jueves, 6 de diciembre de 2007

La Navidad y la elegancia



Nos encontramos en los aledaños de la época del año en la que, sin lugar a dudas, los seres humanos nos entregamos con mayor fervor a los pecados capitales que más dañan a nuestra elegancia. Lo que empezó siendo una festividad de carácter religioso, hoy no es más que una prolongación de esa feria de vanidades en la que ha convertido nuestra vida en común. El dinero, el lujo, la moda, la amistad, los viajes, los restaurantes… todo concentrado en unos cuantos días. Aunque, en honor a la verdad, cada día son más, porque desde octubre, en muchos lugares del planeta, se comienzan a decorar las calles y las tiendas en pos de la temporada alta del consumo mundial.

Empecemos hablando de la decoración. Personalmente creo que la misma debe quedar de puertas para adentro. Cualquier símbolo decorativo navideño que trascienda del umbral de la propia vivienda, me parece absolutamente fuera de lugar. Sin ir más lejos tengo dos vecinos que cuelgan de las fachadas de sus adosados todo un corolario de lucecitas navideñas, de esas mismas que los ayuntamientos contratan para recubrir los árboles. Uno vuelve a su casa a determinadas horas de la madrugada y, sinceramente, al ver las luces, llego a pensar que ha regresado al establecimiento del que procedía. Sin hablar de Santa Claus –o como cada cual quiera llamarle- luminoso de dos metros que tengo que ver invariablemente en el balcón de una de las casas de mi barrio.

Otra oportunidad que las festividades navideñas generan es para los que andan ansiosos de demostrar su buen momento económico. Esta época es la más propicia del año para las invitaciones opíparas y ostentosas. Tres años atrás tuve el dudoso honor de acudir a la copa de Navidad que daba un magnate en ciernes del sector inmobiliario español. El servicio de comida impresionante, al igual que la selección de bebidas. Los invitados a cual más variopinto, dentro del intento inequívoco de demostrar lo granado de las amistades del anfitrión. Recuerdo que su esposa se sentía algo así como Isabel Preysler en un anuncio de bombones, solo que con bastante menos glamour.

Ni que decir tiene que la orgía consumista de estas fechas supone para muchos fabricantes y comerciantes el ser o no ser del año. Porque hay productos que, por tradición –y por inercia-, prácticamente sólo se consumen en estas fechas. Desde los juguetes hasta el salmón ahumado, pasando por los sucedáneos del caviar y otras variedades alimenticias exóticas. La masa adocenada no duda en tirar la casa por la ventana y derrochar en comida y regalos. Pasear por las calles con al menos tres bolsas –a ser posible de marcas de renombre- colgadas de la mano casi se ha convertido en una obligación.

Los viajes igualmente se han consolidado como protagonistas ineludibles de la Navidad. Un viaje previo de compras no puede faltar. En Latinoamérica el baño de primer mundo es un clásico de estos días. Miami, la nueva metrópoli, el destino preferido. Porque si uno no dice que va a ir a Miami de comprar navideñas puede ser condenado a la ignominia dentro de los exclusivos círculos de la clase alta criolla. En España no nos quedamos atrás. El puente de la Constitución es la excusa ideal para los viajes de compras navideñas: Paris, Londres, o Nueva York. El Zara de Oxford Street es infinitamente más fashion que el de la vuelta de la esquina, ¡dónde va a parar!.

En definitiva, la Navidad se ha convertido en el período del año más propicio para abandonarnos a la compra compulsiva, a la demostración de poderío económico –u ocultación de su ausencia-, a la falta de elegancia más o menos evidente. En esta ocasión no podemos culpar a los grandes almacenes del invento navideño, ellos sólo han protagonizado su tránsito hacia la exaltación del gasto.