El balance necesario
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A pesar de que desde abril de este año, mes y medio después del inicio de
los efectos de la pandemia, ya se hablaba de una negociación con el FMI
para la...
martes, 26 de junio de 2007
Las marcas y la elegancia
Son muchos los denominados “inventos del siglo”, en referencia a los múltiples avances tecnológicos que el ser humano ha realizado a lo largo de la pasada centuria. En mi opinión, sin embargo, el invento más importante de todos ha sido uno absolutamente intangible: la marca.
Mediaba el siglo pasado cuando en los países industrializados la oferta de bienes y servicios empezaba a superar a la demanda, es decir, era más lo que estaba disponible para ser consumido que las personas dispuestas a comprar. Así nace la necesidad de vender, frente a la costumbre de “despachar”, la cual aún sigue vigente en algunos países, pero eso es harina de otro costal.
Para vender sus productos los fabricantes empezaron a idear diferentes estrategias, pero la que triunfó por encima de todas y revolucionó la forma de vender fue la denominada “diferenciación”, consistente en hacer pensar al comprador que los productos que fabricamos son diferentes de los demás. Así nacieron las marcas, para que el cliente pudiera asociar las diferencias entre distintos productores dentro de un mismo bien de consumo. En estos primeros compases las marcas se asociaron a los niveles de calidad que cada productor ofrecía. Utilizar una marca X otorgaba ciertas características al producto en cuanto a su durabilidad, tecnología, confort o seguridad, entre otras muchas cualidades que podían ponerse en juego a la hora de seleccionar un bien o servicio.
Con el paso del tiempo y el desarrollo tecnológico se fueron agregando valores al empleo de las marcas. La calidad en sí de los productos era fácilmente imitable y se recurrió al diseño, fundamentalmente, como elemento diferenciador. Adicionalmente se descubrió el influjo sobre la masa del empleo de personajes mediáticos y así las figuras del cine, el deporte o la música empezaron a convertirse en la imagen de las marcas.
Hoy todo es mucho más sofisticado. Las marcas ya no representan un nivel de calidad o tecnología, los departamentos de marketing de las empresas llegan mucho más lejos, las marcas pretenden representar estilos de vida. La intención última es establecer una relación entre el uso de una marca y las cualidades, no del producto, sino de la persona misma que lo utiliza. De este modo, si una persona emplea tal o cual marca de ropa resulta que entonces es una persona activa o amante del medio ambiente, por poner un ejemplo.
Ni que decir tiene que las marcas se designan a sí mismas herederas de la elegancia porque es ese el valor más perseguido por todas ellas. Así que las personas piensan que compran ese valor cuando adquieren un producto cuya marca se pretende asociar con la elegancia. Los individuos nos embutimos en los ropajes más espantosos porque la marca del que los fabrica nos ha convencido de lo elegantes que luciremos. O conducimos en plena ciudad unos coches diseñados para rodar sobre la arena del desierto y pensamos que así nos convertimos en el Lawrence de Arabia del siglo XXI, cuando en realidad lo normal es que sea un conductor de la marina el más apropiado para tales tareas.
La verdad es que esta nueva concepción de las marcas tiene sus ventajas. A muchos les sirve para no tener que pensar si tal o cual artículo es idóneo para su persona, la marca piensa por ellos. Si un fabricante de teléfonos nos dice que usar su nuevo modelo de móvil nos hará parecer un sofisticado agente de la CIA nos faltará tiempo para correr a la tienda más cercana a comprarlo. A renglón seguido intentaremos lucirlo en la oficina o con los amigos, los cuales, indefectiblemente apreciarán en nosotros las cualidades inequívocas del más valeroso servidor de la patria de George W. Bush.
Gracias a la generación de sus particulares estilos de vida, las marcas cobran su plena utilidad para todas las personas que quieren aparentar ser poseedores del valor de la elegancia cuando carecen absolutamente de él, por eso se rodean de todo tipo de objetos cuyas marcas se autoproclaman “elegantes”. Claro que dentro de esa pretendida elegancia, las marcas han sabido jugar muy bien sus cartas y hacen distinciones, sobre todo a la hora de poner los precios, pero también cuando conducen a sus clientes hacia el tipo de vida que se supone que deben llevar los que usan sus productos. Además, las marcas nos proporcionan la increíble capacidad de mostrar al resto de los mortales el nivel de éxito que hemos tenido en la vida. Entendiendo por “éxito” la habilidad para acumular riquezas, aunque las entidades financieras nos pueden “ayudar” muchísimo a conseguir ese “éxito”, con una pequeña contrapartida: pagar intereses a final de mes.
La sociedad en la que vivimos ha generado la posibilidad de que este fenómeno, que no es más que un ardid comercial, esté sustituyendo la capacidad de raciocinio de las personas por la búsqueda de aquellas marcas que reflejen nuestra verdadera personalidad. En el fondo es como la ceremonia de cortejo de los gorilas que enseñan sus dientes blancos y se golpean fuerte en el pecho, asustando así al resto de los machos de la manada, que tienen dientes más pequeños y no pegan en sus pectorales con tanta fuerza. Nosotros los humanos actuamos igual: mostramos nuestras marcas para amedrentar a los que osen poner en tela de juicio nuestra superioridad.
Insisto en las ventajas de todo esto. Sólo tenemos que comprar en una tienda todos los componentes de lo que pretendemos ser para hacer creer a los demás lo que no somos. ¡Vivan las marcas!.
miércoles, 20 de junio de 2007
Los idiomas y la elegancia
No seré yo el que transite por los procelosos caminos de las definiciones de lo políticamente correcto o incorrecto en materia lingüística. Ahora bien, una vez más hemos de señalar aquellos comportamientos que, por más generalmente aceptados que parezcan, se alejan por completo del concepto de la elegancia. En este caso en materia de usos y costumbres en el vocabulario cotidiano y la utilización de idiomas.
Mi más tierna infancia laboral me dejó marcado por el empleo de determinados términos en inglés. Algo propio de la pertenencia al vasto ejército de una multinacional de origen estadounidense, pero es algo consustancial con el mundo de las finanzas. Hoy determinadas palabras dejan de tener sentido como tales –cuando no, carecen de una traducción decente- si no se escriben o pronuncian en inglés. “Leasing”, “factoring”, “confirming”, referidos a la banca, o “email”, “blog”, “post”, en esto del mundo virtual, son términos que prácticamente no tienen un equivalente en nuestra lengua materna. En algunas latitudes se empeñan en la traducción más o menos literal, con resultados bastante pobres. Cuando escuché por primera vez la literalidad “mercadeo”, en referencia a “marketing”, mi mente me transportó a esos zocos modernos en los que hay infinidad de puestos cuyos propietarios viajan de una localidad a otra, pensando un poco me di cuenta de que estaban hablando de otra cosa.
Pero esas traducciones literales tienen su razón cultural. Lo que no tiene justificación ninguna es el empleo de palabras o expresiones en inglés sin que exista una causa evidente y menos aún teniendo nuestro idioma una riqueza tan sólida como para tener que cambiar “lleno” por “full”. Mucho menos comprensible es encontrarse a dos personas cuya lengua materna es el español y viven en un país de habla hispana conversando total o parcialmente en inglés. Eso definitivamente no es nada elegante. Imagino que detrás de ese tipo de comportamientos no hay más que un fútil afán de demostrar la habilidad para comunicarse en otro idioma, lo cual no es más que síntoma de falta de seguridad y de cursilería. Ese debe ser el motivo por el que muchas veces uno tiene que escuchar una retahíla absurda en medio de una conversación en español: que los demás vean lo cosmopolita que es uno porque puede hilar una sentencia completa en otro idioma.
A mi no me interesa lo más mínimo si mi interlocutor es capaz de comunicarse a la perfección con cualquier hijo de la Gran Bretaña. Lo que pretendo es entenderlo y que me entienda en el idioma que heredamos de nuestros antepasados, incluyendo todas las aportaciones, más o menos afortunadas, que hemos recibido de la cultura anglosajona. Claro que yo puedo estar totalmente confundido y es mucho más elegante soltar cuatro palabras en inglés de vez en cuando, porque de ahí se desprende que el que las pronuncia tiene una vasta cultura internacional. Me alegro por los que así piensan, en el fondo no son más que víctimas de su propia ignorancia, es decir, ufanos en su comportamiento “bilingüe”.
Lo de hablar en inglés sin venir a cuento es una costumbre muy propia de los que quieren sentirse “personas de mundo”, sobre todo cuando en la televisión todos hablan en ese idioma y no necesitamos leer los subtítulos. En ocasiones la costumbre se vuelve obsesión y los hay que afirman sentirse “cómodos” empleando el lenguaje propio de la Commonwealth. A mi me ocurrió en cierta ocasión que un señor se dirigió a mi en inglés estando ambos en Costa Rica, porque seguramente pensó que, por mi aspecto, no debía ser yo hispanohablante. No salí de mi asombro. Aunque en el fondo lo que creo es que este tipo de personas están deseando practicar su “comodidad”, esto es, el idioma en el que se siente “cómodos”. ¡Qué poco tiene que ver la comodidad con la elegancia!.
A mi no me cabe la menor duda que, en muchas ocasiones, este tipo de cosmopolitas “espanglis” hablantes en realidad ocultan serias carencias para comunicarse en su propio idioma con cierto nivel. Estoy convencido de que los “elegantes” bilingües no son capaces de escribir más de cuatro líneas en español sin cometer una falta de ortografía. Ejemplos no me faltan, pero no quiero herir más sensibilidades.
martes, 12 de junio de 2007
Los restaurantes y la elegancia
Quiero empezar a tratar este delicado tema con una premisa, en mi opinión, fundamental. Cuando hablamos de restaurantes nos referimos a los lugares a los que las personas normales se dirigen para disfrutar de una comida agradable. Quedan, por tanto, excluidos de esta categoría los refectorios en los que se agolpan las masas para alimentarse, generalmente en horario de almuerzo. Esos lugares son denominados restaurantes por el mero hecho de servir comida, pero en los supermercados y algunas gasolineras también pueden adquirirse alimentos y no por ello los llamamos restaurantes.
Efectivamente uno acude a un restaurante básicamente por la calidad de su comida y por el servicio que recibe. Aunque resulta que algunas personas lo hacen porque piensan que ir a un restaurante es un acto elegante en sí, por eso, a la hora de seleccionar el local lo hacen en función de los precios que aparecen en la carta. Cuanto más caro, más elegante, suelen pensar aquellos cuya motivación para entrar en un restaurante es confiar en encontrarse a algún conocido para saludarlo efusivamente, de esta forma ambos saben que pueden permitirse pagar la cuenta. Todo un acontecimiento en la triste vida de algunos.
He asistido a no pocas ceremonias del saludo de este tipo de personas en un restaurante, a cual de ellas más patética. Para empezar en un restaurante no se levanta la voz, ni siquiera si nos encontramos a nuestro compañero de pupitre del colegio, el cual se marchó a Sudán como misionero y no lo vemos desde hace veinte años. Claro que yo no creo que este tipo de personas tengan amigos misioneros, por muy de moda que esté entre las estrellas de cine adoptar niños africanos. Los saludos mejor de lejos y si uno se acerca a la mesa de un amigo debe tener cuidado de que los comensales no estén en plena degustación del plato principal. Si no quedase más remedio, por favor, sea breve, si es posible fugaz.
Y es que a un restaurante, insisto, se va a disfrutar de la comida y del servicio y, si me apuran, a compartir un momento agradable con las personas que nos acompañan voluntariamente. Decía el gran poeta Stéphane Mallarmé que él no iba al teatro porque no le apetecía desperdiciar dos horas de su vida rodeado de personas a las que no trataría si fuesen sus vecinos. Pues más o menos eso ocurre en los restaurantes, porque se puede elegir con quién se almuerza en la misma mesa, pero el resto de los comensales los asigna sólo el azar. Esto es algo que debemos tener muy presente cuando vamos a un restaurante: a los que están en las demás mesas no los hemos invitado.
La mayoría de los propietarios de los restaurantes tienen una mentalidad muy de “corto plazo”, es decir, sólo piensan en que se les llene esa noche el local. De ahí que se permita entrar a cualquier individuo por desafortunada que sea su indumentaria. Sin ir más lejos el otro día permitieron el acceso al restaurante en el que me encontraba a dos señores que venían de practicar golf. No es que lo fueran gritando a los cuatro vientos, sino que venían ataviados con la indumentaria propia para la práctica de dicho deporte. Como era un lugar de los que suelen atraer a muchos de los que confunden elegancia con precio, seguramente casi nadie reparó en el detalle, de hecho varias personas los saludaron efusivamente. En ese instante el restaurante perdió parte de su clientela, porque me niego a ingerir alimentos tan cerca de personas con tan poco respeto por los demás. Supongo que no fui el único en tomar esa oportuna decisión.
Pero sobre este asunto imagino que casi todos tenemos anécdotas que contar, porque la gente, animados por el afán recaudador de los propietarios de restaurantes, no entiende que está entrando a un lugar en el que hay muchas otras personas y hay que seguir cierta etiqueta. Si la palabra “etiqueta” le parece demasiado subida de tono, entonces limítese a no acudir más que a locales en los que la comida se sirve en bandejas de plástico, las cuales luego se vacían en grandes cajas de madera.
Algo fundamental que cualquier persona debe saber es que en un restaurante no hay por qué comportarse de forma diferente a cómo uno lo haría en su propia casa. ¿Almuerza Ud. con las gafas de sol puestas en su casa?. Si la respuesta es negativa, aunque hayamos visto a Paris Hilton hacerlo por televisión, entonces no hay motivos para tal falta de educación. Hay excepciones, pensará algún lector. Sin duda, pero no hay justificación para hacerlo en el interior de un recinto cerrado, a no ser que sea Ud. Jack Nicholson, lo cual sinceramente dudo.
Una excepción a la no-diferencia entre la casa y el restaurante es el uso del celular. En la casa de cada cual se puede estar almorzando y contestando el teléfono. Sorbiendo la sopa y vendiendo o comprando cualquier tipo de mercancía. Cortando el filete y recibiendo las quejas de un cliente. Yo no lo hago, pero respeto que haya personas que entiendan que ingerir alimentos no es más que un trámite diario, como ducharse o afeitarse. En un restaurante no es de recibo que un móvil suene, peor aún si el que lo usa lo contesta profiriendo gritos y dando instrucciones como si se encontrara en la bolsa de valores de Tokio, la más escandalosa del mundo. Eso son tics absolutamente faltos de elegancia y de respeto.
En general acudir aun restaurante es una actividad común y corriente para cualquier ser humano medianamente elegante. En este sentido el comportamiento en estos establecimientos debe ir acompañado de cierto grado de discreción, evitando en todo caso las estridencias y teniendo muy presente que no estamos en una feria de ganado.
jueves, 7 de junio de 2007
La elegancia ¿nace o se hace?
Esta pregunta aparentemente sencilla ha estado flotando en el ambiente desde que este blog empezó a dar sus primeros pasos virtuales. Su respuesta es mucho más compleja que su formulación, como seguramente los que se dignan a leer alguno de estos artículos completos habrá imaginado.
Se puede nacer en una muy buena cuna y ser muy agraciado por la diosa Afrodita, pero no por ello llegar a ser una persona elegante. Del mismo modo aquellos nacidos en un hogar humilde –o pobre- y además con un físico poco favorecedor no tienen cerradas las puertas de la elegancia. Existen más probabilidades de que la elegancia sea un atributo de los primeros, pero no es exclusivo de ellos ni tampoco un coto vedado para los segundos.
El ser elegante es aquel que en su vida ha recibido la suficiente cantidad de estímulos para serlo. Aquel que tiene la educación y la disciplina suficientes para que la elegancia sea una de sus virtudes. Aquel que entiende su concepto de persona por encima de las modas y de la opinión de los demás.
La elegancia puede venir casi por defecto en aquellos que nacen rodeados de todos esos estímulos, en los que tienen una fina y elegante estampa, pero es algo que debe cultivarse, aunque se tenga la suerte de nacer con todos los “espartos” para ser elegante. Porque se puede ser elegante siendo pobre, rico, alto, bajo, gordo o excesivamente delgado.
Puede que lo esté simplificando todo, pero así lo creo. La elegancia se hace. La configuran las costumbres que cada individuo ha aprendido y ha querido seguir, los modelos de comportamiento que le han inculcado desde la más tierna infancia y las oportunidades que la vida le ha confiado, claro que siempre estas últimas se pueden tomar o dejar pasar. Pero por encima de todo la elegancia está compuesta de principios, que son superiores a los valores y que suponen los mapas que el individuo elige seguir a lo largo de su existencia. Si los mapas están equivocados, entonces el ser humano sigue un camino erróneo.
Por eso hemos de pensar que hay muchas personas que no han tenido la oportunidad de conocer cuáles son los principios básicos de la elegancia del ser, porque no han conocido más que los modelos corruptos que la sociedad y los medios de comunicación nos transmiten a diario. De ahí que estas líneas traten, sin mayor pretensión, iluminar el camino de los que aún pueden acceder a los mapas correctos.
viernes, 1 de junio de 2007
El deporte y la elegancia
Sin entrar en disquisiciones sobre las presuntas bondades del ejercicio físico sobre el organismo, en mi humilde opinión practicar deporte es una de las actividades menos elegantes que puede realizar el ser humano. Esta esclarecedora sentencia que emito no significa que se haya de proscribir o perseguir a los que practican deporte, ni mucho menos. Tampoco quiero decir con ello que debamos condenar a la ignominia a los que se ganan la vida corriendo sin un motivo aparente, más que el de llegar antes que los otros que lo acompañan, o golpeando un objeto esférico, con la mano, con el pie o con algún artilugio inventado al efecto. Ser deportista es una profesión tan digna –pero no más- que cualquier otra.
Salvando el caso de la profesionalidad, los demás seres humanos caen en desgracia cuando exhiben públicamente su condición de practicantes del ejercicio físico recreativo. Porque el problema, en la mayoría de las ocasiones, es que las personas, no conformes con realizar deporte, lo van divulgando como si de algo digno de orgullo se tratase. Para empezar uno suda cuando hace deporte y eso no suele generar buenas sensaciones, sobre todo alrededor del que transpira. Convendrán conmigo en que el sudor no es precisamente una de las virtudes del ser humano, más bien al contrario.
Por otra parte los atuendos diseñados para la práctica del deporte no son los más adecuados para destacar, salvo muy honrosas excepciones, las cualidades de la elegancia. El otro día sin ir más lejos tuve una desafortunada experiencia sobre este mismo particular. Andaba yo accediendo a un edificio hospitalario cuando me crucé con una conocida que vestía una equipo completo para la práctica del tenis. Por supuesto al principio no la reconocí ataviada de esa forma, pero como me llamó la atención que una persona aparentemente normal vistiese así para acudir a un hospital la miré y la saludé sin detenerme. Seguramente sea la última vez que la salude. Ni a María Sharapova, a la que le queda tan bien la vestimenta propia del deporte que le permite ganarse la vida, se le ocurre ir a un hospital, salvo accidente laboral, así ataviada.
Como comento más arriba no es que yo pretenda que los seres humanos dejen de practicar ejercicio físico recreativo, pero sí creo que esta práctica no debe mezclarse con el resto de las actividades cotidianas de las personas. Ir ataviado con un chándal (buzo en Costa Rica) es de muy mal gusto, sea un hombre o una mujer la que lo luzca. A no ser que su uso se limite al momento en que se está haciendo deporte o en el trayecto de la casa de cada uno al establecimiento pertinente destinado a la práctica del deporte correspondiente. En mi caso particular yo intento que ese trayecto sea lo más rápido y anónimo posible.
Para mi no existe distinción entre los jóvenes que van ataviados con zapatillas deportivas y camiseta de su equipo de fútbol y las señoras que pasean por el supermercado con la ropa del gimnasio. Es más, seguramente los primeros ni siquiera han sudado.
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