mucho más savoire faire.
Nota: La foto es de aquí. Si su autor quiere que la quite que me lo diga. En español, por supuesto.
viernes, 16 de mayo de 2008
Personajes y elegancia: Sarah Jessica Parker
Me viene llamando poderosamente la atención como Carrie Bradshaw, conocida ahora como Sarah Jessica Parker, o su acrónimo SJP –vendrá la marca de ropa, al tiempo-, se ha convertido en un icono para las mujeres de toda una generación. Me refiero a la mía, que no es la de la propia Carrie -cerca de una década nos distancia-. Todo debe proceder del salto a la fama de SJP gracias a la serie Sex & The City, traducida al español de España como Sexo en Nueva York, papel por el que le otorgaron nada menos que cuatro Globos de Oro.
La persona se ha transfigurado en personaje y el personaje se convertido en persona real. ¿Dónde acaba SJP y dónde comienza Carrie?. Por mucho que se haya resistido SJP no es nadie sin su personaje. Alguna comedia romántica de medio pelo es lo que luce en su currículo desde el final de la serie.
Carrie/Sarah sigue atrayendo poderosamente la atención de cientos de miles de mujeres en el mundo a pesar del cierre televisivo. Esa fealdad disimulada con ropajes y complementos de lujo trae de cabeza a innumerables féminas enamoradas del personaje/actriz. Se agolpan en las filas de los cines para acudir a ver de primerísima mano la película/desfile que acaba de estrenar este icono posmoderno. Esta secuela de la serie transformada en objeto de culto a Carrie/Sarah promete grandes éxitos de taquilla.
Los maridos y novios acudirán junto a sus esposas y novias sin poner reparos, porque secretamente van a contemplar la voluptuosidad de Samantha (Kim Cattrall), que es la que de verdad interesa al género masculino heterosexual. Hago esta observación porque entre el género masculino homosexual la que gusta es Carrie/Sarah, mayormente por sus rasgos cuasi travestidos. A los hombres que estamos fuera del circuito homosexual Carrie/Sarah nos resulta fea, incómoda de contemplar, por mucho que se cambie de modelito, vaya al gimnasio o pase por el quirófano para corregir los rigores de la edad.
Yo imagino que la fascinación femenina por esta señora viene de su capacidad para obviar esta fealdad por medio de esa cosa que llamamos “estilo”, que no es más que vestir acertadamente y la mayoría confunde con vestir caro. Básicamente la cualidad de Carrie/Sarah es esa: usar muchos y variados conjuntos de precio exorbitado. En otras palabras, ¿quién quiere mirar a la cara a una señora feísima que viste con los modelos que salen o saldrán en las revistas de moda?. Mi aplauso y mi admiración por tal logro.
A lo que me rehúso es a aceptar que SJP sea un icono de la elegancia de nuestros tiempos. Aunque de entrada podamos pensar que se trata de una persona con cierta distinción, buen gusto y naturalidad, en realidad no es así. Para mi esta señora viene a representar todo lo que yo vengo denunciando aquí: la moda, el lujo, las marcas, los logos, etc. En realidad no es más que una actriz que está aprovechando sabiamente las debilidades de esta sociedad de consumo en la que nos alberga. Es un icono, sí pero de la feria de vanidades en la que hemos convertido nuestra existencia.
Ahora comprendo la fijación de las treintañeras por Carrie/Sarah. Profesional liberal, presuntamente, deseada por hombres atractivos y poderosos, sin ser tan zorra como Samantha, ni tan puritana como Charlotte (Kristin Davis), ni tan fea como Miranda (Cynthia Nixon); cambia de modelo –todos ellos de reputadísimas marcas- tres veces al día y se exhibe en los más lujosos bares y restaurantes de Manhattan. Todo un modelo de vida. ¿Qué más se puede pedir?.
sábado, 10 de mayo de 2008
Los uniformes y la elegancia
Existen en nuestra sociedad una gran cantidad de segmentos de población que se ven obligados a vestir uniforme, consecuencia de su actividad laboral, académica o deportiva. Así, nos encontramos con los cuerpos de seguridad y defensa. Militares, policías nacionales, municipales, autonómicos, etc. Son el clásico ejemplo del uniforme, el cual sirve para identificar a los que ejercen su empleo protegiendo al resto de los ciudadanos, velando por el cumplimiento de la legislación o defendiendo al país, entre otros.
Otros ejemplos los encontramos en el deporte, el mundo de la hostelería, que nada tiene que ver con la restauración, por cierto, los colegios o las líneas aéreas. La cuestión es que millones de personas visten de uniforme en el desarrollo de sus actividades cotidianas.
No quiero yo aquí realizar un ensayo sobre el uniforme como identificador de las personas en el ejercicio de su profesión, lo cual creo que es una necesidad básica de la sociedad, máxime cuando existe tanta confusión entre el término “libertad” y el de la “individualización”. Dicho de otra forma, afortunadamente existen los uniformes, porque en caso contrario nos costaría mucho delimitar quiénes son los policías y quiénes los delincuentes o quién es el turista y quién la azafata, lo cual ya ocurre en algunos casos, pero eso es harina de otro costal.
Ahora bien, fuera de esa uniformidad necesaria por razón del oficio, creo los uniformes no existen. Hay personas que piensan que vestir de una determinada forma para ir al trabajo es lo mismo que usar uniforme, pero no es así. Por ejemplo, existen no pocas profesiones en las que los hombres utilizan el traje y la corbata para trabajar. Pero eso no significa que haya que ir vestido de uniforme, como afirman muchas personas, seguramente desconocedoras de la diferencia entre vestir de forma adecuada y utilizar uniforme.
Volvamos al caso del traje y la corbata. No podemos dejar de lado el hecho de que muchas personas que visten así lo hacen por obligación. Se sienten incómodos, extraños, casi aprisionados por la corbata. Los reconocemos rápidamente. Se quitan la chaqueta a la primera de cambio en cuanto entran al restaurante o, incluso, acuden a almorzar dejando la citada prenda en la oficina. Otros se aflojan el nudo de la corbata y/o prescinden del botón superior de la camisa. Seguro que al amable lector no le faltan ejemplos de lo que digo o de otras prácticas rematadamente poco elegantes de los forzados usuarios del traje y la corbata.
Los hay en todos los estratos sociales y en todas las profesiones. En los bancos, hay cajeros que debajo de la camisa –generalmente monocolor- se atisba la camiseta de manga corta, algunas de ellas con estampaciones tipo: “Ahorra agua, bebe cerveza” y otras simpáticas ocurrencias juveniles que nos podrían llegar a sospechar acerca de la seguridad de entregar una importante suma de dinero a una persona con semejante atuendo. Igualmente hemos visto a ministros con el cuello de la camisa tres tallas superior al que necesitaban, lo cual es un problema de los altos y los bajos y que se corrige haciéndose uno las camisas a medida. Supongo que eso es mucho pedir.
No sé si los casos mencionados, dentro del ejemplo del traje y corbata, son una mayoría o una excepción, no creo que haya estadísticas del tema, pero se me antoja que son muchos. Precisamente todos éstos son los que han impuesto esa creencia de que lo suyo es un uniforme. Nada más lejos de la realidad. Algunos vestimos así por convicción. No vestimos de uniforme porque nadie nos lo ha impuesto y elegimos, casi siempre cuidadosamente, lo que nos ponemos. No nos sentimos iguales al resto porque existen diferencias abismales entre nuestra indumentaria y la de los demás. Aunque la principal diferencia está en la forma de llevarla.
Por tanto, hemos de concluir aseverando que los uniformes que nos pretenden endilgar definitivamente no existen sino en la mente de los que quieren continuar vistiéndolos a diario. Una vez más la elegancia perdida.
domingo, 4 de mayo de 2008
La edad y la elegancia
La elegancia no entiende de edades. Se puede ser muy elegante con setenta años y un verdadero esperpento de persona a esa edad a la cual llamamos poéticamente “la flor de la vida”: los veintitantos años. La juventud no es sinónimo de elegancia, como no lo es la ropa de moda, por mucho que se empeñen los autodenominados “profesionales” del gremio con sus consejos de saldo y sus mezclas de prendas del todo a cerosesenta con complementos de marcas endiabladamente caras. Me atrevería a decir que de los dieciocho a los treinta la elegancia brilla por su ausencia, dado que el cerebro humano aún no está lo suficientemente curtido como para diferenciar entre ser parte de la manada y ser uno mismo, que es al fin y al cabo todo esto de la elegancia. Aunque visto lo visto últimamente y después de lo que aquí se va a glosar a lo mejor lo que procede es afirmar justamente lo contrario: rebasada la barrera de los treinta y pico, el cerebro sufre lesiones irreversibles que nos obligan a convertirnos en parte de la tropa grisácea que cubre las ciudades del denominado “Primer Mundo”.
A pesar de ello existen una infinitud de personas obsesionadas con aparentar que tienen diez, quince, veinte o treinta años menos de los que dice su partida de nacimiento. Es lógico. La televisión, las revistas, las vallas publicitarias nos machacan diariamente con cuerpos y caras perfectas de hombres y mujeres de ese rango de edad o que parecen encontrarse en esa “flor de la vida”. Insisto en lo que “parecen”, porque las personas con cierto nivel de fama y poder adquisitivo se esfuerzan física y económicamente por mantener edades post-adolescentes, incluyendo la tenencia de parejas en ese segmento poblacional.
La cirugía estética es el maná de la eterna juventud de nuestros tiempos. Uno va a determinados eventos sociales y se sorprende del porcentaje de señoras y señores que pasan por el quirófano para quitarse unas arrugas o para reparar lo que la fuerza de la gravedad ha puesto en el sitio que le corresponde, amén de los implantes capilares que se notan a kilómetros. En cualquier caso, esto de los retoques no es exclusivo de los que buscan la juventud perdida, porque lo más común en esto del bisturí consiste en el intento de generar algo que nunca existió: pechos, traseros, labios o pómulos. La ciencia al servicio del hombre. El hombre al servicio de la vanidad.
La vestimenta es lo que más espanta de los que no aceptan la edad que tienen. Como las señoras sesentonas que van al banco con la indumentaria del gimnasio, como la que me encontré el otro día -tan maquillada ella- con sus pantalones elásticos verde fosforito. O las minifalderas tipo Ana Obregón a las que no se sabe muy bien quién les habrá dicho que lucen unas piernas “estupendas”. El género masculino, a pesar de que se dice que los hombres mejoramos con la edad, igualmente nos obstinamos en ocultar los rigores del paso del tiempo vistiendo ridículas camisetas ajustadas o vaqueros rotos con zapatillas deportivas. Por no hablar de esas estrellas de rock que, superados los sesenta, continúan luciendo las mallas y otros abalorios más propios del armario de un indio arapahoe que de una persona de la tercera edad.
La excusa perfecta para justificar toda esta búsqueda de la juventud a cualquier precio, que en ocasiones llega a lo que se conoce como Complejo de Peter Pan, la encuentran todos éstos por medio del tópico “la edad está en el espíritu”. A mi me parece muy bien que la gente se sienta joven a pesar de lo que diga su fecha de nacimiento, lo que no me parece de recibo es que esta “juventud espiritual” sea la coartada para hacer el ridículo públicamente. Con esa fácil y tan políticamente correcta afirmación, algunas personas se arrogan la potestad de pisotear la elegancia. Los espiritualmente adolescentes incluso despiertan admiración entre el personal en no pocas ocasiones.
Cher, Madonna, la castiza Marujita Díaz o la ya citada Ana Obregón, bióloga para más señas, son algunos ejemplos de lo que vengo a decir. Seguramente el amable lector coincidirá conmigo respecto a la deplorable imagen que ofrecen los aquí citados en lo que a huida de su edad real se refiere. Confío en que su juicio sea igualmente crítico con los que se sienten jóvenes de espíritu dentro de su círculo de familiares y amigos.
Una cosa es sentirse joven, otra bien diferente es creérselo y lo peor es intentar parecerlo.
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