No hay que ser excesivamente observador para darse cuenta de cómo el idioma inglés nos invade. Pero no solo es una invasión aceptada, sino que el uso indiscriminado de la lengua británica es un síntoma de clase y elegancia en Costa Rica.
En el mundo de los negocios determinadas palabras dejan de tener sentido como tales si no se escriben o pronuncian en inglés: “leasing”, “cash-flow”, “pay-back”, etc, son términos que prácticamente no tienen un equivalente en nuestra lengua materna. Quizá estos casos tengan su justificación en cierta medida dado que la globalización nos empuja a su empleo sin solución de continuidad.
Lo que no tiene razón de ser alguna es el empleo de palabras o expresiones en inglés sin que exista una causa evidente y menos aún teniendo nuestro idioma una riqueza tan sólida como para tener que cambiar “lleno” por “full”, o “bye” por “adiós”. Por usar dos de los ejemplos más extendidos y flagrantes de lo que comento.
Mucho menos comprensible es encontrarse a dos personas cuya lengua materna es el español y viven en un país de habla hispana conversando total o parcialmente en inglés. Eso definitivamente no es nada elegante, por mucho que en los clubes de rancio abolengo sea de uso extendido, aceptado y aplaudido. Imagino que detrás de ese tipo de comportamientos no hay más que un fútil afán de demostrar la habilidad para comunicarse en otro idioma, lo cual no es más que un indicativo de falta de seguridad y de cursilería.
Ese debe ser el motivo por el que muchas veces uno tiene que escuchar una retahíla absurda en inglés en medio de una conversación en español: que los demás vean lo cosmopolita que es uno porque puede hilar una sentencia completa en otro idioma.
“El fin de semana estuvimos en New York –hay que hacer sonar fuerte la “k”, para que se note el acento cuasibilingüe– y vieras que el Black Weekend estaba full de gente supercool ”, le decía una señora a una amiga en una cafetería. En realidad lo que quería decir la señora es que estuvo comprando de rebajas, pero dicho así uno se la imagina codeándose con las celebrities –otra palabreja clave– gringas de turno.
A mí no me interesa lo más mínimo si mi interlocutor es capaz de comunicarse a la perfección con cualquier hijo de la Gran Bretaña. Lo que pretendo es entenderlo y que me entienda en el idioma que ambos heredamos de nuestros antepasados, incluyendo todas las aportaciones, más o menos afortunadas, que hemos recibido de la cultura anglosajona.
Claro que yo puedo estar totalmente confundido y es mucho más elegante soltar cuatro palabras en inglés de vez en cuando, porque de ahí se desprende que el que las pronuncia tiene una vasta cultura internacional. Como aquel muchacho de Siquirres, cantón al que yo tengo mucho aprecio, por cierto, que tras quince días en los “Estados” –nótese que no se acompaña del adjetivo “Unidos”, dado que lo in es decirlo como los gringos–, al ver a su padre que fue a recogerlo al aeropuerto, no pudo contener las lágrimas y gritar con los brazos abiertos: “¡fathersss!”.
A mí no me cabe la menor duda de que, en muchas ocasiones, este tipo de cosmopolitas “espanglishablantes” en realidad ocultan serias carencias para comunicarse en su propio idioma con cierto nivel. Estoy realmente convencido de que los elegantes pseudobilingües no son capaces de escribir más de cuatro líneas en español sin cometer alguna falta de ortografía. Ejemplos no me faltan, pero no quiero herir más sensibilidades.
Publicado en La Nación de Costa Rica el 15 de diciembre de 2008.
El balance necesario
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