El balance necesario
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A pesar de que desde abril de este año, mes y medio después del inicio de
los efectos de la pandemia, ya se hablaba de una negociación con el FMI
para la...
jueves, 29 de noviembre de 2007
Los hijos y la elegancia
En este trasiego a cuenta de lo que es y lo que no es la elegancia, no podemos olvidar que de lo que hablamos en el fondo es de nuestro espacio en el mundo y, por ende, en la sociedad a la cual pertenecemos. Este lugar algunos no lo ocupan en solitario, sino que lo hacen acompañados de una familia: cónyuge e hijos. De la familia de mayor grado prefiero no ocuparme, en tanto que a uno le viene dada. La familia creada por el ser humano es una suerte de extensión de la propia persona, aunque nos encontramos con los casos extremos entre los que rechazan tal vínculo y los que lo convierten en una proyección de sí mismos.
En mayor o menor medida hoy las personas pretenden trasladar su vida y su circunstancia a la de sus hijos, lo cual, como siempre, llevado al exceso se convierte en un grave peligro. ¿Y qué tiene que ver esta disertación pseudo-metafísica con la elegancia, se preguntara el amable lector?. Pues mucho. Porque todos esos males, que ya hemos citado aquí en relación a los comportamientos poco elegantes, se ven reflejados en la proyección que no pocos padres realizan sobre las vidas de sus hijos. Creo que los ejemplos verídicos que a continuación detallo servirán para demostrar mi tesis.
Hace un par de años coincidí con una pareja de felices y jóvenes futuros padres que estaban a punto de recibir a su primer retoño. Esa tarde habían pasado por un exclusivo centro comercial a comprar ropa para su futuro vástago. El padre, orgulloso, mostraba las fotos de las adquisiciones en su flamante teléfono móvil último modelo. Mientras, la madre, igualmente llena de satisfacción, narraba las imágenes. Peleles de Dior, pijamas de Ralph Laurent Lafayette y vestidos de Burberry eran lo mínimo que los papás estaban dispuestos a adquirir para su bebé. Todo un ejemplo de elegancia… antes de nacer.
En el lugar en el que yo vivo algunas madres tienen la costumbre de hablar del colegio de sus hijos refiriéndose al nombre del mismo. Porque no es lo mismo ir al colegio -así, sin apellido- que acudir a una institución de rancio abolengo y/o alta cuota mensual. Mayormente lo segundo. Entonces las oye uno decir: “Es que mañana Luisito tiene fiesta en (colóquese el nombre del colegio caro)”. Así no quedan dudas. El niño va a una escuela exclusiva, lujosa, vedada a una élite. Esa es la señal más clara del éxito de los padres.
Sobre este mismo tema en el Blog de Uma leíamos que Elena de Borbón, a la sazón cuasi-exesposa de Jaime Marichalar, abrió una guardería. Evidentemente el éxito comercial del centro fue rotundo. Las madres y los padres se dan codazos porque su vástago sea incluido entre los elegidos a formar parte de la clase de semejante celebridad. La educación que vaya a recibir el niño es un asunto menor si lo comparamos con el placer que produce en esa madre poder vociferar en el barrio: “Es que mi Pedrito está en la guardería de la infanta”.
Los niños son seres con poca capacidad de decisión. Los padres tienen la tarea de orientarlos, de ayudarlos, de cuidarlos en definitiva. Pero hay padres que sienten la tentación de utilizarlos para demostrar el posible éxito que han podido tener en la vida. Padres que proyectan en sus hijos sus propias debilidades, sus miedos, sus envidias. Así se empieza a forjar la absoluta falta de elegancia. Perdón por la gravedad.
jueves, 22 de noviembre de 2007
El glamour y la elegancia
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), glamour –así se escribe esta palabra de origen anglosajón y de tradición más bien francesa- significa “Encanto sensual que fascina”. De tan abstracta definición podemos interpretar que lo glamoroso o glamuroso –aquí el DRAE aniquila la francesada- es algo que perturba por su atractivo. No estoy seguro, la verdad, sobre si eso es lo que todos interpretamos o entendemos por glamour. Lo que sí creo que es importante es no confundir lo glamuroso con lo elegante.
El glamour, al menos así lo entiendo yo, es una característica que otorgamos a aquellos seres humanos que despiertan en nosotros cierto nivel de atracción. Una atracción que procede generalmente de la fama y el prestigio que los medios de comunicación conceden a determinados individuos. Cabe destacar que los media otorgan prestigio y fama no en base a un sistema de méritos personales o profesionales, sino por el nivel de interés que pueda despertar una persona y, por ende, por los niveles de audiencia que llegue a generar aquella. Por poner un ejemplo, el recientemente fallecido Fernando Fernán-Gómez era mucho menos famoso de lo que era Carmina Ordóñez, las muertes de uno y otro van a producir un volumen muy diferente de minutos de televisión o de páginas de prensa. Sin embargo, Fernán-Gómez fue un actor genial y la Ordóñez no era más que una vividora.
El glamour es una característica adquirida externamente, otorgada por los demás. La prensa, los críticos, los líderes de opinión, el resto de las personas, en definitiva, son las que generan el glamour. Por el contrario la elegancia es algo de lo que uno es absolutamente dueño. A mi no me hacen elegante los demás, pero sí me convierto en glamuroso con la venia de los otros. Si hiciésemos una encuesta entre los lectores de esta bitácora estoy convencido de que más del ochenta por ciento considerarían que Kate Moss es una persona con mucho glamour, pero ¿es elegante esta joven drogadicta?. No seré yo quien gaste la huella de mis dedos en juzgar al personaje.
Algo similar podríamos cuestionarnos sobre figuras a las que estamos tan habituados a ver desfilar por las alfombras rojas o delante de escenarios llenos de logotipos. Jennifer López, Christina Aguilera o Cate Blanchett son algunos ejemplos de personas que convierten en glamurosa una fiesta benéfica o una entrega de premios, pero esa categoría ha sido entregada previamente por los medios. A estas tres señoras las han hecho figuras de relumbrón, que vienen a ser algo así como piezas cotizadas para los reporteros, sus asesores de imagen y en relaciones públicas. Estos gremios son hoy día los chamanes posmodernos. Su trabajo consiste en lograr convencer al mundo entero de que una actriz de origen latino más o menos agraciada es un símbolo de elegancia universal. Será para quién se trague lo que dicen las revistas.
No podemos dejar de lado ese glamour menos mediático y más cercano. Ese glamour al que nos referimos para definir un evento local, un establecimiento comercial concreto o a una persona más o menos de nuestro entorno. Incluso he escuchado a algunas madres hablar de “colegios con glamour”. Mal empiezan algunos niños gracias a estas madres tan pretenciosas. Porque se empieza asistiendo a colegios glamurosos y se termina acudiendo a centros de rehabilitación no tan codiciados.
El caso es que este glamour cercano, además de ser fruto del juicio de los demás, resulta ser algo que se puede comprar, con un cierto nivel adquisitivo, claro está. Se puede llevar a los niños a un colegio glamuroso, conseguir entradas para una fiesta o un club glamuroso y comprar en las tiendas más glamurosas de la ciudad. Lo que no vamos a poder comprar nunca con dinero es la elegancia. Esa es la gran diferencia entre elegancia y glamour.
viernes, 16 de noviembre de 2007
Los caminos de la elegancia
Me piden que escriba algo sobre lo que sí es la elegancia y que abandone, puntualmente supongo, el continuo negativismo -el cual realmente se convierte en positivismo al comprender que lo contrario de lo que se viene vilipendiando en este blog es el modelo a seguir- de estos pasajes sobre lo divino y lo humano. Haciendo un esfuerzo sobrehumano intentaré explicar mi criterio acerca de lo que sí es elegante. Sin embargo, lo haré por medio de la exposición de los diferentes modelos de lo que podríamos denominar “elegancia”. En otras palabras, no hablaremos del detalle que tanto nos ha ocupado, sino de la generalidad y el fondo de la cuestión.
Existe un primer camino hacia la elegancia que consiste en acatar y seguir una serie de normas mínimas de comportamiento, firmemente asentadas en el sentido común, que conllevan un cierto grado de discreción y sencillez, acompañados por el buen gusto universal. Me refiero al camino tedioso, pero impecable, de la normalidad. Así como el sentido común es el menos común de los sentidos, la normalidad es el menos habitual de los comportamientos sociales. Al ser humano le apasiona huir de la homogeneidad –no en lo social, claro está- lo cual no es perjudicial en sí, lo malo llega cuando para salir de aquella se cae, de forma flagrante, en la vulgaridad.
Lo normal es bello, es elegante, en tanto que no cae en lo vulgar. Claro que es muy probable que muchos piensen que lo normal es seguir la corriente de la moda del momento, desde los caballeros con pantalón pirata hasta el chándal –o buzo- en el supermercado, pasando por los “crocs” de plástico amarillo. Tremendo error. La normalidad implica disciplina, sobre todo para no caer en la trampa de la “tendencia del mes”. Así se rompe con la homogeneidad: eliminando de nuestro armario, de nuestro comportamiento público y de nuestro estilo de vida cualquier síntoma de seguidismo social.
Pero existe otro camino hacia la elegancia, un sendero que se bifurca en dos, como veremos más adelante, y que significa, fundamentalmente, romper con la mediocridad. Este es un camino mucho más complejo, inhóspito, peligroso y generalmente cargado de sentimientos encontrados. Es lo absolutamente opuesto a la vulgaridad, pero igualmente la antitesis de la normalidad.
La complejidad de esta senda elegante radica en el difícil equilibrio que debe alcanzarse para sobresalir sin caer en lo ridículo, destacar sin entrar en lo ostentoso, brillar sin parecer una figura de relumbrón. Convendrán conmigo en que es realmente difícil.
La carretera se vuelve inhóspita cuando se levantan envidias. Cuando se rompen los moldes y la sociedad rechaza lo elegante porque no lo comprende. Lo cual llega a ser peligroso, como lo fue para los grandes iconoclastas de la Historia. Esos grandes hombres y mujeres al los cuales sólo el tiempo ha puesto en su lugar: Oscar Wilde, Wallis Simpson (y Eduardo VIII), Ramón María del Valle-Inclán… Ellos fueron acreedores de los sentimientos encontrados que proceden de los demás. De la admiración a la envidia. De la aceptación a la ridiculización.
Como digo este camino tiene a su vez dos ramales bien diferentes. El primero es el que siguen aquellos que conocen y siguen los dictados de la moda, adaptándolos a su propia individualidad. Intentando lucir espléndidos, pero sin estridencias, sin caer en los infinitos peligros que encierra la imitación y el gregarismo. El otro sendero es el de la ruptura absoluta con las modas y los convencionalismos: el dandismo. Sobre el cual hablaremos largo y tendido.
martes, 13 de noviembre de 2007
Los nombres y la elegancia
Aunque ya se ha hablado aquí acerca del origen de la elegancia, sobre si esta es cuestión de nacimiento o de formación, lo cierto es que algunas personas, una vez que nacen, tienen que soportar durante toda su vida el obstáculo impuesto por sus progenitores y portar un nombre de pila digamos peculiar.
En España, allá por los ochenta, empezaron a hacer furor los Vanessa, Jessica, Jonathan y similares, nombres de origen diverso y escritura variada. Muchos de sus propietarios tenían que aguantar a diario ciertas burlas y, por otro lado, se veían obligados a deletrearlos si querían verlos correctamente escritos en cualquier documento oficial. Pero eso no era más que la punta del iceberg, después llegaron los Kevin, Brian, Jennifer o Samantha, habitualmente de origen anglosajón. Como ven ninguno tiene desperdicio, máxime cuando le sumamos el apellido español: Kevin Huertas o Samantha Pérez. Sublime, ¿verdad?.
Esta costumbre que ahora en España se ha propagado como la mala hierba, tiene una larga tradición en Latinoamérica, gracias a la devastadora influencia estadounidense en la región. Walter, Priscilla o Roger son ya nombres de lo más habitual en personas de cierta edad en casi todo el continente. Pero la importación, cuando no la invención, de nombres de pila alcanza dimensiones insospechadas, no sólo en este lado del Atlántico, sino en toda la cultura latina. Los de origen francés como Jacquelline, o con modificaciones, Anneth, alcanzan ya estatus de clásicos. Así como los italianos Isabella –que está batiendo records entre los neonatos de toda América- o Renato, con innovaciones tan curiosas como la que sufre Giovanni –Juan en castellano-, nombre que en su travesía atlántica ha pasado a denominarse Geovanny o Geoveanny, o cualquier variante que se le ocurra al feliz padre cuando va al registro civil.
La lista sería interminable, porque la imaginación a veces es casi tan peligrosa como la propia televisión, pila bautismal sin duda de la inmensa mayoría de los nombres importados. Pero lo importante es ver su combinación junto con el apellido, porque llamarse Piero Scala no es lo mismo que ser Haydée Sánchez. En otras palabras, lo que resulta a todas luces poco elegante o totalmente chocante es tener un nombre de pila hindú y un apellido originario de Soria, por poner un ejemplo que cualquiera puede entender. Una antología de este tipo de nombres la pueden encontrar entre los recién titulados de los posgrados de la Universidad de Costa Rica.
En el exitoso libro Freakonomics, Levitt y Dubner, sus autores, explican con todo lujo de detalles y datos estadísticos cómo en los EE UU tener un nombre exótico supone una dificultad adicional a la hora de encontrar trabajo. La idea es que a la hora de seleccionar currículos el tiempo y el número de invitados a entrevistar es limitado, así que el subconsciente del encargado de tal tarea, en igualdad de condiciones, tiende a desechar a los que cuentan con nombres que denotan una procedencia extraña. Suena bastante políticamente incorrecto, pero las estadísticas así lo demuestran.
Lo que está claro es que una joven que se llame Yorleny Morales tiene que esforzarse en su búsqueda de la elegancia mucho más que otra de nombre Luisa Guzmán, dada la hilaridad que -irremediablemente- provoca escuchar el nombre de la primera. Por muy impecables que sean los modales de Yorleny, por muy extraordinaria que sea su educación y por muy refinado que sea su estilo, lo cierto es que la primera impresión va a quedar por un buen rato hasta que verdaderamente nos quitemos la pelusa de semejante nombre.
Evidentemente con lo anterior no pretendo decir que aquellos cuyos padres tuvieron la ocurrencia de ponerles un nombre diferente sean mejores o peores personas. Espero que nadie me malinterprete.
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