jueves, 18 de diciembre de 2008

Esa elegante invasión anglosajona

No hay que ser excesivamente observador para darse cuenta de cómo el idioma inglés nos invade. Pero no solo es una invasión aceptada, sino que el uso indiscriminado de la lengua británica es un síntoma de clase y elegancia en Costa Rica.

En el mundo de los negocios determinadas palabras dejan de tener sentido como tales si no se escriben o pronuncian en inglés: “leasing”, “cash-flow”, “pay-back”, etc, son términos que prácticamente no tienen un equivalente en nuestra lengua materna. Quizá estos casos tengan su justificación en cierta medida dado que la globalización nos empuja a su empleo sin solución de continuidad.

Lo que no tiene razón de ser alguna es el empleo de palabras o expresiones en inglés sin que exista una causa evidente y menos aún teniendo nuestro idioma una riqueza tan sólida como para tener que cambiar “lleno” por “full”, o “bye” por “adiós”. Por usar dos de los ejemplos más extendidos y flagrantes de lo que comento.

Mucho menos comprensible es encontrarse a dos personas cuya lengua materna es el español y viven en un país de habla hispana conversando total o parcialmente en inglés. Eso definitivamente no es nada elegante, por mucho que en los clubes de rancio abolengo sea de uso extendido, aceptado y aplaudido. Imagino que detrás de ese tipo de comportamientos no hay más que un fútil afán de demostrar la habilidad para comunicarse en otro idioma, lo cual no es más que un indicativo de falta de seguridad y de cursilería.

Ese debe ser el motivo por el que muchas veces uno tiene que escuchar una retahíla absurda en inglés en medio de una conversación en español: que los demás vean lo cosmopolita que es uno porque puede hilar una sentencia completa en otro idioma.

“El fin de semana estuvimos en New York –hay que hacer sonar fuerte la “k”, para que se note el acento cuasibilingüe– y vieras que el Black Weekend estaba full de gente supercool ”, le decía una señora a una amiga en una cafetería. En realidad lo que quería decir la señora es que estuvo comprando de rebajas, pero dicho así uno se la imagina codeándose con las celebrities –otra palabreja clave– gringas de turno.

A mí no me interesa lo más mínimo si mi interlocutor es capaz de comunicarse a la perfección con cualquier hijo de la Gran Bretaña. Lo que pretendo es entenderlo y que me entienda en el idioma que ambos heredamos de nuestros antepasados, incluyendo todas las aportaciones, más o menos afortunadas, que hemos recibido de la cultura anglosajona.

Claro que yo puedo estar totalmente confundido y es mucho más elegante soltar cuatro palabras en inglés de vez en cuando, porque de ahí se desprende que el que las pronuncia tiene una vasta cultura internacional. Como aquel muchacho de Siquirres, cantón al que yo tengo mucho aprecio, por cierto, que tras quince días en los “Estados” –nótese que no se acompaña del adjetivo “Unidos”, dado que lo in es decirlo como los gringos–, al ver a su padre que fue a recogerlo al aeropuerto, no pudo contener las lágrimas y gritar con los brazos abiertos: “¡fathersss!”.

A mí no me cabe la menor duda de que, en muchas ocasiones, este tipo de cosmopolitas “espanglishablantes” en realidad ocultan serias carencias para comunicarse en su propio idioma con cierto nivel. Estoy realmente convencido de que los elegantes pseudobilingües no son capaces de escribir más de cuatro líneas en español sin cometer alguna falta de ortografía. Ejemplos no me faltan, pero no quiero herir más sensibilidades.


Publicado en La Nación de Costa Rica el 15 de diciembre de 2008.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Esa falsa españolidad


En América Latina existe una absolutamente falsa idolatría hacia lo español. El personal aquí, en líneas generales y tras una cortina de amor infinito hacia lo español, todavía guarda un profundo resentimiento hacia todo lo que viene de la Madre Patria. Es lo que yo denomino el complejo criollo, sobre el cual he glosado en alguna ocasión. Los españoles que conquistaron América dejaron un muy mal sabor de boca y no pocos vástagos, los cuales hoy vilipendian a sus antepasados creyendo que son los nuestros.

Sin embargo, uno que vive de este lado de la Mar Océana no deja de sorprenderse de la filiación que aparentemente despierta España entre los locales. Para empezar todos tienen algún antepasado español. “El abuelo de mi madre era español. De Zaragoza”. Lo cual a uno le da bastante igual, para ser muy sincero. “Yo no lo conocí, pero mi mamá pasaba el día hablando de España”, continua el falso filo-español. ¡Qué suerte!, ¿no les parece?.

En segundo lugar llega el relato del viaje de rigor a España. Medio bromeando, pero lanzando una fuerte carga de profundidad, comentan despectivamente nuestra forma de hablar. “¡Puez que no vaz a comprar ezas uvaz!”, le dijo el tendero a la señora que no dejaba de manosear el género. Los latinoamericanos no se enteran de que nosotros no usamos la zeta para todo, con lo cual no saben diferenciar y nos llaman, en privado, por supuesto, “zopetas”.

La verdad es que nosotros hablamos muy “golpeado”, que dicen aquí, como regañando todo el tiempo. No contamos con esa dulzura criolla en el hablar. Todo es melodía cantadita, aunque encierre el mayor de los desdenes. Y claro, queramos o no les choca que les hablen claro y directo cuando toda la vida se han dirigido a ellos de forma suave y pausada, sin decir lo que hay que decir, sino dejándolo entrever entre elogios envenenados.

La gastronomía patria también da mucho juego. “Mi mamá hacía una torta española deliciosa que le enseñó a hacer su abuela, que era española”. Lo que no le enseñó es que se llama tortilla de patatas, porque aquí la tortilla es otra cosa y tampoco se dice “patata”, sino “papa”. “Pero donde comimos riquísimo fue en Madrid, en la plaza Mayor. Nos comimos unas tapas, como ustedes les llaman a las boquitas, deliciosas”. Sí, estimado lector español, la “tapa” no cruzó el charco, se vio modificada por diferentes vocablos: pasapalo, boquita, boca, botana… Lo de la plaza Mayor, creo que huelga comentarlo.

La cuestión es que la admiración por la cocina española no se refleja en los hábitos alimenticios de estos confines. Sobre todo en Mesoamérica, en donde lo que se come son arroz y frijoles, frijoles con arroz y arroz revuelto con frijoles, aparte de algo de pollo y tortillas de maíz. La “torta española” es considerada un manjar, al igual que el gazpacho o las croquetas, y los embutidos que, aunque presuntamente deseados, realmente nadie los come por la mala fama que tiene la carne de cerdo por estos lares.

Juan Carlos de Borbón, al igual que el resto de su familia, es muy admirado a lo largo de América Latina. Las señoras siguen sus pasos por medio del sempiterno “Corazón, corazón”, que se retransmite por medio del canal internacional de Televisión Española, porque “yo siempre tengo puesta la televisión de ustedes”. Que digo yo que si fuera mía ya la habría vendido hace tiempo.

Aunque todo esta españolidad nos parezca muy entrañable, la realidad de las cosas es que, en cuanto uno se da la vuelta uno es el “españolete” y le imitan la forma de hablar. No todo el mundo claro está, esta es una generalización más o menos acertada que me viene a mi de una de esas cándidas discusiones que surgen en estas latitudes entre sonrisas, voces a medio gas y melodiosos vituperios que uno estoicamente tiene que soportar.

La cuestión es que hace apenas tres días una de estas señoras, después de hacerme la vida imposible durante un buen rato en un asunto de negocios, tras una larga discusión –muy amable, eso sí-, me dijo que “mi abuelita era española”. En ese momento, no pude evitar confesarle a la anciana: ¡Qué casualidad, señora!, las dos mías también. La pobre quedó desolada.

martes, 2 de diciembre de 2008

Los posibilismos y la elegancia

Vivimos en una sociedad tremendamente paradójica. Por una parte nos consagramos a la imagen exterior, cómo símbolo inequívoco de lo mucho que nos importa lo que proyectamos al resto de la Humanidad. Sin embargo, nuestra sociedad es absolutamente posibilista, es decir, nos abre las puertas para que nos arriesguemos, nos aventuremos, nos liberemos de ese “qué dirán” que ella misma nos ha impuesto. Nos invita, en definitiva, a romper tabúes.

El otro día, por avatares de la vida, acudí a una presentación de una academia de baile. Se celebró en un teatro en el que cabían unas cuatrocientas personas. Casi lleno. Yo pensaba que era la actuación de fin de curso de un grupo de infantes aprendices de bailarinas, me esperaba mucho ballet descoordinado –dada la edad de los participantes- y mucha ilusión de padres, familiares y amigos. Pero el espectáculo comenzó con un grupo de señoras bailando una suerte de “danza del vientre” que dejó boquiabiertos a propios y extraños.

A mi me parece muy bien que una señora con unos sesenta años y cien kilos en canal decida apuntarse en una academia para imitar los movimientos de Shakira. Algo que así, de entrada, a cualquiera pudiera parecerle imposible, a no ser que las leyes de la física hagan excepciones sobrenaturales al ritmo de los crótalos. Algo que así, sin más preámbulo, uno diría que está vedado a jóvenes de sinuosas curvas y sensuales caderas, no a cuerpos esféricos de difícil movilidad. Pero lo acepto, dentro de la libertad individual de cada uno y de la de mercado de las academias de danza.

Una cosa es que, en la intimidad de la sala de ensayos, frente al espejo del baño o en la sordidez de la alcoba conyugal, se practique la imposible danza del vientre, sexagenaria y con sobrepeso, y otra muy diferente es hacerlo delante de cuatrocientas personas, entre las cuales se encontraban muchos niños. No, estimado lector, no todo vale.

Esta sociedad nuestra admite, con buen criterio, que superemos las barreras generacionales, que nos planteemos retos personales otrora impensables, incluso que creamos que podemos sortear las leyes de la física. Lo que no es de recibo es que tengamos que someter al escrutinio público todas y cada una de nuestras piruetas filosófico-deportivas. Porque el público en general no tiene porqué ser partícipe de nuestros encomiables esfuerzos por vencer los efectos del tiempo, la gravedad o las grasas saturadas. Menos aún si entre los asistentes hay niños a los que el visionado de tal bravuconada puede suponer un trauma vital de consecuencias insospechadas. En otras palabras, uno se juega que lo demanden por exhibicionismo público o por crímenes contra la niñez.

El caso es que todo este tema me lleva a pensar, una vez más, en el daño que la televisión provoca en las mentes de los seres humanos que, por su debilidad de principios o por una exposición demasiado prolongada a las ondas catódicas, no están preparadas para filtrar los mensajes que emite la denominada “caja boba”. Una persona a la que el sentido del ridículo le funciona con normalidad, cuando ve a Shakira bailando al ritmo del reguetón –o como se escriba-, no corre desesperadamente a apuntarse a una academia de baile a que le enseñen a mover la no-cintura. Menos aún se dedica a disfrazarse de zíngara y a lucir desvergüenzas encima de un escenario.


P.S. La foto es muy mala porque no dejaban usar flash, supongo que para no molestar a los “artistas”.