El balance necesario
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A pesar de que desde abril de este año, mes y medio después del inicio de
los efectos de la pandemia, ya se hablaba de una negociación con el FMI
para la...
miércoles, 25 de abril de 2007
La mujer y la elegancia
En una mujer la elegancia es algo mucho más innato que un hombre, aunque también es cierto que la mujer, en sí es un ser mucho más dado a la elegancia que el hombre. El hombre es platicúrtico en lo que a elegancia se refiere, mientras que la mujer tiene más al mesocurtismo(*). Las mujeres, en general, dedican más tiempo a cultivar el valor de la elegancia, desde escoger más detenidamente su atuendo, hasta cuidar mucho sus maneras. Por el contrario el hombre es más rudo y, aparentemente, descuida generalmente su imagen y sus modales.
Aunque seguramente todo lo anterior no sean más que generalidades aceptadas socialmente –no demasiado políticamente correctas, por cierto-, la verdad es que la mujer por su condición, naturaleza, imposición social o cualquiera otra razón, es habitualmente más elegante que el hombre. Al menos cuando hablamos de la mujer individualmente analizada. La mujer es ese ser de bella estampa, que individualmente analizada casi siempre tiene elementos rescatables de su forma o su espíritu. La mujer es una conversadora amable y atenta en el bis a bis. En cualquier caso las comparaciones siempre son odiosas y de ellas hablaré más adelante.
Pero la mujer en el grupo suele perder su elegancia. La colectividad de una reunión de individuos aniquila la elegancia de muchas mujeres. La mujer elegante en muchísimas ocasiones se deviene en otro ser cuando se rodea de otras personas. Esto sucede tanto por exceso como por defecto. Me explico. En no pocas situaciones he comprobado que señoras aparentemente elegantes, con modales refinados y aspecto impecable, caen en lo grotesco en el contexto de una conversación. Hay señoras que necesitan “practicar” su egocentrismo y vociferan para hacerse notar en medio del grupo. Empero, otras apenas son capaces de pronunciar palabra porque una aparente timidez la retrae y le impide relacionarse con fluidez. Estas últimas suelen practicar otra fórmula de egocentrismo, puede que más refinada, pero no por ello menos grave.
Es más que probable que a estas alturas se pueda pensar que la extroversión o introversión son caracteres humanos, perfectamente aplicables a ambos sexos. Sin embargo, bajo mi punto de vista, existen dos grandes diferencias entre los comportamientos de hombre y mujer. La mujer suele emplear con profusión la afectación, mientras que el hombre viene a declararse un ser totalmente desafectado. El otro gran diferendo lo encontramos en la comparación. La mujer es un animal que vive en la comparación, sobre todo respecto de las otras mujeres y eso le provoca un comportamiento pocas veces elegante.
La comparación hace que algunas mujeres quieran destacar e imponerse sobre sus “rivales”, lo cual desata una incontinencia verbal que destruye cualquier idolatría previa que pudiésemos sentir por ellas. Igualmente, la comparación provoca el efecto contrario, esto es, hace que muchas señoras desaparezcan sin dejar rastro, incapaces de enfrentarse a una situación en la que se sienten en “desventaja”.
La afectación y la comparación son las cualidades menos elegantes que el ser humano arrastra y las mujeres suelen contar con ambas en muchas más ocasiones de las que serían deseables. Porque la comparación no es necesaria cuando se está seguro de uno mismo y del valor exclusivo de la propia individualidad. La comparación con los que nos rodean en una mesa de un restaurante o en un cóctel surge cuando existen dudas acerca de lo se es o se expresa. Siendo así que algunas creen que la palabra altisonante o la opinión maximizada les hará mejores, cuando lo común es que suceda todo lo contrario.
La afectación es el don de la continua actuación en el ámbito de lo público, lo cual tiende a caer habitualmente en lo grotesco, incomodando incluso a los que rodean a la afectada. Desde el silencio forzado en base a una timidez aparente, al manierismo excesivo en gestos, los seres afectados vienen a convertirse en actorcillos mediocres de su propia vida, destacando así su absoluta falta de elegancia. Claro que la afectación es una cualidad que, como la comparación, sólo puede salir a relucir cuando los demás nos observan o nos sentimos observados.
Por eso, en lo individual, en las distancias cortas, en la soledad, me quedo con la mujer como ser infinitamente elegante.
(*)Platicúrtico, mesocúrtico y leptocúrtico son las tres tipologías de la función de distribución estadística normal o campana de Gauss. La campana habitual del gráfico de la función es denominada mesocúrtica, la leptocúrtica es aquella en la que hay una fuerte concentración en los valores medios, mientras que la platicúrtica es aquella en la que no existen extremos tan pronunciados.
Gracias a Evelyn por la foto.
viernes, 20 de abril de 2007
El lujo y la elegancia (y II)
Como comprobamos el concepto “lujo” y su pretendida correlación con el concepto de la elegancia tiene muchos prismas sobre los que incide la luz cegadora de la homogeneización de los seres humanos, la cual se pretende enmascarar por medio de un barniz de exclusividad. Esta exclusividad no es otra cosa que la promesa de la elegancia transmitida por el simple hecho de utilizar un artículo muy caro.
Esa elegancia no es tal. Simplemente porque está al alcance de cualquiera. Entendiendo por “cualquiera” el que puede pagarlo, sea o no un ser cultivado, un ser que realmente comprenda lo que está comprando o el verdadero valor de las cosas, muy por encima de los guarismo que marcan la etiqueta. Millones de personas en nuestro planeta, sin embargo, se lo creen. Millones de personas realizan esfuerzos ímprobos por adquirir prendas de vestir, complementos o cualquier objeto que les permita lucir una remota exclusividad y los saque de la homogeneidad.
Al pasear por las calles o por los centros comerciales uno se percata de cómo la práctica totalidad de las personas con las que se cruza emplean el “lujo” para distinguirse de los que les rodean. Ni que decir tiene de ciertos círculos aparentemente “exclusivos” en los que la copia de los estereotipos que transmiten los medios masivos son la tónica general. Las imitadoras de Paris Hilton, quizá el mayor ejemplo de toda esta glosa sobre el lujo y la (no)elegancia, surgen por cualquier rincón del planeta y en todas los estratos económico-sociales.
Hoy el ser humano debe medir su elegancia más en el fondo que en las formas. Porque las formas, nos guste o no, nos están viniendo impuestas por modelos sociales, por campañas publicitarias y por ese presunto lujo que no es otra cosa que pagar más por lo mismo.
domingo, 15 de abril de 2007
El lujo y la elegancia I
Define el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española lo siguiente:
lujo.(Del lat. luxus). 1. m. Demasía en el adorno, en la pompa y en el regalo. 2. m. Abundancia de cosas no necesarias. 3. m. Todo aquello que supera los medios normales de alguien para conseguirlo.
En su conformación coloquial “lujo” se asimila a exclusividad, a precios elevados, fuera del alcance la mayoría, pero también a la tenencia de objetos o la vivencia de experiencias fuera de lo corriente. Así decimos: “Es un lujo compartir una tertulia con Fernando Savater”. Lujo es todo aquello que se sale de lo habitual para las personas, resultando algo absolutamente personal y relativo. No obstante, lo que prevalece y se nos quiere inculcar es que lujo es la representación de lo exclusivo y, en consecuencia, de lo extremadamente caro.
Incluso en el mundo del lujo, entendido como la fabricación y venta de productos y servicios de muy alto precio, se pretenden establecer dos categorías: lujo y superlujo. En este sentido me llamó poderosamente la atención una entrevista realizada por un medio italiano al máximo responsable de la marca Fendi, la cual ha logrado mantenerse a flote mediante su reclasificación del “lujo” al “superlujo”. ¿Cómo se logra esto?. Muy fácil, subiendo los precios y reduciendo la producción para hacer el producto mucho más “exclusivo”. Así es como funciona esta industria, claro que detrás de todo hay una ingente cantidad de personas que se lo creen.
En los últimos años estamos siendo testigos de la correlación que los medios, principalmente los especializados –moda, decoración, estilo…-, quieren establecer entre lujo y elegancia. En los números recientes de dos revistas, una de las cuales tiene como subcabecera “El valor de la elegancia”, se pretender asimilar absolutamente ambos conceptos: lujo y elegancia. En amplios reportajes se muestran artículos carísimos sin los cuales casi que ningún ser humano podría ser considerado "elegante". Este es un intento puramente mercantilista y totalizador de definir la elegancia como la posesión de objetos de precios prohibitivos, a los cuales se define como “lujo”. Cuanto más “lujosos” –o “superlujosos”- sean los bienes que se poseen o los servicios que se consumen, más elegante es su portador.
A todas luces esto no es más que la intención dudosamente legítima de dignificar el fenómeno conocido como del “nuevo rico”, es decir, la idea de que se puede ser elegante simplemente por alcanzar cierto nivel económico que permite adquirir productos y servicios con precios muy elevados y fuera del alcance del vulgo. Claro que a lo mejor yo estoy equivocado y de lo que se trata es de embaucar precisamente a un sector de la población para que consuma artículos de precios elevados.
Lo que esto significa en definitiva es que, una vez más, los medios masivos nos inculcan valores equivocados. El lujo es un concepto banalizado hasta el punto de que se ha establecido en el imaginario común globalizado que la posesión de determinados objetos nos imprime cierto carácter de elegancia. Los iconos del mundo actual pasan por el denominado “lujo”, que no es más que una industria dedicada a la elevación artificial de los precios por medio de diversas estrategias de comercialización.
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