Valores, no derechos
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En ocasiones se producen acontecimientos que ponen a prueba la solidez de
una sociedad. Estos meses, desde que iniciara la huelga de los sindicatos
del se...
lunes, 28 de enero de 2008
El dandismo, ese gran desconocido.
Aunque estas líneas han dormitado en el fondo de mi mente durante meses, no pensaba darlas a luz por el momento. Sin embargo, dos hechos han provocado que el parto sea prematuro. Lo cual no significa que vaya a ser un artículo precipitado o apresurado, sino una reflexión de urgencias. Que no es lo mismo.
Los dos acontecimientos han sido la conversación que mantuve con una amiga en días pasados sobre lo que es y lo que no es el dandismo; así como la reaparición estelar de un torero sevillano que está dando mucho que hablar no sólo en los círculos taurinos, sino en el papel cuché de aparición semanal y que tanto vende en mi país. Hablaremos de ello.
El término dandy –o dandi, según el DRAE, y que yo me niego a utilizar- se define en los diccionarios como “el hombre que se distingue por su extrema elegancia”. Tengo que discrepar. Primero porque no creo que la mujer deba ser desterrada así, sin más reflexión, de la posibilidad del dandismo. Segundo porque no me parece que deba banalizarse de esa manera la palabra “elegancia”. Claro que resulta que, por otro lado, coincido mucho con la definición. Primero porque no conozco ninguna mujer que haya atravesado la solitaria travesía del dandismo. Segundo porque, para mi, el dandismo es la elegancia en estado puro.
Dandy es aquel que conoce las reglas y las rompe, porque sabe cómo hacerlo. Ni más ni menos. El dandy sabe que hay que desabotonar el último botón del chaleco, por eso, si le da la gana, deja dos sin abrochar. El dandy se permite usar pañuelo de bolsillo a rayas con camisa a cuadros, pero jamás se pondría una corbata a rayas con esa misma camisa. A no ser que el efecto sea absolutamente sublime, lo cual es complicado.
El dandismo, por tanto, tiene dos requisitos imprescindibles. El dandy conoce las normas de urbanidad, el código inflexible del buen vestir y el saber estar. El otro requisito es que las rompe, invariablemente. Esa es la gran diferencia entre el dandy y el hombre elegante a secas. Esa la ruptura está perfectamente estudiada, finamente hilada, con el objetivo último de no dejar indiferente al espectador. Porque el dandy no puede dejar indiferente, su vanidad no se lo permite. Claro que estos personajes nunca siguen los dictados de la moda. Van por delante o quedaron irreversiblemente por detrás de las imposiciones que marcan las pasarelas y el prêt-à-porter . De ahí que el dandismo haya sido desterrado de la sociedad opulenta que nos acoge desde el último cuarto del siglo XX.
Hoy algunos ven dandismo o se etiquetan de dandies confundiendo absolutamente su significado. Los buscadores de tendencias persiguen últimamente la imposición de un look estereotipado al que denominan neo-dandismo –o algo parecido-. Pero lo que se estereotipa no puede dar lugar al dandismo, porque al final de lo que hablamos es de una moda, de una imagen homogénea con más abalorios de la cuenta. Sobre todo porque el dandismo, por encima de todo, es una forma de vida en sí, no sólo un estilo en el vestir.
Como síntoma de lo anterior hemos de decir que no puede considerarse dandismo al exhibicionismo barato. Por eso lo de Morante de la Puebla no es dandismo, sino espectáculo circense un tanto paleto y con ciertos tintes de nuevo rico. Usar bombín y zapatos de piqué no es ser un dandy, eso ya lo inventó Ramón María del Valle-Inclán. Fumar cohíbas en el paseillo no es un síntoma de dandismo. Menos aún decir: “Yo sólo fumo cohíbas”. Este profesional de los ruedos lo que quiere es llamar la atención con una indumentaria llamativa y un par de detalles estrafalarios. Y punto.
Los grandes dandies de la historia no siguieron modas, sino que las crearon. Tampoco se convirtieron en esperpentos para llamar la atención, sino que fueron admirados y envidiados por partes iguales, dada su capacidad para establecer un estilo propio que pronto era imitado por otros. Tal fue el caso de Eduardo VIII del Reino Unido, conocido como el Duque de Windsor, el cual renunció a la corona para dedicar su vida al deleite de los placeres y a dar a la Humanidad todo un imaginario de estilo en el vestir y en el saber estar. Aunque luego resultó ser amigo de Hitler y vivió una decadencia sórdida gracias a la pensión que su sobrina le pagaba religiosamente.
Podría dedicar muchas más líneas a este tema, pero creo que mis amables lectores tienen ahora la palabra.
Editado el 8 de febrero para corregir el error señalado por Anonimo: Cambiar Enrique VIII por Eduardo VIII. Gracias y disculpas.
jueves, 24 de enero de 2008
Los regalos y la elegancia y II
“La intención es lo que cuenta”. Sabías palabras. Porque la intención puede ser simplemente quedar bien. O devolver un favor. ¿Y si la intención consiste cumplir el trámite?. Pues eso: la intención es lo que cuenta. Porque la intención puede no ser tan cándida y pura como todo el mundo imagina. La verdadera motivación del regalo ya no es el placer de regalar y sorprender al regalado, sino que hay un claro componente social que lo desvirtúa todo.
A mi, como a muchos de los amables lectores de estas crónicas de la elegancia perdida, me gusta regalar por placer. Pero eso quedó para los románticos que aún regalan por impulso, como lo solía hacer yo antes de que la vorágine del obsequio políticamente correcto me convirtiese en un mecano del regalo forzoso. Entregar presentes por el mero hecho de esperar sorprender al ser que los recibe se ha convertido en una suerte de lujo al alcance de unos pocos, el cual yo quiero volver a experimentar.
Regalar por placer es salir de viaje, ver algo en un escaparate y comprarlo a esa persona a la que le hará ilusión recibirlo. Obsequiar por compromiso es tener que llevar, de vuelta del viaje, regalos para toda la familia. Ni el acto en sí, ni su efecto, tienen el mismo valor. Porque la expresión del que recibe el obsequio lo es todo.
Yo tengo cierto nivel de aversión a recibir regalos. Sinceramente, menos de la cuarta parte de los regalos que recibo realmente me interesan en lo más mínimo. Lo peor es que soy malo para disimular, así que creo que la mayoría de los que me conocen han dejado de preocuparse mucho por lo que me regalan. En mi último cumpleaños recibí quince libros, dos de ellos repetidos. Lo cual, en mi caso es muy de agradecer. Sólo tres regalos no fueron libros y sólo uno de ellos tuvo cierto nivel de acierto.
Comprendo cuán difícil debe ser regalarme a mi. Máxime si el presupuesto es extraordinariamente limitado y lo que se pretende es salir del paso. Para que me traigan cualquier banalidad que se ajusta al presupuesto políticamente correcto, prefiero que no me regalen nada. Que digan que se le olvidó en casa. Lo perdono. Cuando invito a mi fiesta de cumpleaños la entrada, el peaje, la contrapartida no es recibir un presente, es que me acompañen mis amigos un rato.
Por eso a partir de ahora creo que no voy a regalar nada si no me apetece de verdad. Pero cuando sienta el impulso de adquirir algo para ese amigo al que le llenará de ilusión recibir un presente –máxime si no viene a cuento-, no me lo pensaré dos veces. Me convertiré en un maleducado que no lleva regalos a los cumpleaños, que no regala nada por Navidad. En un avaro que nunca trae presentes cuando regresa de viaje. En un extraño al que dejarán de invitar a los eventos. ¿Merece la pena asistir si tengo que pagar el canon del dichoso regalo?.
domingo, 20 de enero de 2008
Los regalos y la elegancia I
Acabamos de pasar esa época del año en la cual el regalo vive su máximo esplendor. Claro que la cosa no acaba ahí, los comerciantes tienen que seguir viviendo el resto del año y, con esa intención, no le busquemos tres patas al gato, el Día de San Valentín se presenta, amenazante, a la vuelta de la esquina. Pero no adelantemos acontecimientos.
Aunque para los propietarios de las tiendas los regalos son, cada día más, fuente de alegrías económicas, lo cierto es que el acto de regalar en sí vive sus horas más bajas. Porque el presente ha sido absolutamente desvirtuado en estos “días de vino y rosas” -como los definiría el maestro- por los que transitamos. El regalo, estimados lectores, ha degenerado en una obligación absurda. Se regala por imposición moral, por convencionalismo social. Un acto de seguidismo fútil. No se obsequia por placer, sino por deber.
Como suele ocurrir este tipo de deducción se alcanza en un momento inesperado. En un instante sin retorno en el que a uno le son revelados los grandes misterios de la vida en sociedad. Porque hasta ese feliz suceso, que pasaré a comentar en breve, yo confieso que era un autómata del regalo. Como mandan los cánones de la elegancia perdida.
Resulta que andaba yo en una tienda de ropa de esas que llenan los centros comerciales buscando unos cuantos regalos navideños para los familiares. Se ha forjado en mi familia política –que me perdonen, por favor- la casi obscena tradición del todos regalan a todos. Así que en esas me encontraba yo, comprando obsequios en serie. Así que me percaté, en el instante en que descambiaba una camisa por otra –con logotipo, por cierto-, de que a mi no me apetecía nada regalarle una camisa a esa persona. En realidad no sentía ningún deseo por obsequiarle nada en ese momento. No porque me caiga mal, sino porque cualquier regalo, adquirido así, no sería más que un relleno obligado en la tradicional ceremonia de apertura de aquellos.
Esta idea, la cual sin duda ya venía rondándome por las atrofiadas neuronas que habitan en mi cerebro, se ha venido consolidando, de manera irrefutable, con la observación del fenómeno, así como por medio del recuerdo de algunas anécdotas.
Sin ir más lejos hace unos días acompañé a un compañero de trabajo a comprar un regalo para un tercero mucho más conocido mío que suyo. El obsequio era una botella de güisqui. Mi colega se dirigió presto a la sección de bebidas y tomó la botella más cara del estante de los derivados de la malta. No fue hasta ese momento que me preguntó: “Supongo que este será el güisqui favorito de Alberto, ¿no?”. “Pues no, el favorito suyo es este”, contesté señalando una botella que valía cerca de un tercio de la primera. Mi interlocutor quedó un poco decepcionado, así que me advirtió de lo “barato” de la botella –unos sesenta dólares, por cierto-. Ni que decir tiene que en ese punto uno tiene que dejar claros sus principios, así que le indiqué que hiciera lo que le diera la gana.
Esta anécdota nos lleva a la consideración más destacada que quiero realizar sobre la decadencia de los regalos: el presupuesto. Cuando se regala por placer el presupuesto es lo de menos. Si el regalo es por obligación, social o moral, entonces aparece la figura de la valoración económica del presente. A este conocido mío lo que le falló fue lo barato del presente, porque la idea era impresionar.
En otras ocasiones lo que nos delata es el regalo doble. Me explico. Yo siempre he sido enemigo de los presentes múltiples. Para mi son síntoma inequívoco de que hemos comprado dos o tres cosas porque una sola nos parecía barata. Así, uno es el regalo auténtico, el que realmente queríamos hacer, pero como no encajaba con el presupuesto –entiéndase por lo económico- metemos obsequios de relleno.
Con muchos regalos de compromiso suele suceder justamente lo contrario. La lista de posibilidades se acorta con un presupuesto reducido y así llegan los presentes absurdos, o los predecibles, o los repetidos. Ahí es cuando se nota de verdad que se regala por cubrir el expediente. Entonces se abren paso a las caras hipócritas de los regalados, los cuales tienen que sonreír forzosamente. La intención es lo que cuenta.
Seguiremos.
domingo, 13 de enero de 2008
Los logotipos y la elegancia
Aunque ya se ha aquí hablado de la relación de las marcas con la elegancia, creo que hemos de profundizar un poco más y desgranar el papel que juegan esos símbolos externos que nos rodean por todas partes y que vienen a dar cuerpo a las marcas: los logotipos. Porque hoy el mundo no se entiende sin ellos. Los logotipos son esas señales que otrora tuvieron –y siguen teniendo- utilidades tan variopintas como reconocer al propietario del ganado o saber a qué tribu pertenecía un individuo. Empero, hoy se han transformado en una especie de símbolos de estatus social, de pertenencia a un grupo o manifestaciones físicas de corte ideológico.
Los logotipos –o logos, como se les conoce en los ambientes más cool- no son únicamente los distintivos de las marcas comerciales, aunque sea esa su principal definición. Los emplean en diversas religiones, como los protestantes evangélicos que llevan todos un pescadito pegado en el coche. Igualmente los emplean tendencias políticas de diversa índole, como los neonazis su decadente cruz gamada o los anarquistas la letra “A” dentro de un círculo. Incluso hay personas que llevan un retrato de Ernesto Ché Guevara o de Camarón de la Isla a modo de logotipo.
Estos símbolos externos de la modernidad son, principalmente, identificadores sociales. Veamos un claro ejemplo. Mucha gente anda por ahí con el logotipo de Apple pegado en el coche, esa estampilla que viene con cualquier producto que uno compre de la citada marca. Imagino que el que va luciendo por ahí la manzanita es porque cree que el resto de los mortales lo van a reconocer como una persona moderna, innovadora, original, que se sale de la hegemonía tiránica del Windows. Un transgresor, al fin y al cabo.
Como los expertos en marketing lo saben, entonces nos animan a que nos automarquemos con su logotipo y nos meten una pegatina en cada caja o en cada etiqueta. Este es el caso de la marca de ropa El Niño, cuyos usuarios, no conformes con lucir el logotipo en la camiseta, lo ponen en coches, motos, maletas, monederos y cualquier otro artículo susceptible de ser identificado por el público.
Y es que hay muchos que piensan que van a lograr el estatus elegante por la vía del logotipo de tal o cual marca. Algunos fabricantes incluso lo han agrandado hasta límites insospechados. Por mi cumpleaños alguien que se dice mi amigo se atrevió a regalarme un polo de la marca ídem que traía bordado en el pecho a un señor montado en un caballo de un tamaño superlativo. Por un momento pensé que iba a estar firmado por algún jugador de polo famoso o por el mismísimo creador de la marca. ¡Qué iluso!. Pero es que yo creía que sólo se bordan logotipos de ese tamaño para los deportistas a los que les pagan por llevarlo.
Pero en mi reciente viaje a España he visto que estoy desfasado. La gente en general luce más y más logotipos. Más y más grandes. El de una afamada marca de joyas –ahora metida en el mundo de la marroquinería- se ve más que el de la Coca Cola. De hecho tuve ocasión de ver a una señora de mediana edad lucir una camiseta con un tremendo serigrafiado que rezaba “I love Tous”. Si no fuera por la presencia del repetidísimo –e imitadísimo- oso uno podría deducir que es un recuerdo de la localidad valenciana de dicho nombre.
La gente poco elegante muere por exhibir logotipos en público. Es la manera más corta de sentir que se tiene algo de clase. Sólo hay que pagar un poco más por lo mismo. En casa, por el contrario, la marca blanca es la que pega fuerte. Allí, en privado, no tenemos que demostrar nada a los demás. La relación calidad-precio es la que manda. Al poner el pie en la calle entonces es cuando se hace necesario el logotipo, para señalar que se forma parte de la tribu o para mostrar a la parroquia lo bien que nos va en la vida. En la vida de las apariencias, quiero decir.
miércoles, 9 de enero de 2008
La Navidad y la elegancia. Una reflexión a posteriori.
Cuando diciembre nos anunciaba con furia que nos estábamos metiendo de lleno en ese período consumista-festivo que son las navidades, me atreví a señalar algunos de los comportamientos que solemos repetir los seres humanos con invariable solemnidad año tras año. Durante mi visita a España, he podido comprobar descorazonadamente que, todos aquellos usos y costumbres, no sólo se consolidan, sino que van a más.
No quiero realizar un catálogo detallado de lo que he observado con perplejidad durante este último mes. Pero no voy a dejar pasar la ocasión para referirme a algunos de los más insólitos detalles de lo que podemos empezar a denominar como la época más falta de elegancia del año.
Mis padres viven en una localidad del cinturón metropolitano de Granada. Es un pueblo mediano y muy influido por su cercanía a la capital. Esta influencia no es óbice para que los gobiernos municipales de turno pretendan generar una especie de vida cultural propia para que sus habitantes no se desplacen a la ciudad, a menos de 15 minutos en coche. Este año la novedad ha sido la publicación de un programa de actividades navideñas, como si de las fiestas populares se tratase. En España la alegría de los políticos por gastar el dinero ajeno no conoce límites. Dentro de dicho programa se encontraban, como actividades estrella, las tradicionales funciones de los escolares del municipio. En un intento de magnificar este tipo de eventos más familiares que multitudinarios, las funciones han sido rebautizadas como “galas”. Ahí es nada.
En mi caso asistí a una de las “galas” que se programaron para las 12 del mediodía. Lo aclaro por si alguien pensaba que lo propio era acudir de esmoquin y vestido largo, ya que a mi me entró la duda al respecto de la formalidad de la indumentaria a utilizar. Tranquilos, mucha cámara de fotos, pero de los orgullosos padres, y nada de alfombra roja –o verde como en los Goya®-. La misma función de siempre, pero ascendida a los cielos glamurosos por la vía del cambio de nombre.
Sobre la decoración externa veo que la cosa no ha parado. Al contrario, este año se han puesto muy de moda los Santa Claus o Papá Noeles colgados de los balcones, simulando que trepan para entrar a dejar los regalos. ¡Qué tierno!. En muchos de los casos los monigotes parecería que lo que habían decidido era practicar el suicidio colectivo, es decir, que se habían ahorcado en los balcones de sus simpáticos anfitriones. He visto edificios en donde más de la mitad de los pisos lucían en sus balcones al muñeco en el duro trance de la asfixia. Sin hablar de la masiva iluminación en portales, terrazas y jardines. Así uno entiende cómo muchos de estos decoradores navideños de fachadas, cuando logran alcanzar un puesto público se dedican a organizar “galas”, en lugar de acudir a la función navideña del colegio de su hijo.
A pesar de la crisis en ciernes, el consumismo no ha bajado demasiado su habitual tono de centros comerciales llenos. La marea de gentes con bolsas por las calles céntricas no ha cesado. De parte de los que venden quizá el grado sea ya superlativo. He visto tantos anuncios de perfume en un mes como en todo el resto de mi vida. Por cierto que cuatro de ellos, curiosamente, los protagonizaba la misma diva adicta a los opiáceos y musa de muchos de los de mi generación.
Las Navidades en España siguen siendo el culto a lo hortera. A lo “polo”, que dicen en Costa Rica. A la decoración excesiva. A los oropeles por doquier. A las compras desaforadas y al regalar sin ton ni son. Aunque sobre esto del regalo por decreto ya hablaremos más despacio. Esperaré a que los calores post-navideños se tornen en frías reflexiones de cuesta de enero.
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