martes, 30 de octubre de 2007

Halloween y la elegancia



En esta sociedad moderna que nos ha tocado vivir, los grandes imperios comerciales, aquellos que tan sabiamente han aprovechado la “cultura de las masas”, han creado una serie de celebraciones a lo largo del año con el noble objetivo de que los seres humanos tengamos más elementos de encuentro. Confío en que el lector no piense, de forma mezquina, que la creación y universalización de estas celebraciones no son más que un intento de los comerciantes por aumentar las ventas. Nada más lejos de la realidad, ¡por Dios!. Fíjense cómo estos “días tan especiales” suelen estar desinteresadamente colocados en fechas anodinas en medio del calendario. Sin ir más lejos tenemos el Día de los Enamorados, en ciertos lugares conocido como el Día de la Amistad o el Día del Cariño, con la sana intención de que la celebración se extienda a los amigos, el cual se celebra en febrero, el mes de menores ingresos de los centros comerciales.

Imagino que no tengo que advertir al lector de que la celebración de este tipo de días es un ataque directo a la elegancia desde todo punto de vista. Pero el que particularmente encierra en sí casi todos los ataques a este valor en extinción que es la elegancia es el día de Halloween. Esta celebración de origen céltico -y tradición estadounidense- viene a ser como la “Víspera del Día de los Santos”, sin tradición alguna en el mundo católico en el cual se rinde tributo a los difuntos siendo feriado el primero de noviembre. Hoy en día ya ir a visitar a los abuelos al camposanto es una costumbre en desuso. Lo que está “in” es disfrazar a los niños la noche del 31 de octubre y que vayan a pedir caramelos a los vecinos. Algunos adultos incluso organizan fiestas de disfraces, a las cuales invitan a muchos amigos, en claro síntoma de su inserción en el mundo globalizado.

Como ocurre muchas veces se emplea a los hijos como excusa perfecta para demostrar al público en general, y a los conocidos en particular, lo elegantes que somos. Entonces en Halloween lo que hacen algunos padres es gastar una fortuna en el disfraz del niño, habitualmente el último “malo” de la factoría Disney. Llegando al colmo de la celebración de este “tradicional” día de los muertos, amparándose en la falsa solidaridad, incluso han nacido fiestas benéficas de Halloween.

La semana pasada una vecina mía, en un acto ilimitado de contrición, explicaba que una amiga suya –por supuesto con apellido rimbombante- organizaba todos los años una fiesta de Halloween a favor de una asociación de “teens” –adolescentes en cristiano- embarazadas. La entrada cuesta sólo veinte dólares, según aclaró. Cabe añadir muy poco al comentario.

Nótese que celebrar Halloween de forma ostentosa nos acerca de forma precipitada a todos los síntomas de falta de elegancia que hemos venido relatando desde esta atalaya. Para empezar nos permite usar el idioma inglés con profusión, porque todos estos personajes amantes de Halloween enseñan a sus hijos a decir "trick or treat", en lugar de “truco o dulce”. A continuación nos posibilita subirnos al carro de la caridad momentánea, consistente en acudir a una fiesta a favor de “teens” embarazadas –por ejemplo- y de camino poder saludar a fulanita de tal y que nuestros hijos, por el módico precio de veinte dólares, se codeen con los de alta alcurnia.

Atrás quedaron las que empezaban a ser tradicionales fiestas en el barrio. En las que los niños acompañaban a sus vecinos en el “puerta a puerta” en pos del caramelo. Eso ya quedó en el pasado. Ahora lo que se lleva es el festejo multitudinario, la fiesta de recaudación de fondos, el acto social con tintes faranduleros, si es posible con foto para la revista de turno.

La cuadratura del círculo se obtiene cuando los progenitores varones de los disfrazados retoños acuden prestos a la invitación de la habitual casa de lenocinio, la cual no permanece ajena a tan insólito festejo, para acompañar a las meretrices enfundadas en escasos trajes de diablesas o brujitas. Toda una muestra de elegancia… perdida.

miércoles, 24 de octubre de 2007

La amistad y la elegancia


Ya lo dijo nada más y nada menos que San Isidro: “Incierta es la amistad nacida de la próspera fortuna”. Pocos lo ven así, menos aún los que entienden la amistad como un valor comercial, fruto inequívoco de su posición social o del nivel de éxito económico que han alcanzado en su vida. A todos estos es muy fácil reconocerlos. Si te invitan a una fiesta de cumpleaños es probable que el aparcamiento de su casa esté lleno de coches lujosos, incluso algunos chóferes. Tirar la casa por la ventana para demostrar lo que se tiene es el síntoma inequívoco de lo que algunos “disfrutan” de la amistad.

La amistad es un valor personal, intransferible y, sobre todo, absolutamente espiritual. Pero hoy lo vienen convirtiendo en un símbolo más del vil mercantilismo en el que se encuentran inmersas las sociedades “avanzadas”. Tener muchos amigos se ha transformado en un ascenso en el estatus social. En una forma de expresar al mundo el grado de aceptación que tenemos. Seguro que cualquiera conoce a alguien que no para de hablar de sus innumerables amistades, todas ellas muy selectas y reputadas, por supuesto. Algunos incluso los nombran con apellido incluido, que supongo que es la forma de demostrar el rancio abolengo del citado.

Pero la realidad última es que tener muchos “amigos” no es un síntoma de elegancia, dado que a la hora de la verdad los “amigos” suelen ser “conocidos” y a veces ni eso. Recuerdo el día en que un compañero de trabajo, muy aficionado a nombrar a sus distinguidos amigos –por el apellido, claro está-, dijo ser amigo del director general de un banco, con tal mala suerte que a las pocas semanas el “amigo” banquero vino a reunirse conmigo y ni siquiera lo reconoció.

Otros organizan grandes fiestas para demostrar su poder económico a los “amigos”. Ocurre en determinados círculos en los que se invita a cualquiera que ha conversado más de cinco minutos seguidos con el anfitrión durante los últimos dos meses: “Vente a mi casa el viernes que doy una fiesta con unos amigos”. Por supuesto los “amigos” son una colección de verdaderos desconocidos, los cuales a su vez aprovechan la invitación para contar que han estado en la fiesta y así hacer ver lo selecto de sus amistades.

El colmo de la falta de elegancia aplicada a la amistad es la necesidad imperiosa de algunos por adquirir bienes de lujo para mostrárselos a los “amigos”. El coche último modelo no es tan bonito si los de mis “amigos” son mejores. El apartamento en la playa cobra verdadero sentido cuando los “amigos” saben que lo tengo e incluso vienen a visitarme. Así se convierten en irrefutables nuestros logros materiales, en el preciso momento en el que los lucimos ante las amistades, por superficiales que sean estas.

La amistad, para desgracia de muchos, no se puede medir en números absoluto, ni tan siquiera relativos. Los “amigos” de hoy seguramente lo son al calor de la bonanza que nos sonríe, como decía San Isidro. Los que nos buscan para compartir nuestros días de vino y rosas. Los amigos de verdad están cuando luce un sol espléndido, pero también cuando el cielo se torna nublado. Cuando las nubes del horizonte apenas se vislumbran y cuando nos alcanzan de forma súbita. Cuando la abundancia se convierte en frugalidad y la compartimos mirándonos a los ojos.